Un nuevo día: novela “sin ficción” sobre el Moncada

Félix Julio Alfonso López
26/7/2020

En uno de los diálogos finales de la novela de Julio Travieso sobre el patriota habanero de la Guerra de los Diez Años Agustín de Santa Rosa, titulada Cuando la noche muera, su protagonista exclama: “pero qué importa que la noche muera […] Habrá muchas más noches y también nuevos amaneceres que otros hermanos verán”.[1] Esta frase, dicha en Santiago de Cuba a un sacerdote llamado, de manera elocuente Santiago, me sirve para enlazarla como alegoría con otro libro de Travieso, publicado al año siguiente de su segunda novela, bajo el rótulo de Un nuevo día.[2]

A primera vista, parece que estamos en presencia de un libro de testimonios, concernientes a varios de los asaltantes al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953. Sin embargo, lo que resulta singular en este volumen es que no se trata de combatientes de primera fila, sino más bien de un puñado de protagonistas subalternos, sobrevivientes al suceso del Moncada, héroes cuyos nombres no figuran entre los más conocidos; y además sus recuerdos y relatos de aquellos momentos tampoco se caracterizan por una visión épica, sino que toman elementos de la vida cotidiana, algunos en apariencia triviales, pero que nos recuerdan que las revoluciones las hacen hombres de carne y hueso, no arquetipos sobrenaturales.

El texto va precedido de una “Nota introductoria”, donde Travieso expone cuáles fueron sus motivaciones para realizar las entrevistas a los nueve testimoniantes: Florentino Fernández, Reinaldo Benítez, Generoso Llanes, Pedro Trigo, Oscar Quintela, Ernesto González, Israel Tápanes, Gabriel Gil y Ricardo Santana. El autor trató de reunir personas de vidas y trayectorias disímiles, antes y después del 26 de julio, pero que tenían en común su apoyo al proyecto revolucionario de Fidel Castro, sus orígenes clasistas dentro del sector de los trabajadores humildes y su procedencia geográfica de varias zonas de Cuba. Entre ellos había obreros textiles, campesinos, un enfermero y tres empleados del comercio. Otro elemento unificador, este de evidente valor literario, era que todos habían hecho el viaje a Santiago en automóvil; lo que permitió a Travieso no solo reconstruir su itinerario y diferentes paradas para tomar alimentos y descansar, sino descubrir cómo su estado de ánimo se fue transformando en la medida que se acercaban al objetivo final, que muchos desconocían cuál era.

El trabajo de campo —llamémosle así— para la investigación no precisó de cuestionarios ni de entrevistas preconcebidas, sino que descansó en las conversaciones extensas e informales sostenidas por el autor con sus informantes, las cuales fueron grabadas. Fuera de este núcleo central de relatos, Travieso recurrió a entrevistas inéditas realizadas a otros asaltantes, a fuentes históricas muy conocidas como La historia me absolverá y a otro tipo de fuentes primarias menos divulgadas como el Diario de Raúl Castro. También utilizó los testimonios de Juan Almeida, Haydée Santamaría y Melba Hernández; registros de prensa de la época y obras historiográficas diversas sobre los hechos del Moncada. Llama la atención la manera en que el autor reclama que se trata de un texto de no ficción y que, aunque el uso de la tercera persona pudiera hacer pensar en la presencia imaginativa, se trata de una “falsa impresión”; pues apenas es un recurso técnico que busca una mayor cercanía con las figuras históricas. Y otra vez insiste: “en ningún momento los acontecimientos que se narran han sido sometidos a la más mínima ficción”, y expone varios ejemplos que parecen demostrarlo.

Sin embargo, pese a tales declaraciones, contrarias a lo que pudiéramos llamar las “seducciones de la literatura”, quisiera permitirme dudar de dicha afirmación, y poner bajo sospecha la condición no literaria de este texto. En sentido inverso intuyo que: desde la propia concepción del libro —pasando por el montaje cinematográfico de los testimonios al estilo de una road movie—, hasta su propia plasmación escrita, estamos en presencia de lo que algunos autores han denominado “géneros confusos” o “discursos híbridos”; es decir, una narración fidedigna que, sin alcanzar la condición novelada de otros testimonios, como la Biografía de un cimarrón, incorpora elementos narrativos que son propios de la creación literaria. Es el caso, por ejemplo, del relato del senador Paco Prío y su falaz promesa politiquera a los boteros de Artemisa, cuando leemos: “Ustedes van a ver que eso lo resuelve el hermano del presidente —dijo Paco Prío y sonrió—. Los choferes sonrieron, los guardaespaldas sonrieron. El senador montó en su Cadillac y dio la orden de partir hacia Artemisa […] 20 minutos después, Paco Prío salía del cuartel con su mejor sonrisa en los labios. Los choferes lo rodearon. Muchachos —les dijo—, todo está resuelto, todo […] lo que queremos es que en las elecciones se acuerden del hermano del presidente…”.[3]

En este fragmento, la sonrisa omnipresente y artificial en el rostro del senador, y su contagio al resto de la comitiva, nos anuncia la hipocresía de la promesa hecha, que en breve será sal y agua, poniendo de manifiesto una pequeña injusticia. Es la misma sonrisa sardónica, “enseñando una dentadura sin muelas”, del mayoral que humilla a Ricardo Santana durante su juventud en un corte de caña.

Antiguo cuartel Moncada, hoy Ciudad Escolar 26 de julio. Fotos: Tomadas de Internet
 

Justo estas historias menudas, repletas de breves iniquidades e injusticias transitorias, son parte del imaginario social de estos hombres de pueblo que, aun sin una ideología definida, lentamente van tomando una posición de rebeldía frente al indigno orden de cosas de la república burguesa. Otra postura que los define es el desprecio y la desconfianza frente a los políticos tradicionales, siempre sonrientes o ausentes. A este modelo pertenece el profesor Roberto Agramonte, quien se esconde durante el golpe militar del 10 de marzo, y cuando el militante ortodoxo Oscar Quintela toca a su puerta, un criado con la nariz arrugada le responde: “Aquí no hay nadie, el doctor se marchó y nos encargó que lo dijéramos, solo estamos el perro y yo”.[4]

Otro recurso literario es cuando el narrador entra en el subconsciente de Batista, para mostrarnos su astucia personal y al mismo tiempo su subordinación a Estados Unidos:

Batista se recostó nuevamente en el asiento y sonrió por un instante. Se dijo que estaba muy bien la estratagema de ir por carretera mientras que todos lo suponían en viaje por mar […] Batista quiso reprender al teniente pero en ese momento entraba en la bahía un hermoso barco de bandera norteamericana, y mientras lo contemplaba guardó silencio […] Batista observó la embarcación, pero enseguida cambió la vista y pensó en un artículo publicado en Bohemia, en el cual se vertían opiniones que él consideraba injuriosas para su persona.[5]

El núcleo duro de la narración descansa en el relato del viaje a Santiago a Cuba, contado desde la perspectiva personal de cada uno de los testimoniantes y (re)creado luego por Julio Travieso. Allí se expresa la humanidad, el valor y también la incertidumbre que los acompañaba. Constantes, en todo el desplazamiento, son el sentido del humor y el espíritu bromista de varios de los futuros asaltantes, como queda reflejado en la anécdota de Gildo Fleitas, chofer de uno de los automóviles que los conducía a Santiago, quien “todo el camino irá haciendo chistes, como si en vez de encaminarse a una acción bélica fuera a unos carnavales”.[6]

Aquí hay un elemento que resulta perturbador, pues la mayoría ignoraba hacia dónde iban excepto el chofer y, en efecto, en Santiago de Cuba había carnavales. Para mayor paradoja, Gildo, “simpático y alegre”, será uno de los pocos combatientes que morirán en combate durante el asalto. Luego, en otra parada a descansar, en un gesto de camaradería, Gildo Fleitas le regala un sombrero tejano a Israel Tápanes, a quien le gustaban mucho y no tenía dinero suficiente para comprar uno.

Otro elemento literario se establece a partir del énfasis del narrador en los gestos premonitorios y los presentimientos trágicos de los revolucionarios, en la medida que los diferentes carros avanzan hacia su destino final. Esto crea una atmósfera de tensión y suspenso en el relato pues, aunque sabemos el final de la historia, ignoramos muchos detalles de esa experiencia límite. En el auto de Quintela viajaba Julio Trigo, quien al llegar a Matanzas quiso escuchar unos tangos en una victrola, con el pretexto de que quizás serían los últimos que escucharía en su vida, lo que provocó que sus compañeros no tomaran en serio esa conjetura. En Camagüey, al salir, la madre de Reinaldo Benítez le cuelga una medalla de la virgen de la Caridad del Cobre y entonces una reflexión pesimista, premonitoria de una desgracia, se apodera de él. Exclama: “Qué cará, cuando uno se va a romper, se rompe de todas maneras”.[7] En el carro donde viajaba Ricardo Santana, también lleno de bromas y risas, al salir de Bayamo un revolucionario le dice a otro que estaba ensimismado: “Estás pensando que te vas a morir”. Y el interpelado responde muy serio: “Estaba pensando en la magnitud de esto y en cómo saldremos”.[8]

Ya en Santiago, la noche y madrugada antes de la acción, el carnaval oriental está en su máximo esplendor. De nuevo aparecen imágenes, con un cierto sabor onírico, que parecen presagiar lo terrible que está por llegar. Mientras Israel Tápanes observa la estatua de Francisco Vicente Aguilera, una trepidante conga lo alcanza y puede presenciar cómo alguien agrede con un botellazo en la cabeza a uno de los participantes, que cae ensangrentado a sus pies, mientras la conga sigue calle arriba sin detenerse en el acto violento. Otra premonición es la del artemiseño Carmelo Noa, quien meses antes le había confesado a su madre: “Cuando me toque morir, quisiera que me enterraran donde mismo está enterrado Martí”.[9]

“Los pormenores del ataque a la fortaleza militar son descritos con gran fuerza dramática,
enfatizando el valor y la intrepidez de los combatientes, frente al estupor primero
y el ensañamiento posterior de los soldados de Batista”.

 

Los pormenores del ataque a la fortaleza militar son descritos con gran fuerza dramática, enfatizando el valor y la intrepidez de los combatientes, frente al estupor primero y el ensañamiento posterior de los soldados de Batista. La mayoría de los asaltantes que no pudieron salir de entre los muros del cuartel o del hospital civil fueron asesinados, como demostraron luego los testimonios forenses, y los sobrevivientes que lograron romper el cerco lo hicieron de forma casi milagrosa, pues ignoraban las calles de la ciudad y el camino de regreso a la granjita Siboney.

Aquí comienza un relato del viaje en sentido inverso, una crónica de la retirada, cargada de anécdotas y peripecias que, más allá de su verosimilitud, aparecen narradas con una perspectiva de literariedad y un intenso aliento cinematográfico. Intentaré resumir algunos de estos sucesos, llenos de humor, equívocos, casualidades, contingencias y extravíos de sus protagonistas. El grupo de la célula de Calabazar, perdido dentro de la ciudad y sin poder participar en el combate, tomó la decisión de dividirse. Los que iban con Pedro Trigo abordaron un ómnibus Santiago-La Habana, cuyo conductor los ayudó a tener una coartada creíble, les regaló un pan de gaceñiga y les salvó la vida. Años más tarde, Pedro Trigo y el providencial conductor se encontraron en Moscú, y pudieron reconocerse precisamente por aquel detalle de la gaceñiga.

Por el camino, ese mismo ómnibus recogió en El Cobre a Generoso Llanes, que venía desfallecido y con el rostro demacrado, a quien los otros asaltantes pagaron el pasaje y protegieron. Horas antes, en una escena tragicómica, Generoso había logrado escabullirse vestido con una camisa de colorines, pero arremetido por un toro bravo tuvo que subir a un árbol y así pudo protegerse del agresivo animal. Luego, de regreso a la carretera, el auto de Quintela estuvo a punto de embestirlo pensando que se trataba de un soldado ebrio, y logró evadirlo lanzándose a la cuneta. Finalmente, Generoso abordó un jeep militar, cuyos tripulantes al verlo con el pantalón de soldado lo creyeron uno de los suyos que iba para una fiesta, y lo llevaron hasta El Cobre, donde abordó el ómnibus hacia La Habana.

Los del auto de Quintela, después de pasar con éxito varios cercos militares, tuvieron que transportar a dos de ellos hasta Holguín, con grave riesgo para sus vidas si resultaban descubiertos. Al llegar a Calabazar, los destinos de Quintela y René Bedia, ausentes del poblado y sospechosos de haber estado en el Moncada ambos, se separan por una historia casual que un amigo le contó a Quintela, y que este utilizó como coartada. En los casos de Israel Tápanes y Reinaldo Benítez, fueron capturados por el ejército y llevados al Moncada, donde soportaron las torturas psicológicas, antes de ser llevados al Vivac de Santiago. Florentino Fernández, el enfermero militar que había ayudado a conseguir la mayor parte de los uniformes, fue brutalmente torturado por los oficiales del SIM, pero no reveló el secreto y logró sobrevivir fingiendo que estaba loco. Luego confesaría que él no sabía “qué era más peligroso y para qué había que tener más valor, si para dejarse dar electrochoques o para ir a tirar tiros a cualquier parte”.[10]

Un nuevo día, que toma su título de una frase de Raúl Castro colocada como epígrafe de la obra, es mucho más que un libro de testimonios sobre la gesta del Moncada. Estamos en presencia de un texto que utiliza esos elementos testimoniales en función de una narrativa pensada como una suerte de novela sin ficción, dotada de una sólida dramaturgia literaria. La nota introductoria, las citas a pie de página y la bibliografía que se reseña al final, son añadidos intertextuales que funcionan como pistas falsas, puestas por el autor para hacernos creer que estamos ante un documento ajeno a los laberintos de la creación literaria. Pero este no sería un libro memorable, si no fuera por ese maravilloso mundo de la imaginación hacedora del artista, que nos devuelve a sus personajes más creíbles y humanos, y nos cuenta sus vidas y sus muertes de un modo inolvidable. Como en las buenas novelas.

Notas:
[1] Travieso Julio, Cuando la noche muera, Ediciones Unión, La Habana, 1983, p. 314.
[2] Travieso Julio, Un nuevo día, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984.
[3] Julio Travieso, Un nuevo día, p. 24.
[4] Ibídem, p. 33.
[5] Ibídem, pp. 63-64.
[6] Ibídem, p. 78.
[7] Ibídem, p. 93.
[8] Ibídem, p. 94.
[9] Ibídem, p. 127.
[10] Ibídem, p. 179.