“No he conocido a nadie como tu madre”, me dijo un día mi padre, luego de una de las discusiones que solíamos sostener los tres a puertas cerradas, por disímiles asuntos. Si me preguntaran qué es lo que más añoro, aquello que no logro superar —en el remoto caso de que exista algún consuelo ante la ausencia de esa pareja irrepetible integrada por RFR y A de J—, diría sin titubear: nuestros encendidos debates. Al principio, eran en el comedor de la casa, justo a la hora de cenar, de manera que nos sorprendía la noche sin ponernos de acuerdo. Luego, las discusiones fueron en la sala, donde pasaba la mayor parte del tiempo mi mamá (leyendo, escribiendo, recibiendo periodistas y planificando sus eternas clases para el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de La Habana), hasta que terminamos por formar nuestro tinglado en el dormitorio de ellos, cuando la salud de ambos los confinaba.

“…era mi madre quien, con su magisterio de siempre, nos aleccionaba…”.

Contrario a lo que pudiera pensarse, era mi madre la más osada, la más atrevida, quien mostraba mayores rasgos de irreverencia, de pensamiento adelantado, acorde con los tiempos. Mi padre, sensato, calmo, no dejó nunca de sorprenderse ante las salidas de ella, que parecía joven, inexperta, casi una muchacha díscola. Se suponía que yo aportara criterios actualizados pero, en realidad, era mi madre quien, con su magisterio de siempre, nos aleccionaba. Paradójicamente, un pesimismo plomizo la acompañó toda su vida. Conocedora profunda del humor, no mostraba alegría, ni era jacarandosa, fácil para la risa sino, más bien, lo contrario. La persona con quien más se comunicaba era su nieto menor, Rubén. Entre ellos se estableció tal complicidad, que mi padre llegó a decirme que daría la mitad de su vida por saber qué tramaban ellos dos, cuyas carcajadas compartidas lo intrigaban.

Tal vez debido a su origen no cubano, no era proclive a nuestro choteo. Mañach era un punto discordante entre nosotros: Tanto mi padre como yo sentíamos devoción por el autor de Pasado vigente; pero ella, que había sido su alumna, no compartía tal admiración y a veces criticaba nuestra falta de seriedad. Sin embargo, el sarcasmo era su fuerte, y algún día contaré detalles que ahora mismo soy incapaz de hacer públicos.

Adelaida Fernández de Juan. Foto: Cortesía de la autora

Cada vez que se acercaba su cumpleaños, le pedíamos que acabara de corregir el error en la fecha de su nacimiento: Nacida un 27 de julio, no fue inscrita hasta dos días después, de forma que en todos sus documentos aparece el 29 como fecha legal. “¿Y para qué debo arreglar esa bobería?”, ripostaba, “eso a nadie le interesa, y además, así recibo regalos dos veces”, agregaba, para enseguida ponerse a criticar, típico en ella. Efectivamente, nosotros le obsequiábamos helados de chocolate (“todos los demás sabores son puro invento”), y dos días más tarde, le llegaban ramos de flores (“no entiendo por qué no aprenden a quitarles el celofán”), carteras (“todavía no he estrenado la del cumpleaños anterior”), libros (“con la biblioteca de tu padre, cualquier día amanecemos sepultados por ladrillos de letras”), sandalias (“otra vez parecen de vieja búlgara”) o dulces (“quítales el merengue, que seguro una mosca estuvo ahí”).

Hablé de su imbatible pesimismo, contrastante con las rotundas fe y esperanza de mi padre, y explicaré una de sus muchas manifestaciones, precisamente relacionada con su cumpleaños. Desde que tuve uso de razón, me llamó la atención el hecho de que mi madre expresara abierta y tranquilamente que se estaba muriendo. Supongo que al principio fuera una jocosidad rara de esas que la caracterizaban, pero con el paso del tiempo, su expresión “si es que llego” nos llenaba de angustia. “Se acercan tus dos cumpleaños”, le decíamos a mitad del mes de julio. “Si es que llego”, repitió durante 47 años seguidos.

“…Roberto, usted tenía razón: No hay nadie como ella”.

Acostumbrados a insistirle en que “claro que vas a llegar”, escuchábamos su sordina con tranquilidad, riéndonos de su ocurrencia tan inusual, hasta que el implacable y las enfermedades comenzaron a darnos señales de que, en efecto, era probable que no cumpliera más años, y entonces dejó de parecernos gracioso su comentario. Murió tres meses antes de su onomástico 87, y justo 72 horas antes del mío. Recuerdo que la encontré sin vida en su cama, que era una mañana de lunes, y que el domingo me había regalado lo que tenía guardado para mis 57 mayos. “Mamá, faltan días para mi cumple”, le dije. “Lo sé, pero por si acaso”, me respondió, para añadir “Ven, siéntate a mi lado y hazme un chiste que sea bueno”.

No voy a decir la obviedad de que no llegó a sus fiestas, ni que el tiempo no le alcanzó para recibir su doble tanda de obsequios. Luego de tres años de llorarla y de condenar su maldita profecía, celebro sus 90 años. Lo hago con alegría, con orgullo, junto a Valladares, a mis amigos que fueron también de ella, junto a sus queridos/as alumnos/as que tanto amó y junto a Rubén que sigue, lógicamente, necesitándola, como todos nosotros; porque una vez más, Roberto, usted tenía razón: No hay nadie como ella.

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