Títeres son poesía, la clave inconclusa

Rubén Darío Salazar
18/11/2016

Hay en el valioso repertorio de títeres para adultos, acumulado por el Teatro Nacional de Guiñol entre los dorados años 60 y principios de los convulsos 70, un título que ha pasado subrepticio entre los textos de autores conocidos que van desde Zorrilla a Valle Inclán, de Giradoux a Jarry, y de  Butler Yeats a Maiakovski, por solo mencionar algunos. Me refiero a Títeres son poesía, un Intermedio Bufo para los días de fiesta, género con que lo bautizó el dramaturgo, director artístico, diseñador y actor titiritero Pepe Carril, la tercera pata de la mesa  de oro completada por los hermanos Pepe y Carucha Camejo.


Foto: Cortesía del autor

Estrenada el 27 de julio de 1970, casi en el preámbulo de la llamada “Parametración” —que se desata definitivamente a partir de 1971 y  que ha sido profundamente analizada en varias publicaciones de nuestro país—, el espectáculo está dedicado a la memoria del gran Benny Moré, que cantó el son con voz de pueblo, y al caricaturista cardenense Conrado W. Massaguer, connotado artista que dibujó los rostros de Cuba y fue gentil amigo de los titiriteros. 

Esta puesta en escena, erigida en tributo a lo más raigal de nuestro teatro, entronca con los anteriores proyectos escénicos de Carril, ya sea su original versión para retablo, en 1963, del cuento tradicional “La margarita blanca”, recogido por Ruth Robes y Herminio Almendros, musicalizada a golpe de órgano manzanillero; su adaptación fresca y lúdica, en 1964, de los cuentos negros recogidos por Lydia Cabrera, bajo el nombre sonoro de Chicherekú; o Shangó de Ima, Misterio Yoruba de 1966, con texto y puesta en escena de su autoría, que ha marcado con fuego todo lo referente a la titerería y la cultura afrocubana. 

Por vez primera, de manera profesional, aparecen en el teatro de títeres cubano los personajes de la Mulata, el Negrito y el Gallego, junto a otros entes típicos nacionales como el Paluchero, las Vecinas, Rumberas y Soneras, los cuales arman el merecido homenaje desde lo festivo a esos “Diálogos” de antaño, con raíces en la vida humana, que en nuestra tierra poseen esa mezcla de la gracia española y el calor africano. Los muñecos de Pepe Camejo, y los vestuarios y escenografía de Ernesto Briel, refrendaban la mencionada mixtura.

¿Se imaginan a nuestra Xiomara Palacio (que compartía el papel con Rita Limonta) en el personaje de Lola, la mulata, o a Ernesto Briel haciendo Timba, el negrito, que igualmente doblaba el inolvidable Mayito González? ¿Qué me dicen de Armando Morales o Perucho Camejo, ambos vitales y esperpénticos, asumiendo a Federico, el gallego?

Pues de eso iba Títeres son poesía, que plasmaba las inquietudes de nuestros personajes vernáculos dialogando de forma criolla, como se hizo durante mucho tiempo en el circo y las verbenas populares, entre bullicios y pícaras alegrías. En forma de cuartetas o de décimas, rimadas libremente por los actores en la representación, se planteaban las situaciones más procaces y divertidas. Así, del mundo circense a las ferias y plazas, llegamos al teatro, espacio donde el propio Carril en sus notas al programa del montaje, reconoce a Francisco Covarrubias como uno de los pioneros en acriollar a los personajes tradicionales del sainete español, dando oportunidades al Negrito, el Gallego y la Mulata, de iniciar la mejor etapa del teatro bufo cubano.

El espectáculo recogía las experiencias personales de Carril —que además de artista neto fue también un investigador acucioso— con los titiriteros ambulantes y sus obras sabichosas, llenas de trucos efectivos, de encanto sobreabundante. El lenguaje de adultos, la sensualidad y la violencia de los cachiporrazos propinados entre unos y otros, intercambiaban galas con la música ejecutada en vivo a base de rumbas y sones, arrancados a las maracas, el bongó y el tres, para disipar la “dureza” del verbo, como de seguro, entre cantos y bailes, lo hicieron los titiriteros populares andaluces que animaban a Don Cristóbal y Doña Rosita, primos hermanos de nuestros bufos por herencia y encuentros nada casuales. 

De esta poesía titiritera, metáfora viva y colorida de lo que somos los cubanos, apenas quedaron fotos, recuerdos y el rescate que aplaudí a los maestros Xiomara Palacio y Armando Morales, cuando en los años 90 estrenaron Suite concertante para dos titiriteros, un recorrido de música, teatro y folklor donde aparecían, una vez más, Lola, la mulata; Timba, el negrito, y Federico, el gallego, para descifrar, de alguna manera, esa clave inconclusa de nuestro teatro de títeres para adultos. 

Fuimos privilegiados los que pudimos verlos juntos por última vez, en el mítico escenario del Teatro Nacional de Guiñol, en 2012 [1], interpretando a pura memoria, frágil y palpitante, aquellas escenas del poco conocido espectáculo Títeres son poesía, que casi marca el anuncio del fin de un tiempo prodigioso, que puede y tendría que regresar. Hay mucho que recuperar y aprender de lo mejor de nuestro patrimonio titiritero. La obra de los Camejo y Carril, sea para adultos o para niños, continúa siendo enigma, secreto y silencio. No debiera ser, por el bien de los títeres y de su poesía infinita. 

Nota:
1. La unión en escena de estos maestros se produjo a petición mía, con motivo del acto cultural de presentación, el 12 de noviembre, del libro Mito, verdad y retablo: el Guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril, de Rubén Darío Salazar y Norge Espinosa, Premio de Teatrología Rine Leal 2010, de Tablas Alarcos, impreso por las Ediciones Unión.