Tiempo e historia en El pan dormido

Olga García Yero
2/9/2016

A más de 30 años de su aparición, El pan dormido, de José Soler Puig, perdura en la historia de la literatura insular como una de sus obras medulares. El autor, en sus tres novelas anteriores, ya había colocado la historia como epicentro argumental. Con El pan dormido logra captar no solo un determinado ambiente familiar, sino también la esencia lacerante y compleja de una de las épocas pretéritas más polémicas de la Isla: la dictadura de Gerardo Machado.

Todavía hoy está por llevarse a cabo un balance orgánico y suficiente de la producción literaria inspirada en esos primeros 30 años de la república. Los estudios existentes hasta el momento no llegan a una valoración coherente de la época y, en algunos casos, no rebasan ciertas posturas esquemáticas de la misma. Una crítica sobre aquellos años señala que la Revolución del 30 no tuvo una novela revolucionaria, sino que creó una “literatura de derrotados” [1]. Tal afirmación en sí misma es extrema, en la medida que pasa por alto que pocas veces, en medio de las grandes colisiones históricas, se produce no ya una gran literatura que recoja los hechos, sino tampoco las mejores valoraciones críticas sobre esos acontecimientos. El periodista Félix Soloni, al presentar el libro de su contemporáneo Roberto Pérez Acevedo, La ráfaga, afirmaba:

¿Fue ese período de nuestra historia una ráfaga de locura? ¿O, acaso, una ráfaga de ametralladora que quiso borrar un estado social en decadencia? Estamos aún muy cerca de los acontecimientos para poderlos juzgar con perspectiva justa, imparcial y exacta. Ese es otro acierto de la obra de Roberto Pérez Acevedo. No traza conclusiones, no juzga: se limita a exponer, a dejar constancia, a reportar [2].

Sí se produjo una narrativa que tocó la problemática de ese periodo por autores de tan diverso calibre como Ofelia Rodríguez Acosta, Alejo Carpentier, Lino Novás Calvo, Graciela Garbalosa y hasta el venezolano Rómulo Gallegos con su novela Una brizna de paja en el viento. No obstante fue necesario esperar hasta 1975 para que, con la aparición de El pan dormido, de José Soler Puig, apareciese la novela que expresara con auténtica calidad histórica y artística una de las más importantes calas sobre aquellos años de asfixia machadista.

Un breve acercamiento a la estructura de esta novela revela que su tiempo narrativo se sitúa en función de una modelación muy particular, que en su primera parte se presenta concentrado en un tiempo que está cerrado a la historia y densamente focalizado en la casa, la panadería y el patio en cuanto a lo que los espacios se refiere. En el tiempo del delirio febril, en el cual se alegoriza en una especie de agónico carnaval, se proyecta un verdadero tiempo mítico, que se organiza en una serie de diversos momentos intertextuales con el Génesis y el Apocalipsis bíblicos. Es a partir del fin de este tiempo mitificado que comienza a abrirse la novela hacia un tiempo histórico real, apertura que se subraya enfáticamente en la segunda parte del texto, la cual ocupa desde el final del episodio de la fiebre y del propio interludio hasta el desenlace. Es en esta segunda parte del libro donde la trama asume con mayor diafanidad el fluir histórico real de los últimos días de la dictadura de Gerardo Machado. Por la orgánica calidad artística de la construcción de ese momento histórico, al que no pretende reflejar en los términos programáticos y argumentales de una novela histórica, sino que lo emplea como contextualización viviente de la trama, El pan dormido resulta ser un texto refinado que revive con plenitud estética los últimos tiempos del gobierno del tirano Machado.

Esa cercanía de El pan dormido a ciertos perfiles de la novela histórica —subgénero al cual, sin embargo, no pertenece— obliga a recordar que la novela histórica no resulta una excavación en el pasado, sino que es algo de mayor alcance, pues tiene que mirar, a la vez, al pasado y al presente, e incluso, al futuro, en la medida en que, por una parte, debe atender a determinados elementos, tanto de epidermis como de entraña, de la época pretérita en que se desarrolla básicamente la acción; pero, por otra, debe organizarse internamente sobre la base de los códigos, símbolos, orientaciones temáticas, etc., que no solo permitan, sino que estimulen una participación del presente como instancia cultural a la cual, en primer término, pertenece el receptor potencial de la novela. Esta confluencia de planos temporales hace de la novela histórica un texto artístico de marcado polisemantismo.

El pan dormido se proyecta —y esa es su fundamental concordancia con la novela histórica como tipo— en dos direcciones temporales: el pasado que se rescata, el presente desde el cual se valora. La primera sección de la fiebre se organiza como una narración que hace Tita a Tintoré sobre la historia familiar de los Perdomo y los Portuondo. Mas El pan… no se limita a configurar un cuadro de familia, sino que extrae de ese asunto casi banal, un impulso hacia niveles mucho más complejos. De lo ordinario de la narración de Tita a Tintoré, en que irrumpe poco a poco lo histórico —al menos al nivel de la familia—, se pasa, so pretexto de la enfermedad, a una visión de la familia pequeño-burguesa cubana, marcada por profundos rasgos grotescos, que es resaltada por la coloración mítico-onírica de la narración. El interludio es, sobre todo, una enunciación de un hecho y de una actitud; lo que reste del tiempo novelístico consistirá en la apertura hacia otra dimensión, en la cual se tanteará por el personaje-narrador, una reconfiguración de su herencia, un recomienzo en el cual se producirá, implícitamente, un examen del entorno en busca de una identidad social. Por eso el delirio se cierra con una referencia directa al ídolo caído: Felipe Perdomo, el tío que había sido convertido por los muchachos en una suerte de paradigma de conducta y, por tanto, totalmente opuesto a la figura cobarde y endeble de carácter del padre.

Desnudo y lleno de tierra, con la piel de siglos dura como el cuero, el cachito de taparrabos colgando y los brazos levantados, casi tocando el techo, el Perdomo que hizo a Dios movía despacito la cabeza diciendo:

—Yo hice a Dios. Yo hice a Dios. Yo hice a Dios.

Y lo decía muy bajito, como si le diera pena haber hecho lo que hizo. Y, diciendo: “Yo hice a Dios”, el primero de los Perdomo tenía la misma cara que puso Felipe cuando salió del excusado, luego de haberle dicho a el Haitiano que se había estado mirando en el espejo del fondo del excusado [3].

La novela fluye en esa segunda parte sin declaraciones estridentes, sin ninguna de las tan manidas y lamentables concientizaciones bruscas y maniqueas que han anulado tanto prometedor intento narrativo en otros autores. Tal cuestión tiene mucho que ver, una vez más, con la organización del tiempo narrativo. La apertura hacia la historia va produciéndose de manera gradual, en la medida en que se ordena y reordena, interminablemente, el fluir de los recuerdos de una manera especialísima. Los Perdomo, al salir del delirio, entran en su antiguo espacio, pero se han producido en él transformaciones esenciales, en particular, en sus personajes. Esta supresión está condicionada por los imperativos histórico-sociales del momento que ahora son abiertamente referidos. Arturo Perdomo se asocia a Macías, otro tipo de pequeño-burgués cubano, pero sin la gracia y simpatía acanallada de Felipe Perdomo. En este nuevo personaje, revelación fría del pequeño-burgués desprovisto de todo ribete de humanidad, se encara literaria y sociológicamente la esencia de la tiranía de Gerardo Machado.

El tiempo de esta segunda parte es ante todo un tiempo interrumpido, discontinuo, cortado cinematográficamente con la insinuación simbólica de una puerta abierta a la cuartería, es decir, al espacio más humilde, al universo paupérrimo de los desposeídos en Cuba. El tiempo de vivir está magistralmente trabajado por el autor en este texto. Es un tiempo que no es dinámico, sino que es un tiempo de la disolución. Así, brutalmente, lo señala en su novela: “Las cosas se están derritiendo y nadie se da cuenta porque todo lo que se derrite mantiene la apariencia, que la apariencia es la cáscara de las cosas y las cosas son los hombres y los animales y los muebles y los aparatos y todo lo que hay en el cielo y en la tierra y en el mar. Vivir es derretirse” [4].

De este pasaje de intensa poetización se concluye que el novelista no ha pretendido meramente captar a un personaje, lo que prima a lo largo de su novela es el proceso del tiempo histórico, tiempo que sustenta al hombre y su mundo. Esa espléndida estructura temporal constata el flujo de evaluación y devaluación de principios éticos, sociológicos, psicosociales, etc., presentados en su ritmo incontenible y en su médula más dinámica, imprevisible y aun, por momentos, involuntaria: la memoria. De aquí resulta que El pan dormido se presenta como una singular novela del tiempo histórico- biográfico, que no había tenido ningún antecedente en la literatura cubana hasta ese momento. Esa es una de las bases de su esencial permanencia que devela, una vez más, la altura indiscutible de ese novelista que es José Soler Puig.

Notas:
1. Cfr: María Rosa Alfonso: “Novela y revolución de 1930”, en: Islas, no. 59, enero-abril de 1978, p. 61.
2. Félix Soloni: “Prólogo” a: Roberto Pérez Acevedo, La ráfaga, Talleres del periódico El País, La Habana, 1939, p. 11.
3. José Soler Puig: El pan dormido, Ed. Huracán, La Habana, 1977, p. 315.
4. Ibíd, p. 485.