En uno de sus tantos ensayos que abordan el tema, Jorge Luis Borges habló de las tipologías de la eternidad. Sin duda, la más cercana, mortal y física es la naturaleza de ser sucesivos, o sea, de transcurrir en el tiempo y unirnos de alguna forma a esa sustancia infinita. La esencia de este mensaje acompañó aquella visita hecha por Fernández Retamar a Borges a mediados de la década del ochenta del siglo XX, en el apartamento de la calle Maipú en Buenos Aires.

“Cada autor tiene un tiempo, y Borges había elegido el sucesivo y transgresor”. Fotos: Internet

Hacía pocos años que Argentina estaba en democracia y, más o menos, existía una libertad para que poetas de uno y otro lado del espectro político se entrevistaran. El cubano iba con la premura de realizar una antología borgeana, una que hiciese un recorrido por la figura argentina y dejara al lector con sabor a totalidad, a eterno. En La Habana solo los más enterados degustaron los ensayos, poemas y cuentos de aquel que ahora descansaba añejo frente a Retamar.

Antes de eso, en medio de la dictadura batistiana, Borges había firmado un documento contra el tirano. Su vocación libertaria, anarquista, lo llevaba a unirse a sus amigos cubanos en la gesta. De la Isla el argentino supo gracias a Virgilio Piñera, quien tuvo una estancia en Buenos Aires y se vinculó a la revista Sur que dirigía Victoria Ocampo y en la cual militara alguna vez el propio Borges. Retamar dice, en las palabras iniciales de la entrevista-visita que luego devino prólogo de la antología, que le relató al genio del sur esos instantes en que leía la obra borgeana en una vivienda del barrio de La Víbora, y cómo, en lo sucesivo, pasó cerca de cuarenta años leyendo los mismos textos. Borges se excusó, apenado sinceramente. La distancia geográfica y política hizo que el argentino y los cubanos se fustigaran, se mirasen con desconfianza, y ahora, al cabo de décadas, volvía el momento conciliatorio. Cuba no se perdonaba seguir sin Borges.

El tiempo trae otros capítulos de esta historia, como aquellos en que la izquierda había llamado angloescritor al autor de El Aleph; también lo motejaron con las etiquetas de matemático, frío, distanciado del pueblo. Desde los inicios hubo esa rencilla contra alguien que en realidad hablaba de la esencia humana desde los parajes más propios y entrañables. Mucho se tardó en captar la parábola de Borges, y al llegar 1959 con los cambios en Cuba, aún la recepción de su obra y manera de hacer no era del todo correcta ni capacitada, de hecho, pocos se enteraron de los núcleos y la riqueza que había en esos párrafos irónicos, intertextuales, metafísicos. Cada autor tiene un tiempo, y Borges había elegido el sucesivo y transgresor, ¿o lo eligieron a él?

Más allá de la necesidad de que el lector cubano contara con una publicación accesible para conocer la obra del sureño, estaba la fascinación y el respeto de Retamar hacia Borges. Esos sentimientos, propios de un caballero, sobrepasan las líneas y las marcas de un panorama tan variable como el de la política cotidiana, y se inscriben en las sucesiones de ese cuadro eterno, de ese fresco que recoge la universalidad y lo particular de la cultura.

“Cuba no se perdonaba seguir sin Borges”

Varias veces se quiso que Borges arremetiera contra otros proyectos sociales; se le incitaba y se le daba el micrófono, pero como buen bardo, esgrimía el irónico azote sobre quienes viven el instante oportunista. Lo mejor que pudo suceder, en décadas de crispación y miramientos, fue aquel encuentro en el apartamento de la calle Maipú, esa fugaz escena de palabras, a veces vagas, que apuntaban hacia una obra trascendente.

En 2018 un estudio malintencionado abordó la recepción de Borges en Cuba, y colocó al autor como uno de los “malditos” cuya savia estaría proscrita. Nada más lejano: el único obstáculo a salvar era el autorizo del propio genio para que las imprentas cubanas publicasen su obra. Y a eso iba Retamar, con la humildad de la grandeza, oxímoron tan borgeano como todo el ambiente y el cuadro que rodearon el proyecto editorial. Sobre la supuesta mala recepción en Cuba, el estudio realizado en Estados Unidos en 2018 dijo que escritores como Luis Rogelio Nogueras debieron recibir en silencio y manifestar veladamente la influencia de Borges; también, que la lectura del sureño era algo así como un acto de desacato, de huida, de fuga y rebelión velada. Sin embargo, desde los tiempos de Orígenes, los cubanos eran del grupo de privilegiados que leyeron muy bien a Borges, que lo valoraron y le dieron ese sitial que aun en Argentina no tuvo. Años después, todavía en el fuego cruzado de la guerra fría cultural, el propio Retamar escribió varias prosas en las que el sureño seguía siendo ese faro, la estrella misteriosa que nos habla sin tener deudas con nimiedades ni cosas pasajeras.

Dice Borges en su libro Historia de la eternidad que ninguna de las sucesiones temporales que fueron formuladas por los hombres dio en definitiva con la esencia, ya que se trata de coexistir mágicamente en el mismo momento, como una totalidad. Quizás ahí estaba la clave de la visión política del autor, tan incomprendida: no importa qué tan diferente pensemos, si formamos una misma sustancia que nos lleva hacia el destino común, el nuestro, no solo latinoamericano, sino mundial. De hecho, en uno de sus cuentos más célebres, “El milagro secreto”, se narra la suerte del dramaturgo Jaromir Hladík, quien recibe la concesión de un tiempo especial, el del arte, para que culmine su obra. A punto de ser ejecutado, todo se detiene y asume un nuevo ropaje, una coexistencia de las dimensiones en la cual solo interesan la belleza y el bien. Ese era Borges.

“La presencia de la figura se engrandece y toma sitio en las letras cubanas”.

Quizá algún día haya que estudiarlo como filósofo, más que como escritor, si es que descubrimos la totalidad de su juego cabalístico, si hallamos el destino latinoamericano, universal, eterno. En aquella visita-entrevista de la calle Maipú, Retamar, todo un joven de cincuenta y pico de años, iba en pos de ese hallazgo y volvió a la Isla con el autorizo para publicar las Páginas escogidas que hoy circulan por Cuba. Desde entonces hay quien relata que ha visto a Borges en un café en alguna esquina de La Habana o Santiago, leyendo unos papeles o dibujando círculos extraños en el suelo con su bastón. La presencia de la figura se engrandece y toma sitio en las letras cubanas, al punto de ser el referente de muchos autores noveles.  

Debemos, parafraseando un memorable inicio borgeano, a la conjunción de una visita-entrevista, un joven de cincuenta y pico de años y un venerable autor eterno; el conocimiento del nuevo destino, de la ruta que nos conduce al jardín memorable. Borges hablaría de los milagros de la cábala, de los misterios de los astros y del color que se revela en las aguas a orillas del Ganges, pero sus lectores descifran en esa cantidad hechizada el comienzo de otra era de hallazgos, donde no caben mezquindades.

Retamar siguió leyendo al sureño de una manera obsesiva, según dijo en entrevistas y ensayos posteriores, lo cual estimuló la afluencia de imágenes cabalísticas hacia la Isla. Años después, en una conferencia, Eduardo Heras León describió cómo su mente le había jugado una treta: cierto relato que le pareció de la autoría de Borges era en realidad suyo, solo que no lo había escrito. Cosas más extrañas aún se registran hasta en los sucesos más nimios de la literatura.

Nada escapa al círculo de las eternidades, mucho menos la sensibilidad y el arte, las imágenes y las cábalas metafísicas, los acercamientos al genio. Como el personaje Jaromir Hladík, volvemos a empezar la obra, casi desde cero, en un tiempo detenido, donde se suceden los interminables Borges de la cultura y de la vida, las esencias recompuestas del destino. 

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