Un febrero para Beatriz Márquez y Elena Burke

Norge Espinosa Mendoza
6/3/2018

Tengo la manía de coleccionar grabaciones de cantantes cubanas. Poco a poco, rescatando discos y temas, acudiendo a los archivos de amigos y especialistas, saqueando las arcas de quienes se han dado a preservar la memoria sonora de la Isla, he ido armando ese álbum de voces que han ido conformando la identidad de nuestro país, y que en femenino, nos recuerdan de qué manera hemos sentido, más allá de épocas, tensiones y sexos, la historia sentimental de cuánto hemos sido. Mucho antes de que la EGREM lanzara su colección Únicas, ya andaba yo rastreando las pistas que no solo las vocalistas más renombradas, sino tras la huella de esos otros misterios de la música cubana que pueden ser Bertha Dupuy o Doris de la Torre. Entre esas búsquedas, que no pocas veces recibieron las señales de Bladimir Zamora o Sigfredo Ariel (mis maestros no oficiales en ese ámbito) he vuelto una y otra vez sobre esas dos mujeres excepcionales a las que febrero me ha dejado retornar. Esta vez, el mes más breve del 2018 las une en un conjunto de palabras y afectos, y a ellas dos quiero saludar en esta página. Otra cosa sería la memoria colectiva y musical de los cubanos sin lo que a ella concedieron Elena Burke y Beatriz Márquez. Díganse sus nombres, y ya se entenderá el por qué celebrarlas es no solo gesto obligado, sino un placer que llega con el aroma de la mejor canción.

Con La Musicalísima, como cada mañana

 Beatriz Márquez
 La intérprete también se realiza como instrumentista y compositora. Fotos: Internet
 

Cincuenta años cumple la carrera como solista profesional Beatriz Márquez, y ello nos ha permitido elogiarla nuevamente, repasando su itinerario ejemplar. Nacida el 17 de febrero de 1952, recibió de su padre, el intérprete y compositor René Márquez, un impulso que la ayudaría a ganar no solo una carrera en la que se hizo notar por su prodigioso talento vocal, sino hacerse además popular con el apelativo de La Musicalísima, que le regalara el guionista Orlando Quiroga, en una de sus muchas apariciones televisivas. A los ocho años ya estaba en el Conservatorio Amadeo Roldán, despuntando con tal brío que obtiene una beca para estudiar en la Escuela Nacional de Arte que se funda en 1962. Ahí tuvo como condiscípulos a Emiliano Salvador, Vicente Rojas y Adalberto Álvarez. Con una sólida formación, ella es no solo una vocalista que saca partido de su timbre tan peculiar y de su afinación impecable, sino también instrumentista y compositora. En un momento particularmente intenso de la música cubana, en el cual se está discutiendo la tradición y se debate acerca de las nuevas tendencias foráneas que llegaban a la Isla, coincidiendo con el éxodo progresivo de notables figuras muy populares, Beatriz se introduce como la voz del conjunto Los Barba, en un primer momento de su contacto con el público, y canta, entre otros temas, uno de Juan Formell que también aparece en el repertorio de Elena Burke: “Yo soy tu luz”. Cuando estrena, sin embargo, un tema de su padre: “Espontáneamente”, alcanza la consagración. Es 1970 y se presenta en el Festival Internacional de la Canción Varadero ´70.

A raíz de una encuesta popular se decidieron los artistas cubanos que aparecerían en el anfiteatro de la célebre playa junto a los invitados extranjeros. Es así que Beatriz Márquez integra dicha nómina junto a figuras tan renombradas como La Aragón, Pacho Alonso, Moraima Secada y Elena Burke, Los Zafiros, Rosita Fornés, Farah María, Clara y Mario, Ela Calvo y Pablito Milanés. Es desde ese momento que despunta su repertorio al que se irán integrando temas como “Diálogo con un ave”, de Mike Porcel; “No sé por qué”, de Luis Rojas y otros que finalmente integran su primer disco: “Es soledad”, según el título de una pieza de Juan Almeida. Ya se conoce como La Musicalísima, epíteto que subraya su integralidad como intérprete y profesional. Su voz reina en ese período, se alza en los recitales que ofrece en el Amadeo y se mantendrá como una presencia constante en la radio y la televisión hasta fines de los 80. Viaja a festivales de países socialistas, como el de Sopot y gana premios que reafirman su calidad y su elegancia. Va de la canción romántica a la balada, no le teme al bolero ni a la trova tradicional, encuentra en compositores como Rembert Egües aliados a su medida. En mi recuerdo de la infancia, Beatriz Márquez está cantando “Pólvora mojada”, “No me grites”, “Mejor concluir”, “Pero no te hablé de amor”, “Regresa”, y esa especie de himno de la Cuba de la época, “Como cada mañana”, que se repetía hasta el infinito con su coro esperanzado. Ella es una voz primordial en el soundtrack de la época, oírla trae inevitablemente el aire de esos días en que ella era la intérprete perfecta. Se la puede ver en los jardines y terrazas de los nuevos hoteles de esa década, cantando para la cámara, cerca del mar, varios de esos hits. Y asombra que su voz nos suene tan contemporánea, no detenida en la postal de un tiempo que, para bien y para mal, ya no será nunca el mismo.

En el Guzmán de 1980, Beatriz se alza con uno de sus mayores éxitos, “Amar, vivir”, parte de lo conseguido en su provechosa alianza con Egües. En ese tiempo, la popularidad de la intérprete ya estaba asegurada. Mientras tanto, el público se debate entre otras reinas de la canción romántica, y el Karl Marx se atestaba para aplaudir a Mirta Medina, Annia Linares o Maggie Carlés, en disputa por una corona que parecía ser más importante que otras cosas. Beatriz sigue siendo una presencia que nunca necesitó de otra espectacularidad que no viniera de su propia voz. Sigue cantando éxitos (“El motivo de vivir”, “Se perdió nuestro amor”), es cada vez más una presencia madura. Esa confianza en sí misma, sin embargo, no la alejó de nuevos retos, como grabar el tema de una telenovela famosa: Un bolero para Eduardo, con la misma entereza con la que había aludido a las luchas del continente africano en “Valodia”. O aparecerse, en un recuerdo tan hermoso como sorprendente, junto a Santiago Feliú para cantar a dúo uno de los temas más bellos de ese hombre que se nos fue demasiado rápido, para desgracia de todos: “Marisa”. Con eso demostró que no temía unirse a otras tendencias ni proyectos, así entró a los 90, y sigue hasta hoy.

En el Guzmán del año 2000 obtiene nuevamente el premio del concurso de la canción cubana, cuando defiende “Mariposa”, de Pedro Antonio Romero. La Musicalísima pudo anotarse esto como una especie de comeback, una nueva oportunidad para demostrar que ha sabido cuidar su garganta y su timbre, tan celebrado por sus maestros, aquellos que apuntaban que desde muy joven poseía un oído absoluto. Y es fácilmente comprobable, cuando graba “Santa Cecilia”, de Manuel Corona y se deja ver en el video que dirigió Lester Hamlet para acompañar este cover de un tema esencial. Felipe L. Morfa rescata gran parte de su trayectoria en el documental Diálogo con un ave, en el que además aparecen testimonios de quienes conocen bien el devenir de esta mujer a la que nadie va a arrebatarle su famoso epíteto. Cuando Laura de la Uz decide contar sus alegrías y preocupaciones en un espectáculo, trae a escena a su propia madre, Margarita, y le regala sobre la escena del Teatro Mella la presencia de la Márquez, cantando uno de sus himnos de batalla. Es un gesto no solo teatral, sino el que podríamos compartir muchos con nuestros padres y mayores, porque es largo el tiempo en que Beatriz Márquez nos ha acompañado y su manera de recordarnos lo vivido y lo transcurrido ha sido tan transparente como su canto, libre de impostaciones falsas ni de excesos que impidan el disfrute de la letra y la palabra que ha sido siempre una marca rotunda en sus entregas. Medio siglo cantando y cantándonos. Se dice fácil. No alcanza todo ese tiempo para agradecerle a Beatriz Márquez el modo en que ha sido siempre, y será, la Musicalísima, como cada mañana.

Una señora llamada Elena y Sentimiento

Me cuesta escribir sobre una mujer que rebasó todo elogio posible. Me cuesta también no hacerlo, cuando me pregunto por qué el eco de su voz extraordinaria, ese registro de contralto tan redondo y capaz de contener tantas emociones, no reaparece más entre nosotros. En plena madrugada oigo a Ella Fitzgerald cantando “Detourahead” o “Angeleyes”, apenas acompañada por una guitarra eléctrica y comprendo que ya esa intimidad, esa manera tan sutil de manejar una atmósfera desde la canción, la había sentido oyendo a la Burke, con el respaldo de Froilán, entonando un tema que ella hacía indefectiblemente suyo. La busco en las canciones más secretas, como aquellas tan tempranas de Pablo Milanés que me ayudaron mientras recomponía las memorias rotas de Adolfo Llauradó para organizar los textos de ¡Ay, mi amor!; o en su grabación de “Canción simple”, de Mike Porcel, o “El camino aquel”. Todo ello convive con la imagen gloriosa de aquella mujer que en un momento determinado fue la mejor cantante viva de la Isla y que no dudó en revivir su carrera con nuevos compositores, a sabiendas de que eso era lo imprescindible, negándose a quedar condenada al repertorio que ya le había regalado tantos aplausos.

Se consagró además como la reina de la comunicación
 

Su verdadero nombre era Romana Elena Burguez González y había nacido el 28 de febrero de 1928. Siempre quiso cantar lo que le gustaba, esa era su máxima y por ello puso su voz al servicio de los géneros más diversos. Debuta en la Corte Suprema del Arte, cantando “No vale la pena”, de Orlando de la Rosa, y en 1943 ya está trabajando en la emisora Mil Diez. Justamente se integra al cuarteto de ese importante compositor y en esa experiencia madura, viaja al extranjero y va cobrando mayor dominio y seguridad. No tuvo una formación de conservatorio, no leía música, anotaba en sus famosas libretas la letra de aquello que quería añadir a su repertorio; le bastaba con esa sensibilidad. Le gustó siempre, lo dijo en varias ocasiones, acoplar su voz con la de otros cantantes y trabajar en conjuntos de este tipo, como el mencionado cuarteto de Facundo Rivero. Fue una de las célebres Mulatas de Fuego y,  cuando entra al cuarteto Las D´Aida, que debuta en 1952, junto a Omara,  Haydée Portuondo y Moraima Secada, ha cantado y vivido lo bastante como para aportar a ese proyecto de la inolvidable Aida Diestro, una personalidad útil y segura de sus dotes. En Cuba, en México, en tantos sitios, ganaron aplausos. Basta oírles cantar “Tabaco verde”, “Profecía” o “Cariñito azucarado” para entender la clave de sus triunfos.

A fines de los 50 ya Elena Burke está preparada para lanzarse a una carrera como solista. El primer disco vino de la mano del sello Gema, propiedad de Guillermo Álvarez Guedes. Con el calor de tu voz, se llamó el LP*, que contaba con arreglos de Rafael Somavilla. Allí canta “Libre de pecado”, de Guzmán, “Juguete”, de Boby Capó; o “El hombre que me gusta a mí”, de Frank Domínguez. Un segundo LP vendrá con el mismo sello, y ya ahí hay un cambio radical. Con Meme Solís al piano y un acompañamiento de bajo, guitarra eléctrica, tumbadora y batería, el formato es mucho más íntimo, y ella se apodera del oído de quien la escucha para crear esa atmósfera tan particular que en las noches de cabarets y conciertos a media noche la consagrarían como una reina de la comunicación. En un célebre capítulo de Las iniciales de la tierra, Jesús Díaz presenta a la Burke como dueña de una de esas noches, e intenta atrapar no solo la carga emotiva que ella sabía desplegar, sino también su gracia, su sentido del humor, su habilidad para ganarse la complicidad de quien la acompañaba. En ese reino, nadie podría superarla.

Hay que verla en su aparición triunfal de Nosotros, la música, esa joya del documental cubano. Ahí está ya la Burke en su madurez, en su inimitable poderío. Entona “Canta lo sentimental” y el público del Amadeo Roldán delira con ella. Se ha hecho la voz más genuina de cuantas dominan el repertorio del filin y combate sin esfuerzo a los que denostaban tal expresión como “música de enfermos”. José Antonio Méndez, Portillo de la Luz, Martha Valdés, serán desde ese momento fundamentales en su repertorio. Se han ido del país grandes cantantes. No están ya Celia Cruz, Olga Guillot y algunas más se van desvaneciendo. Podría dormirse en sus laureles. Podría ser solo la voz que semanalmente desgrana baladas y canciones en las emisiones de A solas contigo, su programa en Radio Progreso. Pero los tiempos cambian, y ella no quiere quedarse en el pasado. Canta a Juan Formell y su trayectoria se renueva. “Y ya lo sé”, “Yo soy tu luz”, “Lo material”, “De mis recuerdos”. Graba a Silvio Rodríguez y a Pablo Milanés, asegurándose los triunfos de “Te doy una canción” y “Mis 22 años”, ese tema que en tantos sentidos es un antes y un después. También es esa cantante tan inusual, tan afirmada en su talento, que es capaz de convertir un tema no tan feliz en un hit indudable. Tuvo esa virtud a lo largo de toda su existencia. Y también el coraje de seguir cantando a compositores caídos en desgracia, prueba de que su fidelidad no estaba sujeta a contingencias ni imposiciones absurdas.

En 1978 Elena se embarca con la Orquesta Aragón y Los Papines a un encuentro que tendrá como escenario el Lincoln Center, en Washington D.C. La grabación de esa noche fervorosa nos deja oírla en plenitud. Ni siquiera la ausencia de su acompañante de siempre, Froilán, le impide arrebatar al auditorio, y mucho menos bromear: “me voy a quedar con los dos, con este y con Froilán”, anuncia gozosamente. Elena Burke era su propia humanidad hecha canción, una de las escasas cantantes cubanas que rompía la barrera del escenario para hacernos sentir en casa, y que se despojaba de cualquier atavío para que la intimidad nos llevara a la confesión más sentida, lo mismo en un bolero de victrola que en su replanteo tremendo de “Nostalgia”, el célebre tango de Cobián y Cadicamo. El disco que dedica íntegramente a Martha Valdés es uno de esos momentos en que no solo se está grabando música, sino un modo de hacer algo más en función de explicar al oyente cómo se calibran ciertos talentos en función de un hecho mayor y trascendental. Y es de algún modo una rehabilitación: cuando Elena estrenó “Llora”, en uno de sus célebres conciertos del Amadeo Roldán, no obtuvo aplausos; el éxito de la noche fue “El solfeo del amor”, apenas recordable por la gracia con la que ella ataca sus fraseos sobre una melodía fácil.

Pasó el tiempo, como una noche de estas. Elena cantó el tema de Una novia para David, concebido por Pablo Milanés, e hizo de “Ámame como soy” un himno casi eterno. Llegaron los 90 y se fue a México. Malena, su hija, hacía carrera en Venezuela. La Habana del Período Especial era dura y tal vez no estaba para boleros. En Coyoacán, en El Hábito, la Burke se hacía de su público. Ese público de enfermos y sanos a los que aliviaba su voz siempre de regreso. De su amor por México viene también el disco que grabó con temas de Vicente Garrido. Varias de esas canciones integrarían la banda sonora de un espectáculo de esencias piñerianas que estrenó Carlos Díaz con Teatro El Público. De ese montaje conservo un tema en particular: su rendición de “Coincidencia”. Y la imagen de la propia Elena Burke, ya enferma y de vuelta a Cuba, en el estreno de aquel suceso, en el Trianón, que se estremecía con su voz trayéndonos de vuelta, además, “Esta casa” y “El último café”.

La vi en televisión, la oí tantas veces en la radio. Siempre era la Señora. La Señora Sentimiento, epíteto feliz que le regalaron en una de sus noches televisivas. Hay un clip delirante que por un tiempo se pudo ver en YouTube: Elena Burke canta “Yo soy tu luz”, en Buenas Tardes, el show del domingo al mediodía, que en su momento más logrado tenía el mayor rating de la programación cubana. El público, a espaldas de Elena, apoya su interpretación agitando pedazos de papel brillante, creando reflejos inesperados mientras ella, relajada y feliz, dobla el tema de Formell: una de esas visiones casi ingenuas de un modo de hacer televisión que ya no regresará. Pero mi recuerdo de lujo, ese al que vuelvo cuando visito a Malena Burke en Miami y por un momento nos refugiamos en la habitación de su casa que está cubierta de fotos, afiches y discos de su madre, es aquel concierto de 1995 que Elena ofreció en el Teatro del Museo de Bellas Artes para cantar el repertorio de Martha Valdés. La presentó Corina Mestre y la acompañó al piano en varios números el mismísimo Frank Emilio. Apoyada en sus amigos, volviendo a las canciones con las que se identificaba sin esfuerzo, me regaló una de esas lecciones que querré no olvidar. Incluso, si me arrebatan la memoria.

Ya son 90 años desde que Elena Burke viniera al mundo. Se esfumó en el 2002, y recordarla es volver a un espejo donde su voz nos dibujaba en ciertas horas del día, y sobre todo, de la noche. No se puede clasificar a esta mujer, ni fijar su recuerdo bajo un cristal. Se resiste al museo, al papel de la diva, se le escapó a los empresarios del worldmusic y pervive como un secreto habanero. Cuando quiero sentirme acompañado, vuelvo a ella como vuelvo a una imagen de mi madre. Ella sigue viva en esa familiaridad, en su cubanía insoslayable, cuando entonaba “Son al son”. En un tiempo en que la música de la Isla parece olvidar cuáles son sus mejores amparos, Elena Burke nos los recuerda con la tranquilidad de la reina que no necesita mostrar su corona, sino su autenticidad. Me alegra que la ciudad y el país la recuerden, que volvamos a encontrarla en esas fotografías o cuando queremos imitarla en sus entradas dichosas, cantando “Amigas” junto a Omara y Moraima. Y siento que le debemos más, que su amplia discografía merece aún un repaso más cuidado, hasta rescatar las joyas que dejó inéditas. No alcanzó el tiempo para oírla lo suficiente, para agradecerle tantas cosas. El tiempo de su vida, digo. Que no falte en el de las nuestras, en las noches de esa Cuba sentimental que tenemos por delante, hora y momento para seguir aplaudiéndola. 

* LP: del inglés long play, también llamado disco de larga duración, es un disco de vinilo de tamaño grande.