Teatro cubano, algunas notas posCamagüey

Norge Espinosa Mendoza
16/10/2018

I

En las vísperas del país que se anuncia en el proyecto de la nueva Constitución, no son pocas las discusiones posibles acerca de la Nación y la Cultura. Cuestiones que no deberían quedar limitadas, en fórmulas de debates, a quienes estamos relacionados directamente con el arte, porque sin la presencia del público, del espectador, del lector, todo esto se quedaría en otra zona de silencio.

Durante décadas, la idea de la Cultura que se ha mantenido en nuestro país ha entablado límites y posibilidades que a la altura de este tiempo tienen que ser replanteados. La idea de un sistema que siga patrocinando, según el modus operandi que pervive hasta hoy, una gran cantidad de acciones, proyectos y subvenciones, tendrá que reformularse. Ello expondrá zonas de mucha fragilidad en ese entramado, aquellas que, por ejemplo, no han logrado procurarse un mercado que, más allá de la satanización a ratos ingenua que sigue imperando acerca de esas variables de oferta y demanda, resulta imprescindible para hablar en términos de una verdadera industria cultural.

Decretos, regulaciones, leyes, pagos, tarifas, impuestos: todo eso se mezcla en el futuro inmediato, y una de mis preocupaciones radica en la escasa preparación que muchos de nuestros artistas parecen tener ante esa variable que ya nos toca la puerta. El teatro cubano tendrá que repensarse en términos estructurales y de sobrevivencia. Pienso todo ello ahora que ha culminado la edición del Festival Nacional de Teatro, en Camagüey, y desde antes de su apertura ya se dejaban ver, en su selección, fisuras y señales de aliento que deberían convocarnos a esa reflexión, tan urgente como impostergable.

II

Fallecieron ya algunos de los maestros esenciales de las artes escénicas en Cuba: Vicente Revuelta, Roberto Blanco, Abelardo Estorino, Fernando Alonso, Pepe Triana, Francisco Morín, Carucha Camejo, Rine Leal, María Elena Molinet… por mencionar solo algunos pilares. Perviven en la Isla líderes ya inactivos, por razones de edad o salud, o cuyo legado debería ser protegido y salvado para su mejor aprovechamiento, entre ellos, Ramiro Guerra y Berta Martínez.

De la generación que se forjó en los años 60 siguen trabajando figuras como José Milián, Eugenio Hernández Espinosa, Armando Morales o los hermanos Dorr, persistiendo en mantener un diálogo con el oficio al que han entregado toda una vida, y tratando de que sigan en las carteleras sus estéticas, sus textos ya reconocidos y los más recientes, alternando con los directores que se lanzaron al ruedo en los 80, varios de los cuales son los que el espectador reconoce desde una expectativa más firme. Carlos Díaz, Carlos Celdrán, Nelda Castillo y Raúl Martín componen un cuarteto que define, en gran medida, el rostro del teatro que se ve en la capital, y que deja una estela que alcanza al resto del país.

En las provincias, demostrando que el talento no es cosa de suerte geográfica, se han consolidado proyectos como Teatro de Las Estaciones, Teatro Tuyo o el Estudio Teatral Macubá. Agrupaciones más jóvenes, como Teatro La Proa, en la capital; Teatro del Viento, en Camagüey; El Portazo, en Matanzas y Trébol Teatro, en Holguín, son parte de una avanzada que trabaja en esos otros puntos; mientras Teatro Andante, por ejemplo, defiende una avanzada por calles, espacios públicos y zonas rurales de difícil acceso que ya tiene, a su modo, una historia y una tradición propia.


“En las provincias, demostrando que el talento no es cosa de suerte geográfica, se han consolidado proyectos
como Teatro de las Estaciones, Teatro Tuyo o el Estudio Teatral Macubá”. Caballas. Estudio Teatral Macubá.
Fotos: Sonia Almaguer

 

No son los únicos cardinales de la realidad teatral en la Cuba de hoy, pero sin ellos es difícil imaginar lo que está en los escenarios, lo que el público puede tener como referente primordial. Y también, según lo que estos núcleos aportan, discuten o no, lo que falta en nuestras carteleras en términos de diálogo, interacción con la crítica y la prensa, la tradición y la ruptura necesaria, y además como reacción a otras dinámicas de producción, no del todo orgánicas, que alcanzan a nuestras carteleras desde intereses que no siempre han sido movilizados a partir de un compromiso fluido con la naturaleza de lo teatral.

III

Quizás lo imprescindible sería dejar a un lado en el teatro cubano, de una maldita vez, aquello que proviene de intereses y tendencias, para clarificar lo que, con exactitud, necesita y posee ahora mismo la realidad escénica de Cuba. Se trata de un asunto complejo, erizado de peligros, porque se tocan muchos límites y extremos; sin embargo, existen pocas zonas de intercambio franco para promover una discusión limpia sobre tales conflictos.

Batallas generacionales, visiones estrechas sobre lo que debe ser la enseñanza académica y la relación viva del estudiante con estéticas en activo, teoría y nuevas tendencias dramatúrgicas en oposición a otras maneras ya asentadas de narrar desde lo teatral en nuestro devenir, vanguardias asimiladas tardíamente o desde la fascinación extática de quien percibe lo que viene “de afuera” como solución radical a problemas nuestros, tensiones entre financiamientos y salarios, pugnas soterradas o abiertas entre la capital y las provincias, ausencia de giras nacionales e internacionales concertadas debidamente, políticas estéticas y políticas en términos de contenido, provocaciones y capacidad de reaccionar ante ellas como un movimiento sólido… Todo ello, y mucho más, se combina peligrosamente en el panorama que la nueva directiva del Consejo Nacional de las Artes Escénicas (CNAE) tiene ante sí.

El CNAE, a punto de cumplir 30 años, se halla en un instante donde el replanteo de su misión es importante tanto hacia fuera de la institución como en su sistema interno. A tres décadas de aquella fundación, persisten problemas sin resolver, tanto logísticos y materiales como de orden programático; por no hablar de una necesidad de intercambios y discusiones entre los creadores a los que protege y representa, que depende no solo del quehacer de sus funcionarios, sino también de la real voluntad de esos artistas para que el diálogo sea auténtico y fluido. Y ya ahí empieza, para decirlo en cubano, a trancarse el dominó.


“El CNAE, a punto de cumplir 30 años, se halla en un instante donde el replanteo de su misión es importante
tanto hacia fuera de la institución como en su sistema interno”. El banquete infinito. Teatro de la Luna

 

IV

En el lúcido análisis que Carlos Celdrán hace de la heterodoxa naturaleza de nuestra historia teatral (léase “Otra vez hijos de Stanislavski”), el fundador de Argos Teatro nos recuerda que nos ha tocado una trayectoria marcada esencialmente por rupturas, por la fragmentación, en la que asimilar los legados y alcances de nuestros precedentes no siempre ha operado por vías que aseguren la ganancia óptima de tales hallazgos. La búsqueda por oposiciones, ya sea por anhelo de los artistas en inconformidad con lo que les rodea, o por mandatos que provienen de otras clases de poder, ha sido una y otra vez la clave para comprender lo que heredamos. El teatro es de una fragilidad extrema, y ni siquiera la conservación en filmes o videos de lo que una puesta en escena propone, puede dar, con el paso del tiempo, a un espectador no entrenado debidamente, el impacto de un texto, un director, un elenco o un montaje.

El teatro de la Revolución inicia ya con una de esas rupturas: apenas habíamos conseguido la consolidación de la técnica stanislavskiana en Cuba, con el estreno en 1958 de Largo viaje de un día hacia la noche, cuando a eso se opuso el método brechtiano, celebrado “con esa fuerza más” que nos caracteriza, en tanto metáfora imprescindible del nuevo proceso social y político. La batalla estética de la Cuba de los 60 está aún por estudiar debidamente, por leer en términos de cronología reactiva y no simple nota al pie lo que, en ese contexto, producían libros, filmes, carteles, teatro, discursos, atrevimientos, que alcanzaron eclosiones insólitas en territorios como la danza moderna y el teatro de títeres para niños y adultos.

La respuesta de los 70 fue un corte abrupto y radical a muchas de esas provocaciones; por ello no son pocos los jóvenes que en los 80 encuentran una ilación subterránea con lo que varios de los maestros y creadores irreverentes de dos décadas atrás habían ido encaminando, una vez que se aquieta la grisura de esas aguas. La enseñanza académica pasa de un conjunto de profesores soviéticos a la apertura, en términos de laboratorio, que trae a las aulas a los mejores maestros del teatro cubano. Pero los 90 quebrantan los puentes orgánicos que mucho de ello debería asentar, y la ausencia dictada por el exilio, los requiebros económicos, la desazón general y otros padecimientos, dejan un terreno árido en el que los directores noveles tendrán que armarse a sí mismos no solo con sus talentos, sino con otras estrategias de sobrevivencia que, al final de la batalla, por encima de estéticas y reclamos de muchos tipos, nos ha dejado con un panorama que carga con interrogantes que aún nos cuesta formular.

Pasó mucho, y pasó poco, desde los 90 hasta acá. Mucho en términos de grupos, proyectos, subdivisiones de compañías,  empecinamientos y falta de visión práctica por parte de creadores y funcionarios de la Cultura. Pasó poco en cuanto a ganancias estéticas, se renovaron escasamente la cantera de directores y coreógrafos y los modelos de creación teatral. Perdíamos talento y también carecíamos de una visión que no fuera solo la inmediata acerca de lo que hacíamos. Es imprescindible contar de nuevo todo esto, reestructurar el mapa de lo real y la memoria. Y hacerlo, como digo, con la pupila limpia de cualquier sectarismo, tendencias o fundamentalismo anclado en un pasado que ya no está o en un futuro que algunos imaginan como quien vuelve a hacer correr el agua por los establos de Augías.

V

La selección que compuso las jornadas del recién finalizado Festival Nacional de Teatro sirve para esclarecer algunas de esas preguntas y varias incomodidades. También añade nombres que más allá de sus logros, tienen que empezar a asumir una responsabilidad concreta, en términos de reconocerse como herederos de ese legado, de la línea a la que han ido añadiendo sus nombres. Ausencias (ya fuera por compromisos previos, giras, decisiones de cada creador o indisponibilidad de estrenos) como las de montajes de Carlos Celdrán, Carlos Díaz o El Ciervo Encantado, dejan un espacio en blanco que más allá de las causas que las provocan, permiten saber lo que ellos significan en nuestra escena. La garantía de un teatro de ideas, que desborda los límites de lo “bien hecho” o acomodaticio, y que en algunos momentos ha discutido de manera frontal aristas complicadas de nuestra realidad y nuestras visiones políticas, ha caracterizado a esos creadores, defendidos por la jerarquía que sus propias praxis le han otorgado, a diferencia de muchos que se confunden en una masa donde las buenas intenciones, los procesos no llevados a buen término, o una falsa idea de representatividad, abundan y contaminan la imagen real de nuestra escena.

El terror o rechazo a la crítica honesta; el entendimiento de la misma, si no es “constructiva” a pesar de los dislates que pueda contener un espectáculo, continúa retrasando ciertos análisis en una escala mayor, minados también por la labor de algunos reporteros y promotores que desde la prensa invitan no siempre a lo mejor de nuestro teatro. La distancia que media entre la cultura más valiosa del país y la que se promociona en la televisión nacional es abrumadora. Porque escasea allí el debate a fondo, la posibilidad de articular, desde el respeto y el conocimiento no superficial de los presupuestos estéticos, una conversación que no se entienda como ataque personal. Y en ello se incluyen representantes de ambos lados, o movidos hacia una banalidad que elige el no buscarse problemas, o el creer que cada estreno es sencillamente inmejorable.

El Premio Villanueva de la Crítica, concedido a las mejores propuestas de cada año, es, con sus defectos y su posibilidad de mejoría (en estudio ahora mismo), tan codiciado como discutido. Pero puede hacer poco en tanto destaque de lo que debería ser mejor promocionado, si toda la otra parte de la maquinaria que debe ser la Cultura hace oídos sordos a los que eligen y subrayan la presencia de esas creaciones en una cartelera confusa, mediatizada por una falsa idea de lo popular, en un tiempo en el cual, no lo olvidemos, el público no depende solo de esas recomendaciones para decidir qué hacer en su tiempo libre.


 “El Premio Villanueva de la Crítica, concedido a las mejores propuestas de cada año, es, con sus
defectos y su posibilidad de mejoría (en estudio ahora mismo), tan codiciado como discutido”.
Retrato de un niño llamado Pablo. Teatro de Las Estaciones

 

La muestra de este Festival incluyó, entre sus aciertos, a grupos reconocidos como Teatro de Las Estaciones y Teatro Tuyo, junto a Trébol Teatro (Jacuzzi), El Portazo (CCPC2), Osikán Plataforma Escénica Experimental (Baquestribois) y La perla (El espejo). No saludo por igual las calidades de todas esas propuestas, ni digo que sean las únicas valiosas, pero no se trata solo de mi gusto personal, sino de la vibración que ellas aportaron a este conjunto. Son títulos que he visto una y otra vez, y que varios de mis colegas de la crítica podrían discutir con acentos muy diversos a los míos, y a eso es que invito. Con ellos, hubo espectáculos que no he visto aún y otros que, francamente, me pregunto cómo llegaron a ese catálogo. Tendrá que definirse de manera rápida lo que debe ser un Festival, a fin de no mezclar en él trabajos en proceso que aún deberían madurar antes de llegar al público, empeños de laboratorio que deben asentar sus conceptos, y lo que ha logrado establecer una señal firme, en progresión y en activo, dentro de nuestra cartelera.

Cambiar el diálogo de la crítica por una actitud más viva, que no confunda el respeto en el debate con la pasividad de un elogio banal ni falsamente cortés o diplomático, inútil en su aproximación específica al trabajo de los creadores, es imprescindible. Le toca al verdadero crítico ir más allá, sugerir incluso al creador visiones sobre su trabajo que iluminen mutuamente la recepción interna y externa del montaje, y hacerlo desde un conocimiento cultural que funcione como doble espejo de cada propuesta. Pensar la crítica como estudio permanente y memoria activa de lo que sucede en nuestra escena, y no como aderezo o huésped recibido a disgusto, mejorará esa dinámica. Pero es también uno de los territorios donde el CNAE, en acuerdo con sus fuerzas de todo tipo, tendrá que esforzarse para crear esa zona franca.


“Cambiar el diálogo de la crítica por una actitud más viva, que no confunda el respeto en el debate con la
pasividad de un elogio banal ni falsamente cortés o diplomático”. Jacuzzi. Trébol Teatro

 

La alternatividad real o falsa, en cuestiones de riesgo, de nuevas zonas de creación y producción de la escena cubana, la demorada aparición de publicaciones que deberían seguir el pulso de nuestra creación, la existencia de estancos en áreas concretas: teatro para niños y de títeres, danza, oposiciones entre teatro de sala y teatro de calle, campañas internas en busca de posicionamientos de liderazgo, acuerdos entre programas de estudio y la verdad de nuestras carteleras, la proyección de eventos internacionales que deberían ser protegidos por la calidad y nitidez en sus curadurías, en oposición a otros que desbordan sus conceptos para repetir módulos ya insostenibles, la procuración transparente de fondos y patrocinios sin la necesidad de demonizar esos orígenes, la capacidad de la institución para proponer en términos de mercado cultural la presencia de lo mejor de nuestra escena en foros extranjeros, la visión a largo plazo de entrenamientos, maestrías, talleres de formación dictados por figuras referenciales cubanas o extranjeras, la tristeza que da ver sedes teatrales donde alguna vez hubo un quehacer escénico de alta calidad reducidas ahora a espacios donde se puede ver algo de lo menos interesante de nuestras temporadas, el peligro de un teatro comercial que sabe de un público ansioso de ese entretenimiento fácil y apela por igual al patrocinio oficial, que al de una embajada o un restaurante… Todo ello coexiste, falta o se hace ver ya en el teatro que tendremos mañana.

El Festival de Camagüey es un cardinal necesario, y ello también implica replanteos en su estructuración, a fin de hacerlo útil más allá de su concepto de álbum de temporada. Para los habitantes de dicha ciudad, es un privilegio y orgullo defendido a capa y espada. Lo fue para Manuel Villabella, uno de sus protagonistas históricos, que falleciera durante esta edición. No sé si el evento se detuvo como él merecía para hacerle el tributo que se ganó como rostro habitual y participante fiel de sus ediciones. Le dedico, desde acá, una línea para recordar cómo encontrarlo, a la vuelta de cada festival, era encontrar otra razón para el regreso.

VI

Hubiera querido volver a Camagüey. Por una causa o por otra, me he ausentado en esta y otras ediciones, desde que en 1996, en aquel tren infernal, teníamos que irnos hasta allá, porque era el Período Especial y ni soñar con los ómnibus refrigerados que hoy conducen a nuestros teatristas hasta las enrevesadas calles de esa ciudad que tiene su propio misterio. Conectado a Internet, seguí comentarios, recomendé espectáculos, dialogué con los redactores del boletín Gestus, pregunté en plena madrugada sobre la reacción de uno que otro montaje.

El Festival Nacional de Teatro es la vivificación de esa fe que, pese a todo, nos hace pensar como un grupo de personas que no ha perdido el aliento completamente, que alucina aún con metáforas sobre la escena, que imagina un país paralelo sobre las tablas. Ese país de papel, cartón y polvo debe ser un reflejo lúcido y retador de nuestra cotidianidad. Debe entenderla como desafío para rebasarla, más allá de la máscara o el parlamento resabido. La conciencia crítica de lo teatral debería ser un elemento infaltable, que consiga que los destellos de la escena sean aún más iluminadores en pos de un pensamiento más cabal, y provechoso, con respecto a lo que somos más allá de las candilejas.

La nación se replantea, y ese proyecto que se aproxima debería afincarse en la memoria tanto como en los anhelos de una mejoría que debe tocar a todos. Elegimos, los del teatro, ese país de costas borrosas y ciudadanos delirantes, cuya frontera de sueño se conecta irremediablemente con el otro, a ratos no menos ilusorio. Cambiamos, a la hora del café, monedas y gestos con parlamentos de Shakespeare, Lorca o Piñera. Tenemos, es cierto, nuestra propia noción de realidad, por desvariada que a algunos les parezca. Y el derecho, indudable, de opinar desde ella sobre lo que vivimos y transpiramos. La palabra es intercambio esencial en ese ir y venir de ilusiones y cotidianidades, y los criterios defendidos con rigor ante el público nos deben garantizar un espacio de debate que ha de ser útil tanto para uno como para el otro país.


“Tenemos, es cierto, nuestra propia noción de realidad, por desvariada que a algunos les parezca”.
CCPC 2. Teatro El Portazo

 

Acabó un Festival, otros nos esperan. Que se quede encendida la luz de guardia en el escenario hasta que vuelva a repetirse todo. Y nos veamos cara a cara, como protagonistas y no simple espectadores. Entre este momento y ese, nos toca hacer lo que mejor sabemos: trabajar, subir a escena. Y hacerlo bien, y despiertos. Como nuestros maestros nos lo hubieran exigido.