Hay una banqueta en la cabina, una banqueta solitaria y extraña. Demasiado empinada, demasiado anacrónica. Nada tiene que ver con su recia armazón de madera. Casi me iba a reír, casi iba a preguntar, cuando llegó ella.

“A veces, una banqueta puede ser un trono”. Foto: Misael Lageyre Mesa / Cortesía del autor

La vi subir los escalones, con el bolso colgándole del hombro, con la sonrisa fresca. La vi instalarse, dueña, en su enorme banqueta, empezar el concierto de la radio con sus dedos minúsculos. Y de pronto, “Otoño sin final”, las cuerdas del argentino Dioni Velázquez, lo inundaron todo…

El destino restalló su látigo, la empujó desde temprano, la comprimió en el vientre materno. Era un milagro, dijeron, una brizna de hierba. Y sin embargo, Lucía ―con su nombre de ópera, con su aureola de cine― era la vida.

Un día crucé la plaza, como una anunciación, un exorcismo. Con el sol en el cenit. Dejaba un mundo de papel atrás y entraba al universo del micrófono. Ella me ayudó a cruzarlo.

Lucía Dalis Mustelier Ramos era celosa, celosísima de la puntualidad. Me abrió un espacio en su revista vespertina Música y algo más en Radio Siboney. Una ventana a la cultura de Santiago y el mundo.Cuando sonaba el teléfono, ya sabía. Su voz inconfundible me daba los buenos días, y a seguidas, comenzábamos a planificar la tarde, la semana…

Una dulzura de acero

Un día me hice el desentendido, la musa a veces se distrae. La vieja máquina Robotrón y el papel en blanco, discordaron. Llegó el llamado perentorio, una, dos veces. Y cuando Lucía sintió que las teclas no rompían el aire, cuando vio que los minutos caían imperturbables, que el cronista no daba de sí… bajó de su banqueta, bajó las escaleras y me tomó del brazo.

Era una “dulzura de acero”, ha dicho su hermana Bertila López Ramos. Solo le bastaba una mirada.

“Era una ‘dulzura de acero’”.

Lucía puso la voz y acompañó la música. Fue locutora hasta que el destino la volvió a empujar y se hizo directora de programas. No había un suceso de la cultura que no dejara huella en su revista, sin importar a quién tenía que llamar, a quién tenía que tocar.

Tengo en mi memoria una velada de la Asociación Cubana de Limitados Físico-Motores (Aclifim), de la cual Lucía era la conductora. La veo de azul brillante. El teatro Oriente vivía un suceso. Uno de los invitados llegaba desde el Reino Unido: acercaron su silla de ruedas al piano, inclinó la cabeza y empezó a tocar las teclas… con la lengua. No le había quedado mucho más.

Al centro, Lucía Dalis saluda con su mano en alto, junto a sus compañeros de Radio Siboney. Foto: Cortesía de Zulima Nicolau

Ella dijo sus versos, trenzó las palabras, y al final, se desató a bailar. Lucía era mucha Lucía. Nunca he visto una danza tan hermosa.

No era ninguna improvisada. Por encima del corsé que le apretaba como una hiedra, estudió en la Universidad de Oriente. No una, sino dos carreras: Letras e Historia del Arte. Yo le pregunté cómo y solo obtuve un leve encogimiento de sus pequeños hombros.

Un do de pecho entonado en silencio

Me gustaba observarla cuando llegaba, cuando bajaba de la parrilla de la bicicleta que su compañero había mandado a adaptar. Era su carroza. Era una sinfonía ante nuestros ojos, un do de pecho entonado en silencio.

“Lucía era mucha Lucía”.

Me tocó ir a su casa en los momentos difíciles. ¿Cómo me ves?, me preguntó desde su cama. Mis ojos la retenían como el primer día, cuando la vi instalarse en su alta banqueta y comenzar la puesta. No tenía derecho a llorar ante quien no había visto llorar jamás.

Hace veinte años me tocó despedir a una mariposa.

Hay una banqueta en la cabina, una banqueta solitaria y extraña. A veces, una banqueta puede ser un trono.

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