“Soy arere, soy conciencia, soy orula”

Emir García Meralla
29/1/2019

Nadie como él supo de la miseria, el hambre y el peso del papel periódico para cubrirse del frío en las noches habaneras. Sus manos y su rostro reflejaban la máxima de aquel escritor cuya tesis era: “el hombre puede ser derrotado pero nunca vencido”; por eso nunca se avergonzó de haber recogido papel en las calles, de haber dormido en los portales del barrio de Cayo Hueso o de Jesús María.

Eloy Machado, el Ambia, abrió las puertas de la rumba a los cenáculos culturales y más allá.
Foto: Internet

 

Tal vez por esa razón dominaba como pocos los nombres y motes de cuanto personaje pintoresco habitaba en esas zonas de la ciudad. Pasó de ser un trashumante a un hombre de bien con solo encontrar empleo en la construcción y dignamente llevar un plato de comida a su mesa y a la de su madre. A golpe de cemento, ladrillo y arena pudo tener su primer techo y aprender a leer y a escribir; y sobre todo, a soñar con cosas imposibles que bien pudieron ser aviones.

Ya era un hombre que leía, escribía y soñaba. Sin embargo, dentro, pero muy dentro, existían voces que le murmuraban entre sueños nuevas palabras y algunas ideas alocadas. Ideas y palabras que expresaban la voz de una razón poco ortodoxa, en las que la lengua de Cervantes y de los mandingas se entremezclaban; ora era un verbo lucumí, ora un verbo con infinitivo común. Era como si dos continentes se abrazaran en su pecho a punto de estallar.

Era hijo de la calle y la desesperanza, esa mujer veleidosa que estuvo a punto de trocar su cabeza y convertirlo en desecho social. Pero había una luz encendida en el camino de su vida que corrigió sus pasos, sus ideas y sus sueños. Desató todas sus furias y le mostró que la vergüenza es un arma poderosa para enfrentar la vida; lo mismo que los amigos y una buena rumba.

Esa luz, a la que no sabía dar nombre en un comienzo, llegaba en forma de rimas y versos con sus nombres, motes y apellidos. Esa luz guardaba los destellos de las historias oídas y vividas en su peregrinar por la vida.

Eloy Machado y Pérez, el hijo de Jacinta la sufrida; el Ambia para sus amigos, conocidos, santeros, quiñongos y vecinos de esa Habana que amaba con desespero.

Cuentan que fue su amigo Efigenio Ameijeiras quien primero escuchó sus poemas mientras alzaban los altos muros y entrepisos del Hospital Hermanos Ameijeiras. Que después los leyó Nicolás Guillén y no dudó en “apadrinar la nueva voz”; solo que para ese entonces el hombre ya tenía 40 años y las jerarquías generacionales estaban repartidas. Pero siempre hay espacio para la originalidad y la irreverencia, para lo novedoso, para lo que está al alcance de manos e ideas y algunos miran de soslayo.

Entonces el Ambia se nos hizo cotidiano, admirable y, por momentos, necesario; lo mismo que algunos de sus dichos, sus poemas y su devoción por la rumba. Esa música que era su voz, su misión en esta vida y el sacerdocio de su poesía.

Poco a poco se fue insertando entre las generaciones, en el espacio jerárquico a él destinado, y abrió las puertas de la rumba a los cenáculos culturales y más allá. De ello dieron fe Juan Formell y Pablo Milanés cuando musicalizaron sus poemas en los años 90; aquella experiencia lo colocó en la órbita de la música cubana más auténtica.

“Soy arere, soy conciencia, soy orula”. Con esa frase cada cubano fue un Ambia más, un poeta más, un hombre de esta tierra que debía ser amparado y amparar a sus semejantes.

Ha muerto en La Habana Eloy Machado. Es 28 de enero, día en que nació aquel poeta del cual dijo con su habitual y proverbial picardía: “… Ambia, tú te has dado cuenta que Martí sabía un mundo de esta vida…”.

Dicen que los cueros sonarán en su nombre por nueve días, que habrá bembé y mucho ruido en el lugar donde se reúnen los poetas. Allí encontrará amigos y ecobios. Allí volverá a conmover a Nicolás Guillén con su original grito de guerra: “…Yo soy el Ambia, el poeta de la rumba yenica”.