“Un actor que aportaba mucho a sus personajes”

Indira R. Ruiz
23/9/2016

Conocí a José Antonio Rodríguez por los años 60. Antes nunca habíamos coincidido, pues él hacía mucho radio y por esos años yo no tanto. Pero ambos pertenecíamos a grupos teatrales y teníamos una carrera ya, que era más visible sobre las tablas que en los medios masivos.

A inicios de 1967 —creo recordar que fue en enero o febrero— me llamó Rolando Ferrer, el director de La Rueda, para trabajar en ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee. Es importante resaltar que se trataba del estreno absoluto del texto en Cuba, pues aún no se conocía aquí la película dirigida por Mike Nichols, que protagonizaron Richard Burton y Elizabeth Taylor en 1966. Cuando me llaman, ellos ya habían estado ensayando desde hacía tres o cuatro meses con Ernestina Linares en el papel de Martha. Pero Ernestina se enfermó y me preguntaron si yo podía hacer el papel en cuestión de un mes. Ellos me llevaban ventaja, puesto que trabajaron el texto hasta la saciedad, cuidando el más mínimo detalle, y yo llegué nueva sin conocer aún el argumento. Rolando Ferrer era una persona encantadora, un hombre muy culto, y ya yo lo conocía de antes. Estaba también José Antonio, que hacía de George, Alina Molinet y Miguel Gutiérrez, que interpretaban a la pareja más joven. Así fue como conocí a José Antonio Rodríguez: trabajando en el teatro.


Foto: Cortesía Centro cultural Vicente Revuelta

Él llegaba siempre con una sonrisa amplia, encantado de la vida, nunca se le veía cansado. Jamás lo escuché diciendo que estuviera agotado o nada parecido, pues tenía un espíritu muy trabajador.

Él llegaba siempre con una sonrisa amplia, encantado de la vida, nunca se le veía cansado. Jamás lo escuché diciendo que estuviera agotado o nada parecido, pues tenía un espíritu muy trabajador. Ese montaje específicamente no fue solo nuevo para mí; para él también, pues estando acostumbrado a la Martha de Ernestina, tuvo que trabajar con “mi Martha”, o sea, con mi propuesta personal del personaje, pasado por mi subjetividad. Lo cierto es que fue un trabajo intensísimo, pero muy edificante, y no lo digo solo por el equipo que se había reunido para esa puesta. Yo ya había trabajado antes en televisión con Miguel Gutiérrez, pero era mi primera experiencia con Rolando Ferrer como director y, por supuesto, también conocí a José Antonio allí.  

Tuve con ¿Quién le teme a Virginia Woolf? un gran sentido de la verdad en escena, y esto es algo que era apoyado, en gran medida, por el trabajo de José Antonio. Llegó un momento en que yo lo amaba y a la vez lo odiaba, porque así es también en la obra el matrimonio de Martha y George, una relación muy retorcida.


Foto: Archivo CREART

Cuando finalmente vi la película, no pude evitar comparar la interpretación de Richard Burton —un actor cuyo trabajo admiro profundamente— con la de José Antonio. Al primero le vi todas las “costuras” en la construcción del personaje; en cambio, con José Antonio era diferente, él “era” George. Y le quedó uno de esos personajes tan impresionantes que uno profundamente los cree vivos de verdad en la piel de quien los interpreta, pues no hay en ellos rastro del trabajo intelectual realizado por el actor para construirlos.

El resultado de Ferrer fue maravilloso, la puesta era de gran exquisitez y, en mi opinión, estuvo más cerca del espíritu de Harold Pinter que la otra puesta que hicimos luego José Antonio y yo en 2005.

En este otro montaje, que se hizo casi 40 años después, yo me encargaba de la dirección de actores y José Antonio de la puesta en escena. Ya para entonces José Antonio tuvo otra visión sobre la obra, como es lógico, pues el teatro no se queda inmóvil en el tiempo, ni se hace siempre de la misma manera. Él siempre había querido repetir aquella obra, y en un principio tuvo la idea de que lo hiciéramos en televisión, pero por varias razones no pudimos. De hecho, cuando yo filmé la obra para televisión ya no lo hice con él. Sin embargo, tuvimos esta oportunidad de llevarla a escena en 2005, poco después de que nos otorgaran a ambos el Premio Nacional de Teatro.


Foto: Archivo CREART

Como director de la puesta, él creía que el público —que ya no era igual al que nos vio en el ´67— no iba al teatro a “ver más drama”, que la gente tenía suficiente con su estrés y sus problemas de la vida diaria. Entonces sacó del teatro de Harold Pinter todo ese humor negro, el sarcasmo, la ironía… y llevó la puesta por esa línea de trabajo. Y por supuesto, quienes nos vieron en el ´67 vieron otra Virginia Woolf en 2005, una puesta pasada por el tamiz y las experiencias de un hombre del siglo XXI. Encontramos personas que comparaban ambas puestas, pero también otras para quienes esta era su primera vez frente a esta obra de Edward Albee, y puedo asegurar que gustó mucho.

Con este montaje inauguramos el Festival de Teatro de Camagüey de 2006 y, además, hicimos dos temporadas en la Sala García Lorca a teatro lleno. Las acomodadoras nos decían: “este teatro solo se ve así de lleno con el ballet”. Claro, dos actores muy admirados y muy queridos por todos… Además, para entonces ya José Antonio tenía muchos años de trabajo y era muy recordado por sus personajes en la televisión y en la radio. Es impresionante la popularidad que otorga a un actor el trabajo en los medios masivos.


Foto: Archivo CREART

Nos quedaron varios proyectos aún por hacer. A mí me hubiera gustado hacer junto a él alguna obra de Strindberg, o incluso alguna adaptación contemporánea a partir de la obra de este escritor. Pero José Antonio en esta etapa más reciente no quería hacer dramas, pues pensaba mucho en el público y en la recepción.
Nos quedaron varios proyectos aún por hacer. A mí me hubiera gustado hacer junto a él alguna obra de Strindberg, o incluso alguna adaptación contemporánea a partir de la obra de este escritor. Pero José Antonio en esta etapa más reciente no quería hacer dramas, pues pensaba mucho en el público y en la recepción. No es que hiciera concesiones, para nada, pero consideraba que debíamos buscar un repertorio más “refrescante”.

Él tenía una impresionante trayectoria como actor de teatro; fue parte del Conjunto Dramático Nacional, del Grupo Los 12, y trabajó también en La Rueda, siempre con personajes de esos que a uno se le quedan grabados: el Galileo Galilei que doblaba junto a Vicente Revuelta en la obra del mismo nombre, por ejemplo, o el George de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?. Para mí este último es el personaje que siempre lo va a representar, es él en quien voy a pensar cuando lo recuerde. Pero José Antonio tenía también la capacidad de dirigir y fundó su propia agrupación, el Grupo Buscón. De él como director hay varias obras que guardo en mi memoria vivamente, una es Los asombrosos Benedetti, donde trabajó con Mónica Gufantti, y lo recuerdo como un montaje impresionante.

 


Foto: Archivo CREART

Siempre pienso en José Antonio como un actor que aportaba mucho a sus personajes, pero siempre muy respetuoso de la dirección, que es también un elemento importante dentro de la creación escénica. Por otra parte, como director era muy considerado; era incapaz de incomodarse, aunque viera que el actor o la actriz no estaban dando lo que él pedía. Sugería, trataba de ayudar al actor a ver lo que él tenía en mente. Tenía su genio, como cualquiera, a mí no me gustaba verlo molesto, pero reconozco que era una persona muy respetuosa con sus colegas y también fuera de la escena.  


Foto: Archivo CREART

Uno de los últimos y más lindos recuerdos que tengo de él es en un teatro llamado Dulce María Loynaz que hicieron en la Oficina Central de la Compañía de Electricidad. Para entonces a él ya se le veía un poco enfermo. Todos los días 2 de enero hacían una fiesta allí y me convidaban. También invitaban mucho a José Antonio, pues él tenía en su repertorio varios poemas de la Loynaz, y allí son muy apasionados de su poesía. Incluso, últimamente, declamábamos juntos uno de esos poemas, aquel que dice Amar es perdonar, más que perdonar es comprender… Aquella vez José Antonio iba de traje, muy elegante, cuidado, y declamó el Padrenuestro Latinoamericano, de Benedetti, un poema que yo le había escuchado antes infinidad de veces, pero en aquella ocasión fue un instante de lucidez dentro de su penosa enfermedad. Ese Benedetti fue dicho aquella vez de manera impecable, con unas intenciones, con una contención poco usuales en él, que era dado a declamar con mucha exuberancia. A mí se me aguaron los ojos y me sentí invadida por una gran felicidad al ver a mi amigo, al gran actor que era aún, allí, haciéndonos vibrar de la emoción.