Un compromiso mayúsculo

Rubén Darío Salazar
13/3/2020
 
 

Nací y vivo en una Isla situada en el mar Caribe. Se llama Cuba. Tiene forma de cocodrilo, dicen que desde el cielo luce un intenso color verde. No conozco otro nombre que estremezca tanto mi corazón como lo consiguen esas cuatro letras. No es un país perfecto. Lo sé. ¿Qué país puede ostentar ese estado de corrección total? Batallamos cada día para conseguirlo. Como titiritero me enorgullece decir que desde 1959, de una punta a otra de esta tierra firme, se yergue impaciente y atendido el teatro de formas animadas. Hemos conformado un movimiento con todas las aspiraciones y ensueños del gremio donde reinan las figuras, una colectividad que, más allá de las diferencias, defiende las alianzas como símbolo de armonía y paz.

¿De qué hablan los títeres en nuestra nación? ¿Qué encuentra el público en los espectaculos que les proponemos? ¿Qué necesitan los espectadores? Las preguntas van y vienen en medio de los desafíos que enfrenta el planeta, esa esfera viva que gira en medio de la nada.

Las primeras historias que se representaron en los retablos cubanos, escritas por el director y dramaturgo Modesto Centeno y el poeta Nicolás Guillén, en los años 40 del siglo XX, tenían influencias de los cuentos clásicos (La caperucita roja) y planteaban, entre otras preocupaciones, la problemática del racismo y la desigualdad social (Poema con niños). Desde aquellas candorosas puestas en escena de la época republicana, realizadas por los hermanos Camejo y Pepe Carril, Dora Alonso, Beba Farías, Dora Carvajal, Nancy Delbert y María Antonia Fariñas, entre otros pioneros del arte titiritero nacional, las creaciones artísticas han ido mutando de forma apresurada.

Entre el siglo XX y XXI, algunas obras escritas en la Isla comienzan a hablar someramente de cambios climáticos y diferendos ideológicos. Las leyendas y fábulas de animales, reyes, príncipes y princesas se aprestan a convivir con textos que reflejan los trastornos de la actual sociedad, aluden a la aparición de enfermedades y epidemias difíciles de combatir. Los males que hicieron su aparición en las añejas narraciones de brujas y hechiceros, entre ellos las guerras, son ahora una amenaza real, una pesadilla que no se esfuma.

La pésima utilización de la inteligencia artificial le roba el cerebro y el alma a nuestros pequeños y mayores. Lo que debería servir para conquistar la luz se enpeña en oscurecer las cosas, crea tensiones geopolíticas. Se dividen los países. Se establecen áreas de amigos y enemigos irreconciliables, enfrascados todos en una contienda que parece no hallar fin.

Los artistas del teatro de títeres, en medio de tanto desastre, intentamos, desde nuestras producciones, pronunciarnos sobre lo que vamos perdiendo, los problemas que nos alejan en vez de unirnos. Y ese clamor, que ha comenzado a expandirse universalmente, no es suficiente. Falta más. Urge muchísimo más.

¿Cómo podrían los títeres, desde su cosmos ilusorio, frágil, efímero, equilibrar las diferencias de clases, estimular los valores culturales por encima de la banalidad cotidiana, evitar las muertes inútiles de miles de infantes, mujeres y ancianos, a merced de un caos económico y beligerante que no los tiene en cuenta? ¿Cómo transformar cada gesto, cada imagen, cada propuesta sonora y textual de nuestros muñecos y objetos en fuerza demoledora contra la injusticia y la ausencia de pactos y concordias?

En las presentes circunstancias, escribir un mensaje para ser leído el día mundial del títere, implica un compromiso mayúsculo. Debo trazar palabras que sobrevuelen desde las aguas del Caribe hacia otros continentes. Acudo para ello a la autoridad ganada por la trayectoria de nuestros muñecos; ellos, junto a sus entes acompañantes, han sido sobrevivientes de duros períodos, de ciclos que transcurrieron sin fe ni esperanza, y siguen aquí, como parte activa de los imprescindibles cambios a favor de la raza humana.

¡Auxiliemos a nuestros títeres en ese intento quijotesco de mejorar la convivencia en el globo terráqueo! Ellos solos no podrán acabar con tanto. Ya no valen los conjuros, sortilegios, ni las adivinaciones fantásticas de antaño. La contienda a favor de la existencia debe ser compartida con sus hacedores. Para ello no se puede desaprovechar ninguna posibilidad desde los propios espectáculos. No hay tiempo para dedicarse a contar historias tontas, componer o echarle mano a músicas pésimas, construir muñecos, vestuarios o escenografías carentes de un concepto creativo y enriquecedor. Ellos son la mejor arma en nuestras trincheras a favor de las necesarias avenencias para todos, tanto de los que hacen el llamado teatro tradicional como del experimental.

 
Foto: Odett/Trabajadores
 

Como en las quiméricas historias de los siglos pasados, yo creo que todavía se puede volar. El vuelo es una metáfora sobre la altura que deberían alcanzar nuestras obras en la batalla por formar hombres y mujeres de bien para el futuro. Hay que encontrar en las formas animadas nuevas utopías, el optimismo que agoniza, esa fe que nos podría salvar. Cada vez que dejemos a los espectadores con la mirada absorta y el alma encantada y despierta, estaremos ganando una nueva cruzada en la maravillosa experiencia que es VIVIR.

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