Un kilómetro de mar

Laidi Fernández de Juan
12/5/2016
Foto: Tomada de Internet
 

El Premio Casa de las Américas de Literatura Latina en los Estados Unidos 2015, otorgado al dominicano José Acosta (Santiago de los Caballeros, 1964) por su novela Un kilómetro de mar —disponible gracias al fondo editorial de dicha institución—, demuestra el acierto de este tipo de reconocimiento.

Un kilómetro de mar es, para decirlo pronto, una lectura deliciosa. Estructurada como novela de aventura (a ratos recuerda las fabulosas tribulaciones de Tom Sawyer), las peripecias de los protagonistas, a pesar de que el contexto es bien duro, incluso hostil (recién ha terminado la dictadura y el cuerpo de Trujillo aún está caliente en su tumba), resultan divertidas y muy bien narradas.


 

Dos muchachos nacidos en un barrio marginal emprenden una larga travesía con el propósito de conocer el mar, de huir de sus miserables vidas y de vengar el asesinato del padre de uno de ellos, acuchillado en una cantina de mala muerte. Pretextos convincentes para explicarnos la necesidad de alejarse, de recorrer mundo, aunque solo sea el minúsculo territorio de una isla.

Uno de los jóvenes está obsesionado con el personaje Roger McGregor, protagonista de novelas del oeste, y con sus imaginarias dotes de escritor evade la realidad que lo lastima, de manera que interpreta el maleficio de su existencia como un desafío fácilmente vencible por el cowboy.

Los adultos que los muchachos van encontrando en el camino aventurero,  resultan benévolos y hasta fundamentales, en términos de enseñanzas, de códigos éticos y de actitudes que no les han sido transmitidos por sus familias verdaderas. Hay tres personajes cruciales: Don Anselmo, dueño de un quiosco de periódicos y revistas; Chicho Moronta, quien se hace llamar “mayor retirado” y que constantemente alecciona a los niños “porque ustedes están emplumando”, y Franco Bonterra, un alucinado profesor de Filosofía y Letras.

En apenas cien páginas, es posible recorrer la historia, la geografía y muchos elementos atribuidos como exclusivos a la República Dominicana, dichos desde la postura de quien se sitúa del lado más humilde de la sociedad: Miren a esas mujeres. “Se levantan de madrugada y se van a la loma a recoger guandules, llueva, truene o ventee, porque de ello depende el sustento de la familia; echan el día desgranándolo y en la mañana se van en burros a venderlo a la ciudad de Santiago. En los repartos de ricachones, un tipo de levanta rascándose el ombligo  y le sale al paso a la marchanta, antojado de un buen guiso. Le pregunta el precio del jarro, pero no pregunta por el trabajo que cuesta bajar un jarro de guandules de las montañas. La mujer da el precio y el hijo de puta todavía tiene los cojones de pedir rebaja. ¡Así somos los dominicanos!” (p.45).

Juan Robles y Edy Polanco, en una suerte de dúo heredero de la mejor tradición de héroes para niños y jóvenes, protagonizan la admirable aventura que José Acosta regala a todo tipo de público. Sortean escollos de diversa naturaleza en su afán por conocer aunque sea un kilómetro de mar: prostitutas y sus proxenetas, policías corruptos, malandrines, soldados ignorantes, aguaceros torrenciales, terrenos fangosos, graneros infectados de ratas, y miedo, mucho miedo.

No es disparatado creer que Charles Dickens y Mark Twain estarían radiantes de saberse reconocidos, actualizados. Estos niños nos obligan a repensar los clásicos. Bienvenidos sean.