The Matrix y la matriz de las mentiras

Mauricio Escuela
5/3/2019

Vivimos en la política de la post-verdad: Una cultura política en la que la política
(opinión pública y narrativas de los medios de comunicación)
se ha vuelto casi totalmente desconectada de la política (sustancia de la legislación).

David Roberts
 

La era de la postverdad, esta que estamos viviendo, parece demostrar la falencia del “fin de las ideologías y de la Historia”, planteado por los académicos neoconservadores en el siglo pasado; ya que por un lado esa postverdad existe gracias a la ideología y afecta en primer lugar la construcción del sentido de la Historia. Si importara poco qué posturas se tiene ante el poder fáctico, no existieran departamentos de comunicación listos para la lucha partisana en las redes sociales, en la imposición de una postverdad.

 El Brexit implicó la renuncia de David Cameron como Primer Ministro y una crisis
de gobernabilidad inmediata. Fotos: Internet

 

El Diccionario Oxford en inglés definió el 2016 como el año de las fake news y acuñó el término postverdad como un vocablo de peso en la política cotidiana. Y es que las elecciones en el Reino Unido, donde triunfó el Brexit (salida de la Unión Europea), pasaron a los tiempos como el triunfo de la postverdad. El alcalde de Londres, Boris Johnson, mintió desaforadamente y, un día después de las elecciones, reconoció que todo había sido un bluf y que los beneficios de la salida, distaban de lo planteado en campaña.

Fue quizás el primer golpe de Estado en la historia de una de las democracias más estables y antiguas del mundo, ya que el Brexit implicó la renuncia de David Cameron como Primer Ministro y una crisis de gobernabilidad inmediata. A las élites, se sabe, no les interesa otra idea más allá del mercado, por lo que incluso la noción de Estado Nacional es un puntal ideológico, que pondrán en el candelero si lo necesitan. No obstante, en la postverdad construida en campaña se apeló, sobre todo, al sentimiento nacionalista británico, al temor hacia Alemania como potencia agresora y al mito de “Europa nos roba” sin que se haya utilizado ni una sola cifra real al respecto.

La condición sine qua non de la postverdad es la crisis entre las audiencias, el periodismo y la sociedad civil. De manera que el agrego de capas de ruido en una comunicación cada vez más descentralizada y horizontal, genera la tendencia hacia verdades emotivas, verosímiles, ideológicas (de grupo, país, partido, o conglomerado de empresas, etc.). Dichas capas serían las campañas de mentiras, producidas de forma muy barata por los centros de opinión, los cuales manejan el Big Data, o sea, los metadatos acerca de qué emociones y deseos mueven a los votantes. Esto último se les compra a las corporativas de las redes sociales, a cambio de cifras multimillonarias.

Esta era de la postverdad ha puesto, pues, en jaque toda credibilidad, al punto de que cuando hablaba con unos amigos canadienses acerca del tema, ellos me decían que el periodismo estaba muy cerca de la ficción de The Matrix, pues en sus países ellos prefieren enterarse por boca de sus amigos, que leyendo los medios o las redes sociales. En ese sentido, la Historia es más una ideología en construcción.

Los defensores del nuevo ecosistema informacional, donde el que antes era destinatario ahora funciona como un nodo de producción y elaboración, arguyen que los algoritmos matemáticos son imparciales, simples robots, que tienden a privilegiar aquello que la democracia del clic privilegia. Pero quienes conocen de programación, saben que dicha escritura no carece de partidos, ya que traen intrínseco el mecanismo de posicionamiento global mediante el pago, sin que importe si el contenido es real o no.

Facebook y Twitter tienen apariencia de juguetes que todo lo dan gratis, pero para lograr un impacto de liderazgo en dichas redes se sabe que media el pago previo a los que manejan las cámaras de resonancia y las burbujas informativas. Lo que parece un liberalismo pleno, no es más que un feudalismo, donde un grupito de señores ocultos lo tienen todo, incluyendo la información que dejamos como trazas en nuestros perfiles y que deviene en mercancía de privilegio e insumo de la postverdad.

Para lograr un impacto de liderazgo en Facebook y Twitter, media el pago previo.
 

Y es que las campañas de postverdad necesitan un “marco” desde donde partir, un estudio de la percepción de los públicos, el diseño de los miedos y deseos que los caracterizan. Se busca que el electorado diga: “Este candidato me lee la mente cuando habla”. La empatía, a partir de la comunión de un subconsciente colectivo, cuesta mucho dinero, ya que se busca un nivel de exactitud bien concreto con respecto a tales marcos. La percepción, que no la verdad, guio a los votantes británicos por el Brexit. Según el alcalde de la city, el Reino Unido sería invadido por 78 millones de turcos, cuando la bandera de la media luna se uniera a las estrellas de la Unión Europea.

Islamofobia y germanofobia, a partir de marcos históricos e ideológicos con vigencia en las masas, esas fueron las cartas de triunfo del Brexit. Ni Turquía es una potencia con la capacidad de enviar ese número de invasores, ni Alemania está en condiciones del inicio de otra guerra europea, porque de hecho tiene muy vulnerada su soberanía. Pero las cifras reales vinieron luego del Brexit, con el facts cheking (análisis de datos), una metodología que desde la ciencia se propone darle fin a la postverdad, pero que tiene la falencia de no ser atractiva emotivamente, y costar mucho dinero. Ya para entonces, la incertidumbre no ha dejado de cernirse sobre Londres.

La unión entre ideología e informática es hoy el tándem de cualquier postverdad; tanto el algoritmo de las redes sociales, como el Big Data, favorecen la crisis de los medios y del profesional de la comunicación. Una visión empresarial y egoísta ha empujado fuera a no pocos periodistas comprometidos.

El Diccionario Oxford en inglés definió el 2016 como el año de las fake news.
 

Quizás la ideología que dicen los Neocon que ha muerto es aquella que ellos no pueden comprar, la de las convicciones, la que escapa al chantaje, porque es claro (y ellos mismos lo saben) que están vivas todas las ideas históricas del individuo concreto. A ese marco, que los candidatos tratan como una prostituta, se debe dirigir el periodismo serio en busca de una verdad basada en hechos, no en miedos y deseos.

Esta era de la postverdad no solo vulnera al periodismo, sino a la ciudadanía y sus derechos, y busca dejarla desprovista de leyes que la humanidad conquistó a lo largo de la edad moderna. El retroceso evidente, hacia un esquema parecido a la novela 1984 de George Orwell, nos exige la ideología del “nopensar”.

Fue ese mismo autor, socialista por demás, quien definió una máxima profesional que se entierra en millones de bits vendidos entre una corporación y otra: “El periodismo es publicar aquello que otros no quieren que publiques, lo demás son relaciones públicas”. La reducción del cuarto poder se corresponde con el monopolio del resto de los poderes políticos, en una sociedad donde las verdades a medias, verosímiles, definen la permanencia de problemáticas bien concretas.

Es un régimen que no se permitirá nunca que la ciudadanía se salga del guion (postverdad) donde se le encierra como al siervo de la gleba medieval, para que no vea ni analice más allá de las torres del castillo. Se trata, a fin de cuentas, de una feroz dictadura de conciencias que actúa desde lo oculto, un proceso a lo Kafka, donde estamos condenados de antemano y sin derecho a la apelación, ni al conocimiento de causas.

En manos corporativas, el periodismo se convierte en publicar la postverdad que otros quieren leer, el placebo que mantiene adormecido al ciudadano, la inyección letal que lenta, pero efectiva, nos deja sin un horizonte histórico.

A eso, a la muerte de la Historia, siguen apostando esos laboratorios, a una Matrix y una matriz de opinión, a una realidad paralela y feudal, a una nada.