Una pandemia entre el azar, las paradojas y la esperanza

Alejandro A. Quirós
3/3/2021

Así como Borges se contentaba al decir que “a la realidad le gustan las simetrías”, nosotros afirmamos que lo azaroso, lo imprevisible y lo sorpresivo portan consigo una irresistible afinidad con las paradojas. Una de esas paradojas, verificadas en estos tiempos de inesperada cuarentena —súbita irrupción de lo imprevisto en el escenario histórico—, consiste en el consenso al que han arribado varios pensadores, quienes, con visión esperanzadora, auguran que tras el distanciamiento masivo sobrevendrá un nuevo tipo de sociabilidad. Independientemente del rumbo que adquiera el porvenir, la relación que allí comparece es, en definitiva, la que tiene lugar entre el individuo y la sociedad, la comunidad. Aspecto sumamente interesante, por cierto, y que nos aproxima a esta lejana formulación marxista: “La esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de sus relaciones sociales”.

“Tras el distanciamiento masivo sobrevendrá un nuevo tipo de sociabilidad”. Ilustración: Brady Izquierdo
 

Según este conciso postulado de Marx —contenido en una de sus Tesis sobre Feuerbach—, los rasgos configurativos de lo humano no vienen dados de antemano, sino que están sujetos a vínculos vigentes con la sociedad. No sería factible, pues, concebir una esencia inmanente a la individualidad humana, es decir, una construcción abstracta, ajena a las relaciones interpersonales, ya que el ser humano es un sujeto social. Habría, en cualquier caso, un componente de índole social que se presenta como factor constitutivo de la naturaleza humana. Dado el carácter social de nuestra especie, “el hombre” será siempre un proyecto inconcluso, en cuya configuración habrán intervenido, de manera decisiva, las concretas relaciones imperantes en su tiempo y el proceso histórico de su época.

El Che tuvo la oportunidad de abordar estas cuestiones, empíricamente y “en tiempo real”, durante los años iniciales de la Revolución Cubana. Sus impresiones quedaron plasmadas en un recordado artículo que escribiera para el semanario montevideano Marcha mientras andaba de gira oficial por África. Allí, entre otras cosas, expresó: “Intentaré, ahora, definir al individuo, actor de ese extraño y apasionante drama que es la construcción del socialismo, en su doble existencia de ser único y miembro de la comunidad. Creo que lo más sencillo es reconocer su cualidad de no hecho, de producto no acabado. Las taras del pasado se trasladan al presente en la conciencia individual, y hay que hacer un trabajo continuo para erradicarlas”.

Ernesto Guevara refirió la dualidad de este proceso: “por un lado actúa la sociedad con su educación directa e indirecta” y, por otro, es el propio individuo el que desarrolla “un proceso consciente de autoeducación”.  Justamente en este texto el Che hace referencia a su original proposición del “hombre nuevo” cual horizonte aspiracional; determinante en la sociedad que la Revolución se proponía forjar. “En este período podemos ver el hombre nuevo que va naciendo. Su imagen no está todavía acabada; no podría estarlo nunca, ya que el proceso marcha paralelo al desarrollo de formas económicas nuevas. (…) Es necesario el desarrollo de una conciencia en la que los valores adquieran categorías nuevas. La sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela”.

Al desarrollar estos temas sobre la saga pandémica, una imagen emblemática viene a nuestra mente: aquella postal norteamericana donde seres humanos hacen fila frente a una armería para proveerse de armamentos y municiones. Pareciera que el american way of life (el conjunto de relaciones sociales en que se desenvuelve “el sueño americano”) se corresponde con un modo de afrontar la crisis sanitaria que incluye, de manera esencial, el equiparse hasta los dientes con artefactos letales. Las noticias informaron acerca de un histórico récord de venta de armas en Estados Unidos; gran éxito comercial suscitado por el coronavirus, y favorecido por la decisión de Donald Trump de mantener las armerías entre los negocios básicos para la continuidad de la vida. ¿Acaso otra paradoja?

En ese contexto, el reverso del dólar que acumularán con placer los codiciosos fabricantes de armas estadounidenses parece hallarse marcado por el inaccesible precio del tratamiento médico contra el famoso virus; sumida como está la atención de la salud bajo la lógica mercantil propia de un sistema privatizado.

¿Cuál es la matriz profunda que nutre e impulsa una formación social que, en plena pandemia, es capaz de producir esa serialidad humana que serpentea por las veredas hasta desembocar en el expendio de máquinas mortales? La mercantilización de las relaciones sociales parece acceder a su correlato inmediato en esa subjetividad que se dispone, presurosa y seriada, a vaciar los escaparates donde brillan insumos mortíferos.

Well, well, well… ¿En nombre de cuáles valores, supuestamente universales, los aclamadores de dicho “proyecto civilizatorio” se arrogan la potestad de condenar y hostilizar cada rincón del planeta donde se construye con esfuerzo un modelo organizacional basado en otras lógicas asociativas?    

Cual aporte inesperado —¿otra punzada del azar?—, mientras formulaba yo estas interrogantes, el diario Clarín del 9 de abril de 2020 ofrecía un sugerente título: “Coronavirus, racismo y desigualdad: la epidemia desnuda todas las miserias de Estados Unidos”. Dicha “desnudez” mencionada por el periódico me remite al “striptease de nuestro humanismo”, aquel que Sartre le enrostrara a sus coterráneos europeos en su célebre prólogo a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon. La constatación que Sartre se esmeraba por exhibir en fragmentos que hoy adquieren inusitado vigor era la siguiente: “Hay que afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología mentirosa”.

Los párrafos de Sartre, vertidos al fragor de la formidable insurrección anticolonial del pueblo argelino —donde vemos el rastro de aquella proposición marxiana que citáramos más arriba—, son ardientes y deslumbrantes: “Nada más consecuente, entre nosotros —se dice a sí mismo y se dirige a los europeos—, que un humanismo racista, puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos”. E inmediatamente añade: “Se encontraba en el género humano una abstracta formulación de universalidad que servía para encubrir prácticas más realistas: había, del otro lado del mar, una raza de sub-hombres que, gracias a nosotros, en mil años, quizá, alcanzarían nuestra condición”. A renglón seguido deja al descubierto esos “caros valores” que siempre están dispuestas a esgrimir las potencias coloniales cuando se trata de legitimar el alcance “global” de su dominación: “Puesto que los otros se hacen hombres en contra nuestra, se demuestra que somos los enemigos del género humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de una pandilla. Nuestros caros valores pierden sus alas; si los contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que no esté manchado de sangre.”

Podría señalarse, cual pertinente objeción, la distancia que media entre un “striptease” provocado por la acción emancipatoria de los pueblos sometidos a la opresión colonial, y esta otra “desnudez” que mencionaba Clarín y que tiene su origen en la propagación mundial de un virus. Incluso mediando esa salvedad, tal vez sería factible extraer del común desvelo al que asistimos la recurrente persistencia de ciertas constantes históricas, sobre todo aquellas que impactan en el plano crucial de la conciencia. Como sea, nunca estará de más volver a pasar por Sartre y por ese imprescindible texto anticolonial.

La actual pandemia del coronavirus tiene lugar en medio de la hegemonía del capitalismo financiero a escala global. El carácter dañoso del virus radica en su capacidad de multiplicarse a partir de la colonización de ciertas células del cuerpo, lo que desencadena su consecuente expansión destructora. Por su parte, la “novedad” que introduce el capitalismo en su fase de acumulación financiera consiste en la capacidad del dinero de replicarse sin necesidad de pasar por circuito productivo alguno; eso que se conoce (o se conocía) como “economía real”.

Como se sabe, uno de los principales centros financieros del mundo se halla en la ciudad de Nueva York, con sus calles de neón: Wall Street y su bolsa todopoderosa; megalópolis que se convirtió, a su vez, en uno de los principales focos de la pandemia mundial. El emblema financiero de Occidente, la nave insignia de la opulencia bursátil, allí donde se mueven suculentas fortunas diarias. A pesar de ello —¿o precisamente por ello?—, llegada la hora en que era preciso defender la vida, no logró el amparo de elementales suministros médicos (objetos mercantilizados que también quedaron atrapados en una endemoniada disputa comercial por su apropiación).

Fue también Nueva York el lugar del que provinieron esas imágenes trágicas —“espeluznantes”, a tenor del adjetivo elegido por Clarín para titular su nota del 10 de abril de 2020— donde los cadáveres, arropados al fin en otras bolsas, se apilaban en improvisadas morgues móviles y en “fosas comunes” especialmente preparadas sobre la Isla Hart. En el imperio del individualismo posesivo, de la competencia, del éxito personal, del egoísmo como virtuoso motor social, del consumo obsesivo, del “emprendedurismo”, se excavaban fosas que eran —ellas sí— “comunes”. En la “ciudad de los rascacielos”, palas mecánicas rascaban en sentido inverso y se hundían en lo profundo de la tierra para culminar la triste y póstuma “gestión de los cuerpos”.

No soy muy afecto a las moralejas, pero si al fin y al cabo la muerte es común a todos, ¿no podría pensarse en algún otro modo de habitar la Tierra —o transitar entre la tierra y el cielo— donde lo común fuese la vida? 

El cuadro internacional todavía reclama ser coloreado con otras pinceladas grotescas. No podía faltar la aciaga combinación de la “última ratio” de la globalización neoliberal: el dinero y las armas. En un juego de virtuosas bondades liberales, el Pentágono, por un lado, ordenó el despliegue de una poderosa fuerza militar sobre el mar Caribe (con una cobertura discursiva de supuesto combate al narcotráfico que atacaba, en verdad, la inteligencia humana, y cuyo propósito real consistía en seguir perpetrando su vil injerencia contra Venezuela), y por otro lado, Trump decidió —en plena pandemia, claro está— quitar el financiamiento a la Organización Mundial de la Salud.  

Si se trata de dejar registro de los sitios donde anduvo la humanidad, cabría tomar nota de la intervención que le cupo a Cuba y su estrella solitaria (y solidaria). Dos actos emanaron entonces de la Mayor de las Antillas: la producción de Interferón Alfa-2b” (droga utilizada en el tratamiento de la COVID-19), y el envío de las Brigadas Médicas Henry Reeve con destino a Italia y Andorra. Frente a la defección de la Unión Europea, fue Cuba quien acudió en auxilio del rico norte italiano y del Principado de Andorra.

El corresponsal de Clarín, Julio Algañaraz, tituló así su reporte del 1ro. de abril de 2020: “Coronavirus en Italia: los médicos cubanos llegaron con un as en la manga”. Gestos donde resuenan aquellas premonitorias frases pronunciadas por Fidel en el discurso que brindara sobre las escalinatas de la Facultad de Derecho de Buenos Aires (2003): “¡Médicos y no bombas!”. El titánico metal de voz de Fidel, envuelto en un eco de dignidad imperecedera, repetía: “¡Médicos y no armas inteligentes de certera puntería!”. ¿Acaso también repicaban allí reminiscencias de aquel “hombre nuevo” que sostenía la incansable acción revolucionaria del Che? Si bien escrito muy rápido, ello condensa una espesura simbólica que será preciso retener.

Finalmente, se me figura que la situación actual denota una última paradoja: el capitalismo “realmente existente”, tan celebrado y aplaudido como el único sistema plausible para habitar la vida, no es solo un sistema de muerte, sino que él mismo está ya fenecido. Afectado por una obsolescencia irreversible, subsiste en su perniciosa capacidad de daño. En cambio, los senderos teóricos abiertos por el vasto “populismo latinoamericano” —malamente denostado y desechado cual trasto viejo, obsoleto, anacrónico e inservible— muestran una vitalidad tan vigorosa como indispensable para atisbar caminos alternativos a la explicitada barbarie del orden social del capital.

La cuadrícula homogénea del calendario luce signada por una clara señal disruptiva: se cumplen 40 años de la muerte de Jean Paul Sartre. Aprovecho entonces para preguntarle al gran pensador francés si quisiera formular algún comentario. Como inmerso en un mantra, sin soltar el cigarro que le encendiera el Che una noche habanera, el propio Sartre me dicta: “El marxismo es una filosofía viva, pues aún no han sido superadas las condiciones sociales que le dieron nacimiento”.