Todo vale

Laidi Fernández de Juan
28/11/2017

Desde hace muchos años, la principal causa de la emigración cubana es económica. Debemos afrontarlo: muchos de nuestros jóvenes migran buscando bienestar financiero y recompensa por su trabajo. Hay que reconocerles la franqueza. Acabo de leer un artículo llamado Los que se van, que aborda este asunto, y no quiero escarbar en lo mismo, sino solo señalar un aspecto que me resulta interesante: La juvenilia no intenta refugiarse tras argumentos que sí emplean muchos adultos, lo cual se debe a distintas causas, que cada persona asume de la mejor manera posible.


“Quiero disfrutar de mis nietos y morir junto a mis hijos”. Foto: Internet

 

Lo cierto es que escuchamos razones (que no pedimos: cada quien tiene el derecho de aposentarse donde mejor crea o pueda) de la más variada índole. Las llamadas “personas mayores” que deciden irse de Cuba actualmente, aducen a sus amistades toda clase de motivos, el más común es, lógicamente, la necesidad espiritual de vivir junto a sus familias, cuyos miembros más jóvenes ni siquiera conocen. “Quiero disfrutar de mis nietos y morir junto a mis hijos”, me han dicho unas cuantas amigas, ya en edad de abuelez. Otros colegas, en la fiesta de despedida, balbucean frases nacidas de esa rara solicitud de perdón que es tan nuestra: “Trata de entender, extraño mucho a mi hermano”, o sino “es más barato que yo me vaya, a seguir en el desgaste de visitarnos año tras año”.

En los momentos en que redacto estas líneas se han interrumpido los visados por parte de la embajada norteamericana en Cuba, con lo cual, esta estampa quedará obsoleta apenas nacida, algo así como un neonato “añejo” pero, a pesar del estupor, del malestar y de la irritación que tales medidas despiertan en la familia cubana, el anhelo por vernos tiene la fuerza de un empeño que, al parecer, las autoridades migratorias ignoran. O no, y se persigue un daño cuyas dimensiones han sido calculadas con macabra eficacia.

A lo que vamos: es preferible la franqueza al disfraz, la honestidad a la pueril explicación que, además, no se pide ni se espera. Nosotros, los que permanecemos de este lado del mundo, no sentimos urgencia en explicar las razones que nos compulsan a quedarnos. Está más que demostrado que nadie convence al prójimo: las emociones, los compromisos, las esperanzas, y, sobre todo, las elecciones personales, son tan inexplicables como intransferibles. Decía que mientras los jóvenes son abiertos, los migrantes de mi generación dicen frases que seguramente a ellos mismos les causaría gracia escuchar, si no fuera por el hondo dramatismo del momento, porque es innegable la pesadumbre que causa alejarse del sitio de la infancia. Algunos ejemplos de esas expresiones que he escuchado, son: “Echo de menos el aceite de oliva”; “me cansé de buscar puré de tomate por todas las tiendas”; “la pasta dental de aquí me provoca náuseas” y “no encuentro zapatos de la talla de mis pies”.

El más hilarante comentario, sin embargo, se lo escuché a una amiga, quien me pidió acompañarla durante las pocas horas que le quedaban en Cuba, antes de irse definitivamente. Ambas tratábamos de disimular la intensidad del momento. Conversamos del clima, de los estragos del huracán Irma, de nuestros dulces tradicionales, de lo mucho que han crecido los hijos, y de la conveniencia de usar ropa interior de algodón. Paseábamos por La Habana con el placer que provoca caminar por aceras que si bien están muy estropeadas, resguardan secretos de niñeces compartidas, como testigos mudos de un tiempo que no volverá, haya sido feliz o no. En esas estábamos, cuando un conocido de ambas se nos acercó, para comentar que no encuentra papel sanitario por ningún lado. “Ya aparecerá, no cojas lucha”, le dije, y mi amiga y yo seguimos en la suerte de despedida tras bambalinas que ambas ejecutábamos.

—“¿Te das cuenta?” me dijo ella de pronto, cuando cruzábamos Calzada.

—“Darme cuenta… ¿de qué?” pregunté.

—“De que me tengo que ir. Si alguna duda me quedaba, acabo de encontrar la respuesta” dijo ella.

—“No te entiendo, de verdad, ¿qué tratas de decirme?”

—“Chica, ¿no oíste a Mengano? ¡NO HAY PAPEL SANITARIO!”

—“Sí, lo oí, claro que sí, pero… ¿y eso qué?”

—“No te hagas la boba”, añadió. “Tú sabes que no se puede vivir en un país que no tiene papel higiénico. Yo, me voy”.

Ante tal reflexión, opté por callar. No supe si llorar, si reírme, o si añadir al listado de carencias encabezado por el papel sanitario, otros muchos artículos como los petit pois, la mostaza, el cátsup, las dipironas, el mentolán, la loción de calamina, el queso crema, las lociones hidratantes y las colchas de trapear.

Definitivamente cualquier motivo vale, para decirlo en plata, a la hora de argumentar lo que ya se ha decidido con antelación. No obstante, lo que sí de veras resulta inadmisible es la negativa a la posibilidad de que la familia cubana, escindida, y añorante, tenga que soportar la zozobra de no saber cuándo, cómo, ni dónde podrá volver a abrazarse. Cuando de voluntades, rabietas y caprichos ajenos se trata, no es justo tan separados vivir.