Uneac: estela y perspectivas de un Congreso

Luis Toledo Sande
4/7/2019

El IX Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba fue breve: apenas un fin de semana —el último del pasado mes de junio—, pero esa duración ha sido superada ya por la estela de valoraciones y esperanzas que ha dejado en el bando de las fuerzas revolucionarias. Al otro bando, diga lo que diga, no lo complace en realidad nada que no sea atacar a la Revolución cubana y vaticinar su derrota, como quien practica tenazmente un deporte en el cual oculta, o eso intenta, el aburrimiento que le produce una tarea en que lleva al hilo seis décadas de fracaso.

Fotos: Yerelys Gil Cuervo
 

Las fuerzas revolucionarias tienen, en cambio, el estímulo de ver que sus enemigos —con el poderoso imperialismo estadounidense en el centro y a la cabeza de ellos— le han hecho mucho daño a Cuba, pero ella continúa su marcha. Lo ratificó el reciente congreso de la Uneac, celebrado cuando ya el Estado y el Gobierno de la nación no lo dirige un exponente de la denominada generación histórica.

Que el Gobierno y el Estado de Cuba los encabece hoy alguien que no había nacido en 1959, es otra expresión visible de la firme continuidad que se vive en la brega revolucionaria, y otra rotunda señal de frustración para los enemigos del socialismo. Ese espíritu le dio fuerza a la celebración de un foro que siguió creativamente la senda de las Palabras a los intelectuales pronunciadas por el líder de la Revolución cincuenta y ocho años antes, en 1961 y también en un mes de junio.

Dentro de la Revolución —asumida en su sentido más amplio, integrador y profundo, como demandó en el discurso de clausura del congreso el presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Miguel Díaz-Canel Bermúdez—, el reciente foro de la Uneac ratificó lo que ha venido caracterizando a dicha organización: su voluntad de, sin atascarse en límites gremiales, comprometerse con los problemas del país, y poner ideas y bríos al servicio de sus soluciones. Esa meta, que a su vez da paso a otras, incluye un requerimiento al cual se refirió de modo explícito el dirigente cubano: recordar, y aplicarlo en los hechos, que las citadas Palabras de Fidel se dirigieron centralmente a escritores y artistas, pero el concepto de intelectual abarca asimismo a creadores en otras profesiones, en las distintas esferas del conocimiento y la atención a las necesidades y los ideales de la sociedad.

Que el foro haya funcionado con acierto sin lo que fue la asidua presencia física de Fidel en la mayor parte de ellos, también fue confirmación del rumbo mantenido conscientemente y a despecho de las maniobras de todo tipo concebidas, sufragadas y puestas en práctica por el imperio para impedirlo. Y corroboró de igual modo la claridad de la iniciativa del líder de fundar esa organización, constituida cuando apenas habían transcurrido dos meses desde las reuniones en cuya clausura nacieron las Palabras a los intelectuales.

Para los enemigos de la Revolución habría sido una fiesta que la Uneac se desdibujara —no digamos ya que se disolviera— tras la muerte de Fidel, o que debilitase sus planteamientos y su resolución de estar junto al pueblo, como la parte de él que es. También con esas ganas se han quedado y han de seguir quedándose quienes apuestan al derrocamiento de la Revolución. La trayectoria de los congresos de los escritores y artistas cubanos no ha sido necesariamente idílica ni homogénea, puesto que ha sido obra humana y en concordancia con las complejidades propias de la sociedad. Ricardo Riverón Rojas, por ejemplo, le ha dedicado al más reciente una valoración que, entre otras cosas, revela insatisfacciones puntuales con respecto al anterior y enfatiza los desafíos asumidos por el noveno. Pero, en conjunto, esos foros se inscriben en la búsqueda de una sociedad mejor con el auxilio de la belleza y la justicia.

Con respecto a las particularidades del IX Congreso, no es que la nueva dirección del país haya inventado una radicalidad singular, diferente, sino que ha sabido darle continuidad a la que recibió en herencia. Y en eso aporta matices concretos de la firmeza en que se funda su conducta, su manera de ejercer las responsabilidades del poder, desde una perspectiva que puede catalogarse como más cercana a los seres humanos comunes, quienes, acaso por serlo, necesitan y deben afinar aún más todas las armas de que disponen.

No hablemos de genialidad, categoría que puede derrumbarse por el camino del subjetivismo, y no siempre casa bien con los requerimientos cotidianos, con lo que José Martí, pensando como estadista y guía de un pueblo, llamó “lo común de la naturaleza humana”. La nación y quienes la dirigen deben suplir con inteligencia y trabajo constante el peso propio que da el paso de la historia vivida en acontecimientos fundacionales irrepetibles, únicos en sí mismos.

 

En algún texto el autor de estos apuntes —y no será el único en haberlo pensado y escrito, o dicho— expresó su criterio sobre lo deseable que sería tener un desiderátum o requisito para quienes asuman la responsabilidad de guiar a un país: que se hayan fogueado en las tareas de mantener y conducir un hogar, una familia. Se sabe que ese propósito puede resultar inviable en etapas de fundación decisiva, y para hacerse una idea de tal realidad, sin ceñirnos a la cercanía de otras experiencias, bastaría pensar en las circunstancias vividas por José Martí: en su entrega heroica a la fragua de la nación cubana, encarnó como nadie los sacrificios de una existencia a la que no le fue dada lo que él mismo llamó el ancla del hogar.

Hoy, en realidades que —aunque todavía en medio de la agresividad de un imperio que no renuncia a los afanes de aplastarla, ni se vislumbra que los abandone— Cuba aspira a que sean de paz, este país se empeña en ajustar su modelo económico para que sea más eficiente sin renunciar a la justa equidad, y en conducir su vida social de modo que le propicie a su ciudadanía una convivencia más amable. Tan justo afán puede asociarse al anhelo de normalizar la vida, pero ello solo se lograría acertadamente sin incurrir en el error, ni punto menos que suicida para un proyecto socialista legítimo, de asumir como norma la que impone el capitalismo, por donde pasa hoy el meridiano de Greenwich de la economía del mundo.

En ese entorno, para el mismo pueblo cubano resulta estimulante que, al exponer hoy sus puntos de vista sobre la realidad del país, el jefe de Estado y de Gobierno acuda no solamente a la experiencia que le viene de sus intensos recorridos por el territorio nacional, en contacto directo con la población, una práctica en la que expresa su lealtad a la conducta iluminadora que personificó Fidel. Además de eso, también calza sus ideas con lo que el hombre común necesita de manera determinante: el trabajo en equipo. Y puede tener en cuenta lo que observa en su entorno familiar, cuyos miembros también le aportan experiencias y datos —elementos de juicio— para interpretar la vida diaria y buscar soluciones viables a los problemas que se afrontan.

El reciente congreso de la Uneac tuvo lugar —y no por añadidura, como se sintió inclinado a escribir el autor de este artículo, sino en coherencia con la búsqueda de medidas ya inaplazables— cuando ya se anunciaban pasos concretos para mejorar las condiciones de vida del pueblo. No es fortuito que el replanteo de los salarios, con aumentos significativos para el sector estatal presupuestado —el que garantiza, junto con la empresa estatal, la esencia socialista del proyecto—, haya descolocado a demiurgos que antes acusaban y escarnecían a Cuba achacándole que desatendía la vida de sus trabajadores y trabajadoras. Algún revolucionario arrepentido podía lanzar noticias y juicios desde Cuba con augurios que esencialmente se resumían en sostener que, mientras este país no se sometiera a las leyes del mercado, no podría dar los pasos que ahora mismo, a despecho de tan lúgubres vaticinios, está dando en beneficio de gran parte del pueblo y en pos de los avances de la nación en su conjunto.

Todos esos elementos permiten fomentar esperanzas vitales. No se trata de que antes Cuba en general, y los congresos de la Uneac en particular, no hubieran dispuesto de interpretaciones revolucionarias luminosas. El asunto estriba en que las esperanzas en marcha permiten apreciar que pronunciamientos guiadores como el discurso de clausura del reciente congreso de la Uneac, a la vez que lograrlo es cuestión de vida o muerte para el país, pueden estar en camino de realizarse, de contribuir a que se cumplan los propósitos sustentados, a que se haga lo que urge que sea hecho para mejorar en todos los sentidos la vida del pueblo. Y ello no concierne solamente, a veces ni en lo fundamental, a la necesaria solvencia económica, sino al saneamiento de la sociedad. De ahí la convocatoria —cenital en ese discurso— a luchar contra la incultura y contra la indecencia. En realidad, son luchas inseparables una de la otra.

Tampoco es cuestión de ver en un discurso político una obra estrictamente personal, aunque no haya por qué poner en duda que en este caso lo sea. El propio Fidel Castro, cuya extraordinaria genialidad se manifestaba en los que parecían actos de improvisación pero eran en realidad piezas de reflexión y sabiduría sedimentadas, mostraba de modo natural las ganancias de aportaciones colectivas. Pero la vida cotidiana y la generalidad de la existencia marcan derroteros diversos. Y la autoría de un dirigente político en lo que atañe a sus discursos estriba, sobre todo, en que los hace medularmente suyos por la coherencia con que asume pronunciamientos y prácticas de dirección, y por la capacidad para situar sus declaraciones como actos prácticos en el centro de la guía que el país necesita.

Refiriéndose a Domingo Faustino Sarmiento nada menos, de quien si algo no podrá decirse es que no fuera el mayor escritor argentino de su tiempo, a un amigo sabio le gusta recordar que cuando, abocado ya a la toma de posesión de la presidencia de su país, el autor de Facundo se disponía a escribir su discurso, un funcionario del gobierno le cortó el impulso con un argumento poderoso en sus circunstancias: “Los presidentes no están para escribir discursos”. Según se dice, el célebre creador literario terminó leyendo en su ceremonia de iniciación presidencial un texto escrito por alguien que como autor no le llegaría ni al tobillo. Pero ese discurso era ya del presidente de la República y, por tanto, le pertenecía a la nación. Venía a ser, al menos como propósito declarado, expresión de esta última, y del camino por dónde ella debía orientar sus pasos, o supuestamente los orientaría.

 

El discurso de clausura del IX Congreso de la Uneac es una guía para Cuba, no solo para sus escritores y artistas y sus instituciones gremiales, ni únicamente para el sector estatal, sino para toda la nación, con la diversidad de sectores que la integran. También ello quedó plasmado en el discurso. Y al pueblo cubano le corresponde contribuir a que ese texto alumbre el camino hacia realizaciones ineludibles, y de ninguna manera termine como un conjunto de formulaciones brillantes pero incumplidas. En ese afán se requerirán medidas concretas, organización, voluntad de trabajo, poner hombro y pensamiento para que la nueva Constitución, recientemente aprobada en ejemplar referendo democrático, rija de veras la vida de la patria, el comportamiento de su ciudadanía.

Nada de eso se alcanzará si no se aúnan de manera coherente e inseparable la educación y la legalidad, la persuasión y las normas, con las sanciones que, llegado el momento, sea pertinente aplicar. Se requerirá —no se habrá dicho lo bastante— que funcione en plenitud algo cuya ausencia o escasez constituye acaso el mayor déficit de la idiosincrasia nacional, abonada en siglos durante los cuales se instauró como una mala yerba heráldica aquello de “la ley se acata, pero no se cumple”. El sabio Héctor Zumbado, mezclando sabiduría y un humor inquietante, lo definió al decir que nos faltaba fijador. Si nos falta, o no lo tenemos en el grado en que urge que lo tengamos, no nos queda más alternativa digna que crearlo, sin posponerlo para las calendas griegas —para cuando sea “el momento oportuno”, que más bien está pasando ya—, ni esperar a que tengamos divisas para importarlo, en caso de que se pueda comprar en algún mercado de este mundo.