Tendencias actuales del cine latinoamericano, festival mediante

Frank Padrón
22/12/2017

Mujeres, conflictos entre generaciones, violencia de todo tipo, son tres recurrentes temas (a veces entremezclados) que el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en su recién finalizada 39 edición, mostró en buena parte de sus filmes del área, concursaran o no, y como el popular evento de diciembre en La Habana sigue siendo una elocuente vitrina de los rumbos que lleva el quehacer de los cineastas en esta parte del mundo, no es difícil apreciar en ellos las tendencias (pre)dominantes, al margen de las categorías: (no) ficción. Acerquémonos a algunos de esos títulos, más allá de si fueron o no reconocidos con los habituales Corales.

La mujer, tanto en la dirección o como sujeto diegético — o ambos — estuvo presente en no pocos filmes:

En la ópera prima Los perros (Chile, Marcela Said) una mujer madura perteneciente a la burguesía chilena, casada, que emprende un plan médico para concebir, dirige una galería y toma clases de equitación, comienza un romance con su enigmático profesor, mayor que ella, cuando descubre que este es investigado por presuntos crímenes durante la dictadura de Pinochet y que (ya dentro de un plano más personal) mantuvo vínculos con su padre, quien dirige una próspera empresa que contra la voluntad de ella quiere vender. Con cuidadosa interrelación entre personajes y contexto, la directora logra, sobre todo, entregarnos un motivador estudio acerca de la dualidad y complejidad de la naturaleza y las relaciones humanas — lo cual incluye a los inculpados, a quien no juzga de modo apriorístico ni desde una posición ortodoxa—, teniendo como centro esa protagonista voluble, impredecible, desconcertante para quienes le rodean, llena de insatisfacciones y misterios, que nos llega en toda su dimensión gracias, en buena medida, a la actuación matizada y rica de Antonia Zegers (El club) aunque el resto del elenco (donde también descuella su colega Alfredo Castro) la secunda con no menor brillo.

Una mujer fantástica, del también chileno Sebastián Lelio (La sagrada familia, Gloria) narra los conflictos de una mujer transexual con la familia de su amante recién fallecido: aunque divorciado, exmujer, hijos y otros parientes quieren despojarla de bienes compartidos con el difunto. El filme se centra esencialmente en el estudio de un personaje que se enfrenta con dignidad a tales desmanes, luchando en todo momento por reafirmarse como persona y profesional, más allá de la identidad de género. Aunque tras el desenlace hay un alargamiento innecesario hasta el final, cierto regodeo en las acciones de la protagonista que sinceramente sobraban, el filme significa un desgarrador caso en torno a la transfobia y los prejuicios dentro de la sociedad chilena.
 

Cartel de la película
 

Una especie de familia (coproducción entre Argentina-Brasil-Polonia-Alemania-Francia-Dinamarca, 2017) es lo nuevo de Diego Lerman, un realizador centrado en la violencia especialmente contra la mujer (Refugiado) aunque sin olvidar la institucional (La mirada invisible), siempre con el punto de vista femenino presidiendo sus enfoques, algo que en su nuevo filme es particularmente ostensible.

El tema ahora se perfila con la adopción, y sigue a una médica porteña que viaja hasta la rural Misiones para concretar el proceso; en este choca con todo tipo de problemas, desde el chantaje afectivo de la familia a la que pertenece la madre biológica hasta la propia reacción de la donante, pasando por cierta tibieza con la que su marido acoge sus decisiones. Como es habitual en el cine de Lerman, la indagación sicosocial va envuelta en un ambiente de suspense que enriquece el relato; en esta ocasión, sin embargo, ciertas referencias bíblicas (alguna de las plagas o las dos madres salomónicas que después inspiraran a Brecht) tiñen la perspectiva —como decíamos, generalmente feminista— de cierta mirada culpable, autoconmiserativa, que por lo menos no deja clara la focalización del asunto, sensación que refuerza la concepción un tanto histérica de la protagonista (asumida con calibre por Bárbara Lennie, aunque secundada con mucha mayor fuerza por la otra madre, la campesina que interpreta Yanina Ávila, como para un Coral de “actriz revelación”). A pesar de todo, Una especie de familia resulta, cuanto menos, polémica, y de cualquier manera se sigue con indudable interés.

Los conflictos generacionales —sobre todo entre padres e hijos— constituyen otra poderosa línea en el cine latinoamericano contemporáneo, y en no pocas ocasiones, la mirada es también femenina.

Temporada de caza, por ejemplo, presenta a Nahuel (el debutante Lautaro Bettoni resultaba óptimo para un premio de actor-revelación), un adolescente que vive en Buenos Aires y tras la muerte de su madre viaja al sur de Argentina, donde se encuentra con su padre biológico, al que no ha visto en más de una década: un respetado guía de caza que vive en las montañas con su segunda esposa y sus hijas. La turbulenta relación, donde se unen el pasado, el orgullo y el resentimiento de ambos, pondrá a prueba el vínculo sanguíneo que los une.

El filme de Natalia Garagiola construye su relato con un sentido admirable de las unidades tiempo-espacio. Aquí cada minuto cuenta en la evolución que significa el vínculo creciente entre padre e hijo, la dualidad (mano blanda/dura) del progenitor y los exabruptos del muchacho rebelde que debe adaptarse a su nuevo contexto, por demás perennemente nevado y recóndito. Ese mismo sitio, que configura las reacciones y posturas de los personajes, es revelado con mano maestra gracias al lente de Fernando Lockett y a una banda sonora que acerca con rigor cada sonido y ruido, así como el no menos importante silencio. El nerviosismo y el temblor de la “cámara en mano” refuerzan la tensión y el sufrimiento de los personajes.

Esa violencia siempre a punto de estallar o haciéndolo, y hasta la del bosque que la caza metaforiza, signa otra tendencia en el cine de la región. Lo mismo en la actualidad que a modo de recuento en el pasado, varios filmes resultaron bien expresivos respecto a ello:

En la también ópera prima de Laura Mora, Matar a Jesús (basada en hechos reales), Paula es una estudiante universitaria de Medellín que, ante la inoperancia de la policía local para averiguar quién mató a su padre (profesor de Ciencias Políticas), decide tomar la justicia por su mano: una vez descubierto el sicario, establece una relación con él y procura por todos los medios una pistola…

Aunque queda admirablemente reflejado como fondo el ambiente de esa ciudad colombiana tristemente célebre por sus cárteles de droga y la violencia, a la novel directora le interesa sobre todo el dilema ético que en la muchacha significa la posibilidad real de ejecutar la venganza o por el contrario, el tratar de entender las razones del otro por muy difícil que sea la toma de distancia.

El nexo que va estrechándose entre victimario y víctima se ofrece con una notable progresión dramática. Mérito indudable del filme es el tratamiento humanizado del asesino, perteneciente a una estirpe de jóvenes descarriados que han hecho del crimen “por encargo” un trabajo más, insensibles ante el dolor que dejan como secuela en familias devastadas, como la de Paula. Sin embargo, son capaces de actitudes nobles, como la ayuda a la madre y la familia, o la propia ternura y respeto que, desde su incultura y marginalidad, tributan a la novia.

Aunque con algunos traspiés en la narración —a veces un tanto estancada— o con ciertos saltos bruscos que el montaje no supo resolver, Matar a Jesús ofrece un relato que avanza desde un notable crescendo a su emotivo desenlace, donde se resuelve admirablemente el planteo moral de la obra.

En esa cuerda, dos filmes de no-ficción abordan el duro problema de la policía corrompida que ejerce perenne abuso y llega a los más atroces crímenes en Ciudad Juárez, México, uno de los lugares donde los índices (esencialmente de feminicidios) clasifican entre los más altos a nivel mundial.

En La libertad del diablo, de Everaldo González (flamante premio Fénix al mejor documental), tanto víctimas como victimarios narran ante la cámara sus terribles vivencias: pérdida de padres y hermanos, incluyendo niños; desaparecidos, un dolor que no cicatriza entre tantas familias enlutadas por tales desmanes de una autoridad que niega y demerita la función para la que fue creada.

Coproducido entre México y Estados Unidos, Las nubes, de apenas 20 minutos y dirigido por Juan Pablo González, muestra a un anciano que tiene una tienda en la comunidad que da título al corto, a punto de cerrar justamente por los excesos y desconsideraciones de una policía que constantemente consume y no paga, además de aterrorizar a su familia y espantar literalmente a muchos habituales clientes.

En un viaje en auto hacia un lugar remoto, campestre, donde este señor y su esposa han decidido trasladarse huyendo de tan odiosa situación, el protagonista cuenta al realizador sobre ello, además de reflexionar sobre otros temas más generales.

Desde el punto de vista morfológico, ambos documentales comparten también características similares: en ambos, mientras se escucha la voz en off de los realizadores haciendo las preguntas, los entrevistados muestran solo parcialmente el rostro en primeros planos, lo cual indica que el daño no ha acabado: ante la exposición de esos males y su denuncia sin ambages, los asesinos pueden ensañarse aún más.

De ahí que en La libertad… todos porten máscaras hasta el final, excepto una madre que valientemente se despoja de ella.

En Las nubes la cámara capta solo al entrevistado mediante sus ojos, reflejados en el espejo retrovisor del carro donde tiene lugar la entrevista; de modo que en ambos filmes se escamotea el rostro, acaso metaforizando el hecho de que la violencia tampoco lo tiene: cualquiera puede ser su víctima, en México o en cualquier lugar.

En los dos filmes apenas hay elaboración fílmica: puro testimonio, como se ha dicho, contundente, desgarrador, difícil de asimilar, pero imprescindible para conocer hechos que no deben quedar impunes ni mucho menos permanecer tan solo en el conocimiento de pocos.

Una cámara fija, focalización frontal a los entrevistados (aun el movimiento del auto-escenario en Las nubes es casi estático) son el único recurso, prescindiendo de música u otro sonido que la propia voz, reveladora, de los personajes. Pero ello basta para convertir ambos textos cinematográficos en imprescindibles, destinados a revelar (y combatir) el crimen en tantos sitios de un México tan hermoso como violento.  

Desiguales en sus alcances, pero siempre reveladores de la realidad latinoamericana en el minuto actual, más allá de las especificidades locales, los filmes de este festival nos permitieron esa visión intensa y extensa de nuestra franja sociogeográfica.