Una vigorosa sentencia del pensador alemán Walter Benjamín: “Todo documento de cultura es también un documento de barbarie”, inaugura el volumen titulado Tribulaciones de España en América, de la investigadora y crítica literaria Zaida Capote Cruz. Ganador del prestigioso Premio de Ensayo Alejo Carpentier en 2020, el texto de Capote es una invitación, inteligente y sagaz, a revisitar algunos tópicos sobre la problemática relación histórica y cultural de España con sus antiguos territorios americanos, y de manera específica con Cuba. En la introducción a los tres ensayos que componen el libro, aparece la siguiente meditación:

La profunda huella de la conquista y la colonización pervive en prácticas culturales y de vida solo explicables por vínculos históricos profundos. Lazos económicos, culturales e incluso familiares actualizan cada tanto nuestra relación con la antigua metrópoli. Las tres excursiones al pasado que se juntan aquí, una más regocijante que las otras, abren espacios de autoconocimiento no solo histórico, sino incluso psicosocial. ¿Qué heredamos? ¿Por qué somos como somos? ¿Cómo juzgar el derecho a la voz? ¿Quién y cómo ha contado nuestra historia?

“un enfrentamiento entre una cultura escrituraria y poderosa y otra(s) cultura(s) predominantemente oral(es) y marginada(s)”.

Detrás de esta pesquisa intelectual, subyace una angustia hermenéutica: “la disputa por la hegemonía de la voz narradora”, o, dicho con otras palabras, la posición de poder que adquiere quien detenta el privilegio de los discursos sobre el pasado. Contar la historia, lo sabemos desde hace muchos siglos, ha sido una prerrogativa de los vencedores y los poderosos.

El primer apartado del libro se titula “El continente navegante”, una metáfora marinera que nos regresa al momento inicial de la conquista y colonización de América. La invasión europea de los vastos territorios al oeste del Océano Atlántico fue una gran aventura militar, de sometimiento y despojo de los múltiples Estados y pueblos que fueron conquistados y colonizados, con la consiguiente catástrofe demográfica, mayor en las islas del Caribe que en otras zonas continentales. Pero también representó mestizajes más o menos intensos, desplazamientos humanos forzados, simbiosis culturales, sincretismos religiosos, y se verifica lo que la autora llama: “un enfrentamiento entre una cultura escrituraria y poderosa y otra(s) cultura(s) predominantemente oral(es) y marginada(s)”. Los subliminales y muchas veces contradictorios procesos de estas intrincadas transculturaciones, al decir de don Fernando Ortiz, han dado como resultado un ser latinoamericano inestable y heterogéneo en sus señas de identidad.

El ensayo de Zaida Capote se adentra, con amplio dominio bibliográfico y sugestivos análisis narrativos, en el caleidoscópico acontecer de la historia cultural latinoamericana, y recorre los diferentes paradigmas que han marcado este devenir, desde la discusión decimonónica sobre civilización y barbarie, de signo positivista, hasta sus rectificaciones y relecturas en el pensamiento americanista de Martí, arielista de Rodó o descolonizador de pensadores contemporáneos como Roberto Fernández Retamar y Darcy Ribeiro. En esa tesitura interpretativa, Zaida postula una certeza analítica: “La historia de la literatura hispanoamericana podría leerse como un gran campo de batalla cultural (pensemos en el indigenismo o la novela de la tierra). En esa constante revisión de nuestra identidad, la historia visita a menudo la ficción, incluso en libros cuyo argumento no muestra vínculos explícitos con el pasado latinoamericano, como la Rayuela de Cortázar”.

Lo anterior es el punto de partida para el estudio de varias novelas latinoamericanas, cuyo fin explícito es ejercitar un cuestionamiento y una revisión crítica de los saberes canónicos, como los de la historiografía y las crónicas de la conquista de América. Estas novelas son El arpa y la sombra, de Alejo Carpentier (1979); Los perros del paraíso (1983), de Abel Posse; Maluco; la novela de los conquistadores (1989), de Napoleón Baccino Ponce de León; La huella del conejo (1990), de Julián Meza; Esta maldita lujuria (1991), de Antonio Elio Brailovsky y Vigilia del Almirante (1992), de Augusto Roa Bastos. Cada una de estas metaficciones históricas reescribe, cuestiona, contradice, parodia o ironiza el hecho de la conquista.

Citaré aquí solamente, a modo de ejemplo, algunos de los juicios de la autora en torno a El arpa y la sombra de Carpentier, que encuentra en estas páginas “otra vuelta de tuerca” al discurso de ficción que interroga al personaje de Colón desde una perspectiva desacralizadora y carnavalesca. Una arquitectura teatral y barroca, tan cara a la estética carpenteriana, soporta la trama de esta deliciosa novela, donde nada es lo que parece. En palabras de Zaida: “Carpentier sugiere una duda mayúscula, que trasciende incluso lo referido a la historia americana: ¿existe una verdad histórica?, ¿no es la historia otro relato de ficción?, ¿quién sabe la verdad?”.

“Con un desprecio evidente de la historiografía oficial —de la cual se sirve ampliamente, sin embargo— el discurso novelesco sobre la conquista de América constituye el espacio posible de la pregunta sobre nuestra identidad. La traslación de un discurso conclusivo sobre el continente, con el paso de la historia a la ficción y la equiparación entre Europa y América, será fundamental”.

Análogas coordenadas transgresoras, inquisidoras de las verdades oficiales, regresan en la obra de Baccino Ponce de León, cuyo protagonista es un bufón destinado a la expedición de Fernando de Magallanes, personaje de clara filiación picaresca, pero también cervantina y shakespereana; y en Los perros del paraíso, del uruguayo Abel Posse, quien dialoga con la novela de Carpentier desde la parodia de las visiones teológicas, medievales y renacentistas, sobre el infierno y el paraíso; de igual modo, la fábula de Posse propone atrevidas lecturas de la historia como un palimpsesto, repleto de intertextualidades delirantes y conjeturas contrafácticas; similares indagaciones nos revelan las novelas de Meza, Brailovski y Roa Bastos, insertadas dentro de un ciclo narrativo sincrónico, interrogador de los relatos hegemónicos sobre la conquista y colonización europea de América, y que no por casualidad precede y continúa después de las conmemoraciones oficiales sobre el V Centenario, en 1992. En resumen, apunta Zaida: “Con un desprecio evidente de la historiografía oficial —de la cual se sirve ampliamente, sin embargo— el discurso novelesco sobre la conquista de América constituye el espacio posible de la pregunta sobre nuestra identidad. La traslación de un discurso conclusivo sobre el continente, con el paso de la historia a la ficción y la equiparación entre Europa y América, será fundamental”.

El segundo apartado lleva por título “Políticas de una práctica cultural”, y toma como asunto el análisis del texto costumbrista Los cubanos pintados por sí mismos, aparecido en La Habana en 1852. Dicho volumen ilustrado le sirve a Zaida para reflexionar sobre las problemáticas relaciones entre autores cubanos y editores españoles en el seno de la sociedad colonial, en cuyo trasfondo se debatían cuestiones tan perentorias como la expresión auténtica de la identidad criolla, la mercantilización de la escritura o el pago de derechos de autor. En tal dirección, la autora presume que:

Los cubanos pintados por sí mismos, cuyos redactores fueron sobre todo gente del teatro y la prensa, folletinistas y aficionados, pudo haber sido una iniciativa puramente comercial. A pesar de su título, su móvil fundamental no parece ser la exaltación de cierta emergente singularidad nacional, sino una operación lucrativa sin el rigor demandado por un género que, con todo y sus carencias, contribuyó al surgimiento de las ciencias sociales.

Se trataba en realidad de un volumen costoso, con ilustraciones y grabados de los españoles Víctor Patricio Landaluze y José Robles, que prescindía de los más conspicuos autores costumbristas criollos como Anselmo Suárez y Romero, Cirilo Villaverde y Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño. Estos dos últimos no podían tener cabida en este volumen por su condición de expatriados y connotados anexionistas. En cambio, los redactores del texto, muchos de ellos de origen español, utilizaron varios seudónimos, indicativos quizás de que bajo ese disfraz autoral se ocultaban personajes poco conocidos dentro de la república de las letras. Aquí, la ensayista recurre con amplitud al repertorio biográfico de Francisco Calcagno, para identificar a estos conjeturales escritores costumbristas.

“Carpentier sugiere una duda mayúscula, que trasciende incluso lo referido a la historia americana: ¿existe una verdad histórica?, ¿no es la historia otro relato de ficción?, ¿quién sabe la verdad?”.

Sin embargo, la mayor prevención de algunos contemporáneos sobre estos perfiles del ser cubano, significativamente en el caso del joven poeta y prolífico periodista Ildefonso Estrada y Zenea, descansaba en que se trataba de retratos infieles o distorsionados de los caracteres representados, en ocasiones asediados por un intencionado mal gusto estético. Un ejemplo notorio de lo anterior sería la perversión de la imagen del tabaquero, un epitome de la laboriosidad del trabajador manual urbano, que aparece pintado de una manera extática y se le atribuyen afición al juego y la bebida.

Una ausencia notable en este prontuario es la muy numerosa población negra y mestiza, libre o esclavizada, pues, en efecto: “Ningún tipo representa al esclavo, al cimarrón y ni siquiera al gran héroe del esclavismo colonial, el rancheador”, objeto este último de varias ficciones literarias. Sobre este sensible tema, nos dice la autora: “En Los cubanos… los negros apenas asoman, aunque se mencionen las esquifaciones y otras realidades como de paso; casi no están en los textos, y mucho menos en las ilustraciones. Tal es la gran carencia de un libro que, queriendo pintar Cuba y a sus habitantes, obvió el gran tema de aquel siglo: la esclavitud”. Lo anterior es sumamente notorio, no solamente en lo que atañe a su presencia constante en la cotidianidad de la vida doméstica urbana y en las plantaciones de café y azúcar, sino en el hecho de que uno de los ilustradores de la serie, el vasco Víctor Patricio de Landaluze, será luego un asiduo pintor de estampas e iconografías etnográficas de los negros de Cuba.

A lo largo del ensayo, Zaida se detiene en el estudio sintético de los textos costumbristas en relación con sus representaciones gráficas, lo que revela en la mayoría de los casos una perspectiva ingrata y una mirada parcial de sus personajes masculinos y femeninos, generalmente defectuosos física y moralmente, como sucede con el amante de ventana, la coqueta, el lechero, la casamentera, la suegra, el acreedor refaccionista, la vieja verde, el vividor o guagüero, la solterona, el picapleitos o murciélago forense, el calambuco, la comadre, el gurrupié, la vieja curandera, el gallero, el poetastro, el mataperros y otros tipos más o menos pintorescos, graciosos, pícaros o divertidos. En las palabras finales de este placentero ensayo, Zaida sentencia con justicia que: “Los cubanos pintados por sí mismos, a pesar de lo que su título parecía sugerir, nunca consiguió expresar en imágenes o voces el retrato que hubieran pintado sus hijos en libertad de estilo y pensamiento”.

Los cubanos pintados por sí mismos, a pesar de lo que su título parecía sugerir, nunca consiguió expresar en imágenes o voces el retrato que hubieran pintado sus hijos en libertad de estilo y pensamiento”.

La última sección del volumen lleva el rótulo “Memorias de una herida”, y se introduce en una de las épocas más pavorosas de la historia colonial cubana: la política genocida de Reconcentración de Valeriano Weyler, entre 1896 y 1897, ejecutada para quitarle a los mambises sus bases de sustentación en los campos. Este evento ha tenido sucesivos acercamientos en la historiografía cubana, el más importante de los cuales es el libro de Francisco Pérez Guzmán, Herida profunda, a cuyo título parece aludir de manera explícita la autora.

Las huellas de este cruel episodio en las letras insulares, nos ofrece evidencias de desigual valor estético, pero apreciables en su condición de testimonios de época, como sucede con las Memorias de la matancera Lola María Ximeno y Cruz, publicadas por Fernando Ortiz hacia 1930, no por casualidad en momentos en que una nueva satrapía ensangrentaba a los cubanos. También aparecen trazos de la Reconcentración en las crónicas de emigrado en Tampa del joven abogado y pelotero Wenceslao Gálvez y del Monte; y en los recuerdos de otro autonomista, Raimundo Cabrera, publicados con el título de Episodios de la guerra. Mi vida en la manigua (Relato del coronel Ricardo Buenamar), “cuya denuncia de los horrores de aquellos días se tamiza con una historia de amor”. Asimismo, reaparece en otros libros de memorias, de la autoría de Ramiro Guerra y publicados en las décadas de 1940 y 1950, quien reconstruye pasajes de su infancia y adolescencia en Mudos testigos y Por las veredas del pasado.

Un caso singular en esta cartografía literaria de los horrores de la Reconcentración es el del puertorriqueño Ramón Emeterio Betances, en un texto donde se dan la mano la burla quevediana, el choteo criollo y la crítica explícita a la indiferencia de los gobiernos europeos ante semejante política criminal. Otro texto de interés es el drama de Félix Zahonet rotulado Los fosos de Weyler o la reconcentración, que se inscribe dentro del relato testimonial y es explorado con extensión dentro del corpus del ensayo. Completan este repertorio la novela de Waldo Insua Últimos días de España en Cuba, de 1901, que reseña aspectos de la política y la vida urbana de aquellos momentos, con una indudable filiación autonomista; la fábula La Insurrección de Luis Rodríguez Embil, aparecida en París en 1910, que desplaza la mirada al ámbito rural con tintes románticos, y otras creaciones de diversa filiación estética y credo político, entre las que sobresalen poemas, artículos de prensa, coplas satíricas: “Mi querido Valeriano / cuando te vayas de aquí / te llamarás Valerí porque habrás perdido el … (copla guajira)”; folletos propagandísticos y libros de historia comparada, como es el caso del estudio de Emilio Roig de Leuschenring, Weyler en Cuba. Un precursor de la barbarie fascista, de 1947, en que el historiador habanero asemeja la brutalidad de Weyler con “los salvajes crímenes del nazismo alemán y el falangismo franquista español”.

Otros historiadores de talante nacionalista como Vidal Morales, Elías Entralgo, Fernando Portuondo y Manuel Moreno Fraginals también frecuentaron estos terribles hechos en artículos, opúsculos y libros de divulgación histórica. Finalmente, el asunto reaparece, con mayor o menor énfasis, en ficciones como las de Alberto Guerra, Abilio Estévez o Reinaldo Montero, cuyas lecturas remiten a problemáticas sensibles de la Cuba contemporánea. El arte pictórico y el cine también se interesaron, si bien en diferente medida que la literatura, en narrar desde sus respectivos códigos estéticos la oprobiosa política de Weyler. De ello dan fe un cuadro, hoy perdido, de Leopoldo Romañach y la cinta La manigua, de Enrique Díaz Quesada, filmada en 1915, así como un par de películas recientes en coproducción hispano-cubana y los ingeniosos y combativos animados de Juan Padrón, que aluden en tono burlesco a “Elpidio Valdés y la abuelita de Weyler”. En sus palabras finales, Zaida Capote nos propone realizar un ejercicio de meditación histórica sobre aquellos dramáticos sucesos, a modo de exorcismo colectivo frente a la desmemoria y el olvido:

La recurrencia de la reconcentración demuestra la necesidad de reflexión y recuerdo. A pesar de ser un episodio de la historia de Cuba que se estudia en la escuela, urge dedicar un memorial a honrar a sus víctimas y divulgar con más ahínco aquella historia. Un monumento, un museo, un parque que reúna la información ahora dispersa en las salas de algunos de nuestros museos históricos, serviría para rememorar y honrar también a quienes emplearon fuerzas y bienes en aliviar el sufrimiento de tantos cubanos. Es preciso recordar aquel episodio sin descanso, porque la huella potente y dolorosa de aquella «herida profunda» todavía pervive.

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