El juego consiste en la necesidad de encontrar, de inventar inmediatamente una respuesta que es libre dentro de los límites de las reglas. Esa libertad del jugador, ese margen concedido a su acción es esencial para el juego y explica en parte el placer que suscita.

Roger Callois: Los juegos y los hombres

Como en un juego, hubo reglas muy bien definidas y precisas en la concepción de Leer un poema y, desde luego, un amplísimo margen concedido al azar. Las reglas —explicadas por Leonardo Sarría en un brevísimo prólogo y comunicadas en su momento a los colaboradores de esta antología comentada—, fueron básicamente dos: elegir un texto poético en español de cualquier época y escribir un “comentario interpretativo de hasta tres cuartillas”, que iluminara “algunas coordenadas y claves de lectura”.[1] La tercera observación, más que regla, era sugerencia o consejo: cada comentario debía “concentrarse en el texto escogido” y “eludir, a no ser que fueran indispensables, conexiones contextuales, de carácter biográfico o histórico”.[2]

“Propicia que esa conversación con el otro que presupone la lectura amplíe su diapasón para establecer un diálogo con dos otros: el autor del poema y el del comentario”.

Como en un juego, establecí mis propias reglas de lectura. Decidí prescindir del índice y seguir —anticortazarianamente— las instrucciones del “Tablero de dirección” de Rayuela: aquella que aconseja leer el libro “en la forma corriente”,[3] apegada estrictamente al orden de la paginación. Esta muy tradicional estrategia me permitió transitar el libro de sorpresa en sorpresa. Primero, la del poema mismo: el encuentro inesperado con textos poéticos para mí desconocidos, la relectura de poetas entrañables o ese volver a leer después de tantos años el planto por la muerte de la Trotaconventos o el “Soneto de repente” de Lope de Vega: toda una aventura llena de imprevistos y repentinas revelaciones, como en los casos en que la elección parece estar motivada por el deseo de dar a conocer o difundir a un autor, digamos, Amando Fernández, Oscar Cruz o Blanca Wiethuchter.

No menos incitante fue ir descubriendo la identidad de quien seleccionó cada poema, y desde luego, al final, la gran delectación del comentario mismo, sin dudas, la parte más enjundiosa de todo este banquete literario.

“(…) logrando así, no solo una polifonía de voces que interactúan entre ellas, sino un contrapunteo entre distintos géneros —la poesía, el ensayo— (…)”.

Una pausa obligada entre la lectura del poema y la de su interpretación, para meditar brevemente sobre las posibles perspectivas y modos de acercamiento a cada texto poético, acrecentaron mis propias expectativas de lectura —¿cómo abordar, con la brevedad requerida, la interpretación de un poema de 16 páginas?, ¿qué se dirá sobre “Cine mudo” de Fina García Marruz, de doce palabras?, ¿cómo acercarse a “Mao” de Carlos Aguilera, “El baile extraño” de Eliseo Diego, “Jota aspirada” de Silvia Guerra, “Casida V. Del sueño al aire libre” de Lorca o “Querremos siempre a Brecht (pieza en dos tiempos)” de Juan Carlos Flores, textos de opacidades insondables a primera, y a segunda, vista?—. Aunque no siempre las expectativas fueron colmadas, el hecho de que aparecieran distintas variantes contribuyó al personal placer de la lectura en esta peculiarísima antología; peculiarísima antología que no implica la selección de un conjunto de textos a partir de sus valores formales, su calidad estética, su temática, su importancia dentro de una determinada época o movimiento literario —ni, como es ya común, el género, las orientaciones sexuales, el lugar de nacimiento, (etcétera, etcétera) de los poetas—, sino que está armada sobre las preferencias de un grupo de individualidades muy diversas. 

El amplísimo margen de libertad otorgado por el Magister Ludi a los colaboradores abre también un vasto campo de posibilidades para los acercamientos interpretativos personales, que fructifican en cada texto desde las más variadas perspectivas. Como resume en su brevísimo prólogo, “los comentarios enriquecen el corpus de opciones exegéticas, que van del análisis estructural y semiótico a la glosa impresionista, del examen de campos semánticos y procedimientos retóricos a la recreación marcadamente subjetiva”.

De izquierda a derecha: el coordinador del libro, Leonardo Sarría, y la escritora y profesora Margarita Mateo, durante la presentación de Leer un poema. Antología comentada.

Dentro de estas perspectivas señaladas se aprecia, entre otras, una inclinación hacia las artes visuales. No solo en la interpretación de textos poéticos que juegan con la imagen en forma de caligramas o carmina figurata —como “Li Po” de Juan José Tablada o “Cada noche” de Octavio Alfredo García—, sino a través de imágenes poéticas que evocan, digamos, la visualidad de los carteles republicanos en algunos versos de “Canción del esposo soldado” de Miguel Hernández o los lienzos de Gustave Moreau en “Hércules y las Estinfálides” de Julián del Casal. Ese afán de mezclar códigos de análisis e interpretación propios de diferentes prácticas artísticas en la lectura del texto poético se hace notable cuando “Quiero, a la sombra de un ala”, de José Martí, es leído como un guion y se utilizan categorías particulares del lenguaje cinematográfico: montaje paralelo, barridos de la cámara, primer plano, flash o contrapicado para develar calidades poéticas.

A veces la búsqueda del sentido de una sola palabra —su valor simbólico, su significado, su sonoridad, su origen— se convierte en centro del comentario como sucede con “Ácana” de Nicolás Guillén o “Hilo acosa” de Ángel Escobar. La incursión en zonas contextuales muestra su total pertinencia en un enigmático texto como “La escalera y la hormiga” de José Lezama Lima. En otra ocasión tiene lugar una intervención en la estructura del texto poético para resaltar un endecasílabo o subrayar la importancia de una flor en su variante autóctona como sucede con “Estado de transición” de Pedro de Oraá. La fabulación libre, pura ficción —intuitiva o especulativa— ilumina a través de códigos narrativos “El indio enamorado” de José Jacinto Milanés o “A Nise bordando un ramillete” de Justo Rubalcava, mientras que la intertextualidad se convierte en la llave maestra que abre las puertas de “Manuscrito de Tlatelolco” de José Emilio Pacheco.

“El lector se ve inmerso en una práctica dinámica, activa, cómplice, que también le ofrece distintas posibilidades de elección”.

La libertad que, como en un juego de azar, proponía el coordinador se vio sobrepasada —cierto que pocas veces— cuando las reglas del juego fueron transgredidas a través de algunas trampas que, por lo general, redundaron en contra del comentario. No solo exceder el número de páginas —olvido de la prudente frase de Gracián: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”—, sino la de no evitar las conexiones de carácter biográfico o histórico, en los casos en que esas digresiones no aportaran directamente a la interpretación del poema.

Aunque “concebido en un principio con una utilidad docente, como un repertorio de acercamientos posibles al poema, del que los estudiantes de Letras pudiesen disponer”,[4] Leer el poema va mucho más allá de ese objetivo inicial. Propicia que esa conversación con el otro que presupone la lectura amplíe su diapasón para establecer un diálogo con dos otros: el autor del poema y el del comentario, logrando así, no solo una polifonía de voces que interactúan entre ellas, sino un contrapunteo entre distintos géneros —la poesía, el ensayo—. De este modo, el lector se ve inmerso en una práctica dinámica, activa, cómplice, que también le ofrece distintas posibilidades de elección. El placer de la lectura se hace realidad y se torna gozosa y enriquecedora experiencia, trascendiendo su indiscutible valor didáctico, a través de un libro que, ciertamente, también “es muchos libros”.[5]


Notas:

[1] Leonardo Sarría (coord.): Leer un poema. Antología comentada. La Habana, Editorial UH, 2021, p. 13.

[2] Ídem.

[3] Julio Cortázar: Rayuela. Barcelona, EDHASA, 1983, p. 7.

[4] Leonardo Sarría: Ídem.

[5] Julio Cortázar: Ídem.

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