“Realmente siento que Benito refleja el tipo de generación de crisis, no solo en Puerto Rico, sino en todas partes en este momento”.
Carina del Valle Schorske, The New York Times

Benito Antonio Martínez Ocasio nació en una familia humilde puertorriqueña. A partir de 2016, el muchacho con inquietudes musicales cambió su nombre por el de Bad Bunny (conejo malo) y se ha convertido en un ícono del trap y el reguetón, dos géneros que atraviesan una etapa de franca deformación y que muestran cada vez más las costuras de su dependencia del sistema que dicen criticar. Bad Bunny parodia, desde su seudónimo, cierta simbología sexual de las revistas Playboy, donde la conejita deviene marca indeleble de las tantas fantasías recalentadas a tenor del mercado. Las canciones, estrujadas desde la dicción, pugnan por expresar con un lenguaje llano la forma de decir de determinado sector social históricamente preterido. En apariencia, el cantante se erige en una especie de reivindicador de esas raíces humildes, pero el contenido y la intencionalidad manifiesta de los éxitos apuntan hacia una glorificación de patrones violentos, refractarios a la cultura civilizada y, sobre todo, provenientes de un interés mercadotécnico que hace presa de la banalidad a un gran público. 

Bad Bunny, además, es el vehículo para bajar determinadas líneas ideológicas, las cuales se mezclan con la melodía, las letras y la proyección escénica del ídolo. Este hecho, unido a que hoy existe un mecanismo de imposición de imagen desde los preceptos de la postverdad, ha traído el pintoresco fenómeno de que el ídolo sea propuesto desde las redes sociales como Premio Nobel de Literatura. Para una parte de los consumidores, esta sentencia asume ribetes de seriedad, pues entienden que el mensaje de la obra de Bad Bunny no solo expresa verdades muy propias de ese grupo social, sino que trasciende el momento y se adentra en otras líneas relacionadas con una supuesta lucha por la igualdad de género y antirracista. Como sabemos, el reguetón es muy crudo y las letras de este cantante califican entre las más soeces de los últimos tiempos. Habitan en los versos las referencias descarnadas al acto sexual, con desplantes a la figura femenina y cosificaciones de todo tipo. Sin embargo, como el gran público de entre los 14 y los 27 años lo consume, el mensaje puede tornarse válido incluso para bautizarlo como “progresista” e inclusivo. Simplemente, la postverdad puede decir que una cosa es lo que sea, sin necesidad de demostrarlo. Los hechos pierden relevancia ante las sentencias.

Durante la campaña de Biden por la presidencia, vimos a un Bad Bunny belicoso contra Donald Trump, a quien descalificaba constantemente. Las canciones de trap fueron bandas sonoras en la disputa electoral. Antes de eso, con la caída del gobernador de Puerto Rico, Ricardo Roselló, el cantante se atribuyó el mérito de abanderado y héroe de la gesta del pueblo contra un funcionario corrupto y su cúpula. Sin embargo, toda esta parafernalia progre del reguetonero obvia un elemento esencial: la dependencia básica de su país de los Estados Unidos, forjada a partir de la intromisión cultural y un proceso de sumisión que comenzó en 1898 y dura hasta nuestros días. Para Bad Bunny, la lucha no va de eso, sino de asumir patrones de deconstrucción, en los cuales de paso se hace publicidad a las marcas de uñas postizas, a la pintura de labios o los bolsos más caros. Este muchacho de origen humilde se ha convertido en adalid de la agenda más hipócrita de cierta ideología seudorrevolucionaria que es incapaz de conseguir nada, pero hace como si lo estuviera derribando todo. En las letras de las canciones, el autor ha introducido conceptos que dibujan un horizonte igualitario, pero los videos acontecen en mansiones de lujo, en yates, en fiestas donde se derrocha bebida, dinero y oropel. El haz lo que yo digo y no lo que yo hago es parte de la propaganda del sistema, según la cual estos sucesos performáticos estarían deconstruyendo algún tipo de patriarcado.

Lo progresista vende y, además, si se logra transformar una lucha social legítima en mercancía, se la enajena, se la paraliza y subsume en el marasmo. El precio de las entradas a un concierto de Bad Bunny ya de por sí desmiente toda intención reivindicadora del artista, toda cercanía con su pasado pobre y campesino. El Robin Hood es tan falso como un muñeco de yeso y, cuando se para en la tarima, su figura trasluce un tinte ridículo que a muchos, que aún piensan por sí mismos, les parece inaceptable. Bad Bunny repele, y precisamente esa noción de lo repulsivo es exaltada, llevada a la gloria, impuesta por encima de cualquier paradigma de concordia y buen gusto. La revolución —para el cantante— es una palabrota dicha con todas las letras, un acto de desacato a lo formal, pero de sumisión a la esencia opresiva del capitalismo. Quien paga manda y lo que interesa es que las transformaciones sean aparentes. Nadie debiera decir que un artista, que es la imagen de Biden en la gesta electoral, encarne nociones antisistema y de real progreso, sino simplemente que funciona como un virus ideológico que infecta a las masas, las trastoca, las engaña y las mueve en la dirección deseada. La metáfora del flautista de Hamelin sigue vigente y con fuerza, efectiva, arrasadora.

Bad Bunny, además, es el vehículo para bajar determinadas líneas ideológicas, las cuales se mezclan con la melodía, las letras y la proyección escénica del ídolo. Este hecho, unido a que hoy existe un mecanismo de imposición de imagen desde los preceptos de la postverdad, ha traído el pintoresco fenómeno de que el ídolo sea propuesto desde las redes sociales como Premio Nobel de Literatura.

Bad Bunny en verdad se vende como mismo ocurre con la conejita de la Playboy, solo que la operación se adapta a los nuevos tiempos. Si antes la esencia sexista explícita aludía a un canon de patriarcal naturaleza, ahora en nombre del rancio feminismo se hace negocio, se subsume al consumidor, se banalizan esencias. Aristóteles decía que la sustancia de algo era lo inmutable y se refirió a que hay un proceso de inmanencia en aquello que, en sí, constituye el núcleo duro de un fenómeno. Dicho de otra forma, el reguetón mercadotécnico del capital es y será sexista, aunque abogue por la libertad de la mujer de “perrear sola”, ya que en todo caso esa imagen tampoco estará exenta de un rédito económico, de una trasmutación en mercancía, de una fetichización y, por ende, un proceso alienador. Aunque lo progre sea cool y venda, se trata de una cadena de oropel que sostiene a la persona, la esclaviza, la acalla. Una cárcel de oro, un pozo lleno de dólares, una zanja inmunda que está perfumada con Chanel. La sustancia a la que se refiere Aristóteles es el sistema que subyace, escondido, pero que como esencia constitutiva no permite que la naturaleza del arte de Bad Bunny sea otra cosa que el sistema mismo, o sea, el consumo como alfa y omega.

El progresismo de este tipo de música funciona como la virulencia de la covid-19: nos infecta, muta, engaña los sentidos y los aparatos de defensa, salta por encima de mecanismos conscientes y logra paralizarnos o matarnos. Ese fallecimiento del espíritu, que no de las funciones fisiológicas, alude a la caída de la capacidad de juicio, a la aceptación acrítica del mejor de los mundos posibles, en el cual Bad Bunny pudiera ganar el Premio Nobel de Literatura y eso no sería un escándalo. Como la propia covid-19, el cantante es promovido por los medios, impuesto avasallantemente. Nadie se atreve a atacar esto desde la frontalidad, pues el propio Bad Bunny ya ha cancelado a quienes se le opongan como racistas o sexistas. Por ende, lo progre, lo revolucionario y lo buenista es asumir al autor, santificarlo en la sacrosanta plataforma reguetonera y darle el beneficio de adalid de los humildes aunque nada sea más incierto. Vestir una falda ha sido suficiente para validar al que suelta una sarta de sentencias machistas, al que, de hecho, tiene una filosofía de vida encarnada en patrones de consumo y de trivialización. La postverdad ha sido eficiente escondiendo la sustancia del sistema que subyace en Bad Bunny, trastocando lo evidente en las mentiras hipócritas del momento. Así, si bien los hechos hablan de la agresividad y la violencia de este autor, la forma lo encubre y lo justifica, lo promueve y lo establece como bandera del stablishment. Quien lo cuestione se enferma con esta covid-19 que es el linchamiento mediático, la soledad punitiva de las redes sociales, el frío aliento de quienes siguen como borregos el mandato de facto.

Los fenómenos de la conciencia son más complejos de lo que estamos dispuestos aceptar. La música de masas, esa que se arraiga y genera simbologías, funciona como polea de trasmisión acrítica de las líneas del sistema. Los empleados de este mecanismo, los cantantes, ni siquiera son conscientes de su nivel de implicación, aunque, cínicamente, saben que tienen un guion ventajoso cuya esencia no es negociable. La cultura woke que se exalta desde las plataformas comunicacionales tiene el talón de Aquiles de la irracionalidad, pero cuenta con la potencia avasallante del algoritmo y de la postverdad, de la cancelación y lo emotivo, del odio y del resentimiento, de la frustración, la rabia y las pasiones mal dirigidas. Los integrantes de la generación de los “despiertos” o “iluminados” creen estar luchando contra algo, cuando en verdad lo validan. El fenómeno no es nuevo, si se va a las raíces del movimiento hippie de los años de 1960 en adelante se verá que, tras una euforia revolucionaria, la esencia se disuelve en teorías místicas en torno al consumo de estupefacientes y la experimentación sexual. Lo que en apariencia estaría desmontando el sistema, en verdad es un revival que lo oxigena, que lo atraviesa con una autoridad nueva y alienante y que lo acepta y santifica. La cultura woke y los hippies tienen en común el hecho de confundir lo performático con lo histórico, lo formal con lo continente, lo grosero con lo crítico, el dinero con el empoderamiento de clase y las luchas por la desalienación. Al final, el sistema ha logrado imponer las lógicas de un capital que no esconde su victoria, sino que la exhibe y se ufana de seguir existiendo entre nosotros. Entretanto, Bad Bunny quedó bien con Dios y con el Diablo: por un lado fustigó en apariencia la cadena (lo superfluo) pero respetó al mono (el contenido) y pocos se darán cuenta y lo denunciarán. El rédito económico innegable será la recompensa para un autor interesado en la mera trascendencia de mercado.

Existe un mecanismo de imposición de imagen que ha traído el pintoresco fenómeno de que el ídolo sea propuesto desde las redes sociales como Premio Nobel de Literatura. Foto: Internet

Para un diario tan mainstream como The New York Times, el autor de reguetón es una especie de mesías del progresismo a lo Biden. Se lo presenta como ejemplo de hombre igualitario, desprejuiciado, irreverente. Pero la propaganda elude otros detalles más significativos y a la vez maquilla evidencias que contradicen las tesis esgrimidas. Bad Bunny pudiera mañana obtener el Premio Nobel de Literatura en un mundo donde se ha degradado el concepto mismo de lo que es arte, pero ello no quiere decir que tendrá que tomarse en serio su falso activismo por los derechos humanos. Lo que mantiene más en vilo a los verdaderamente despiertos —que no son los de la cultura woke— es la necesidad de criticar racionalmente este terraplanismo musical que se propone vendernos el atraso como adelanto progresista. Aquello que mueve a quienes no están infectados por el virus de la posmodernidad y la mentira es la vital tragedia de hallarnos como seres, nosotros mismos, sin que se nos impongan agendas interesadas.

Bad Bunny es un genuflexo más, vestido de rosa, con una falda y cargado de collares y de uñas de acrílico. Su imagen ridícula no encarna ninguna liberación, sino que promueve el más aberrante discurso conservador y sexista, colonial y adormecido. La realidad performática que rodea al personaje no es real, valga la redundancia. Su compraventa ha acontecido en los pasillos del más poderoso pacto sistémico. El feminismo que usa es como el vestido que publicita: neoliberal y clasista. Nada en la imagen del artista pareciera auténtico, digno de ser tenido en cuenta. Sin embargo, podemos adentrarnos en él, desentrañar por qué se da la metamorfosis desde el niño humilde hasta el conejo malo, ir a lo más profundo de ese humano que aún pervive detrás del oropel. Quizás ahí hallemos un hombre solo, confundido, en la más plena alienación, ansioso por encontrar una respuesta y guiado por los intereses que lo subsumen. Después de todo, el reguetón es también un estado existencial de la persona que lo propaga.

Su imagen ridícula no encarna ninguna liberación, sino que promueve el más aberrante discurso conservador y sexista, colonial y adormecido. Foto: Internet

Acotaciones críticas aparte, Bad Bunny no carece de talento, de hecho tiene cierta energía y proyección escénicas que le imprimen histrionismo a las presentaciones. Las letras, si bien grotescas, absurdas y agresivas, intentan dibujar un mundo cercano a la marginalidad, quizás como intento fallido de denunciarla. El autor, aunque instrumentalizado, tiene inquietudes políticas, solo que se van por la tangente del sistema y no arriesgan demasiado. A sus poco más de veinte y tantos años, el reguetonero ha estado en los Grammy y tuvo la oportunidad de grabar con otros afamados. La soledad de ese ser auténtico que mora en el interior de Bad Bunny hace que con el tiempo su actividad creativa se le parezca menos y se asemeje más a la industria. Dentro de poco, el muchacho real dejará de existir y solo quedará el ruido inconexo. El autor es la primera víctima del propio mal que contribuye a propagandizar.

Cualquier luz que surja en esta dinámica se irá apagando hasta convertirse en el fuego fatuo de los escenarios, nada detendrá el macabro oscurecimiento del alma que acompaña a los mecanismos de la cultura woke imperante. Bad Bunny tendrá que conformarse con ser el conejo malo y, al menos en apariencia, él estará contento con ello.

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