Un ser irrepetible

Lucía Sardiñas
16/11/2017

Mi visión sobre Mirta Aguirre se inscribe en el periodo comprendido entre 1967, año en que la vi por primera vez, y 1980 cuando, tempranamente, nos abandonó físicamente.

La conocí a finales de 1967, a mi regreso de la Expo 67, que se celebró en Montreal, Canadá. En una ocasión, Vicentina Antuña, directora de la Escuela de Letras por esa época, me dijo que Mirta quería conversar conmigo y mis rodillas comenzaron a temblar porque conocía todo lo que sobre ella se hablaba: su rispidez, mordacidad y agudeza crítica.

Cuando me senté en la punta de la silla, delante de Mirta, me relajé completamente. Fue  una mutua atracción espiritual, una identificación política, una comunidad ideológica. Desde ese día, y para siempre, fue la persona a la que acudí ante cualquier preocupación docente o política.

Imagen: La Jiribilla

Anécdotas tengo muchísimas, porque ella dejó una impronta en mi formación cultural y política. Siempre creyó ver en mí mucho más de lo que realmente había, tanto docente como políticamente. Cuando se hizo la Asamblea de ejemplares para la construcción del Partido en la Universidad, en la que fuimos propuestas siete profesoras, yo me encontraba entre ellas. Traté de no ser incluida, no porque no lo considerara más que un honor, sino porque, entre las otras seis, yo no era sino una brizna de paja. Estamos hablando de Vicentina Antuña, Mirta Aguirre, Graziella Pogolotti, Nuria Nuiry, Isabel Monal y Dolores Nieves, todas con un abultado historial político, de lucha insurreccional y condiciones humanas notables. Sin embargo, Mirta asumió mi defensa y, con el enome respeto que todos le tenían, logró que fuera electa como una de las “siete contra Tebas”.

Mirta fue un ser irrepetible, una acuciosa ensayista, una maestra en la más profunda acepción de la palabra, una comunista.

Sobre Del encausto a la sangre: Sor Juana Inés de la Cruz (1975) tengo una vivencia única. Nos llegó una convocatoria desde México, para participar en un concurso sobre Sor Juana, pero cerraba 15 días más tarde. Después de rápidas deliberaciones llegamos a la conclusión de que en tan corto tiempo solo alguien que ya hubiera estudiado esta figura podía hacerlo. Y a mí me tocó la tarea de pedírselo. Llegué a su casa y empecé una conversación con circunloquios y sin entrarle de lleno. Mirta me miró, sonrió socarronamente y me dijo: “A ver, Lucy, ¿qué tienes que decirme?”. Cuando se lo comuniqué me dijo: “Ven dentro de una semana a buscarlo”. Y así fue. El resultado todos lo conocen: ese maravilloso libro, no suficientemente estudiado, que comienza: “Con tinta roja…”. Desde luego que, en una semana, dejando a un lado la genialidad de Mirta, solo podía hacerlo quien, como ella, llevara años investigando a esa figura literaria del mundo colonial hispanoamericano, a quien admirara tanto, quizá por algunas semejanzas con ella misma.

Todavía no se conoce la totalidad de la obra de Mirta Aguirre, porque hay mucho material inédito. Hace algunos años hicimos un levantamiento para publicar sus Obras completas y recopilamos textos para formar cerca de 15 tomos. De estos trabajos se han publicado Presencia interior (1938); La obra narrativa de Cervantes (1971); El romanticismo de Rousseau a Víctor Hugo (1973); Juegos y otros poemas (1974).La lírica castellana hasta los Siglos de Oro (1977); Ayer de hoy (1980); Un poeta y un continente (1982); y las Crónicas de cine (1988).

Dentro de su obra lírica, si tuviera que escoger tres poemas —aunque tal vez no sean los de mayor riqueza estilística o profundidad conceptual—seleccionaría: Canción antigua a Che Guevara (1970); “Yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro”; y los “Cantares del mal de amores”.

Mirta fue un ser irrepetible, una acuciosa ensayista, una excelente profesora universitaria, una notabilísima especialista del universo cervantino, una destacada crítico de cine (labor que realizara en las páginas del periódico Hoy entre 1944 y 1961), una militante disciplinada, una maestra en la más profunda acepción de la palabra, una comunista.

Ese es el ser humano que yo recuerdo: una persona profundamente humana, de una sensibilidad exquisita que escondía bajo una apariencia de dureza e intolerancia. Jamás imponía sus criterios, pero tenía un poder de convencimiento, una lucidez en la argumentación que desarmaba a todos. Quien diga que Mirta era intolerante, impositiva o dominante, no la conoció bien, no supo escarbar  la inmensa ternura que escondía.