Varda o la sinceridad

Pedro de la Hoz
2/4/2019

En vísperas de San Valentín, la belga Agnes Varda presentó en la Berlinale 2019 su último filme. Al adjetivar su producción fue precisa: será el último, ni uno más; y anunció que se dedicaría en lo adelante a crear instalaciones visuales. Ya estaba herida de muerte, pero eran tantos sus deseos de vivir a los 90 años de edad y tantos sus proyectos, que nadie presintió su inminente final, este último 29 de marzo en París, víctima de cáncer.

Agnes Varda en Berlín, febrero de 2019. Fotos: Cortesía del autor
 

Varda por Agnés debe ser visto, ahora más que entonces, como su testamento artístico. Por dos horas ella misma se confiesa ante la cámara y habla del nacimiento de su vocación, de su poder de observación de la conducta humana, de cómo y por qué construyó las escenas decisivas de sus películas, de amores y amistades, de la elección de un estilo documental en sus ficciones y, al mismo tiempo, de la ficcionalización de sus documentales y, en especial, de los tres pilares que sostuvieron su poética: inspiración, creación y compartir resultados.

Al repasar la filmografía de Varda, una cualidad salta a la vista: la sinceridad. Más allá o acá de filiaciones estéticas, como su ubicación en la generación de cineastas franceses (Alain Resnais, Francois Truffaut y Jean Luc Godard) que pusieron en órbita la nouvelle vague (nueva ola) a finales de los años 50 del pasado siglo, Varda siempre dijo lo que necesitaba decir, bajo la premisa de que “las películas no detienen el tiempo, sino lo acompañan”.

La descubrí en Cleo de 5 a 7, donde sigue con pasmosa minuciosidad dos horas en la vida de una joven cantante que aguarda un diagnóstico clínico mientras se debate la superstición y el miedo, la frivolidad y la angustia, el amor y el azar. Y me ganó para siempre con La felicidad, sutil y a la vez incisiva crítica a la concepción patriarcal del modus vivendi de la clase media.

Fotograma de Cleo de 5 a 7, una de las grandes películas de Varda.
 

A ella se debe la conducción al estrellato de una de las actrices más talentosas del cine francés contemporáneo, Sandrine Bonnaire, a quien confió el protagonismo de Sin techo ni ley, historia sobre el trágico destino de una muchacha desposeída que muere de frío en la calle, contada sin la menor concesión al melodrama. La concesión narrativa y la sensible perspectiva feminista le valieron a Varda en 1985 el León de Oro en la Mostra de Venecia.

Al contrario de muchos colegas consagrados a la realización de largometrajes de ficción, Agnes Varda nunca dejó de hacer documentales. En lugar de dejarse arrastrar por Hollywood, aprovechó su estancia en Estados Unidos a finales de los 60 para abordar el género desde dos vertientes, una personal y la otra social. La primera se observó en Tío Yanco, saga sobre el reencuentro con un pariente suyo, medio hippie y pintor; y la segunda en Black Panthers, valiosa y valiente aproximación a las tensiones raciales de la época, con la aprehensión del líder afronorteamericano Huey P. Newton como punto focal. Todavía resuena en mis oídos la banda sonora del filme, que termina con una masa coral clamando Revolution has come (La revolución ha llegado).

En Estados Unidos también rodó Mur-muros, recorrido por los murales de las paredes de la ciudad de Los Ángeles, mirada entrañable y lúcida sobre los anuncios publicitarios, los grafitis y las expresiones de protesta, descontento, diversión, frustración y esperanza que se entremezclan en la visualidad de la urbe.

Al morir su segundo esposo, el admirado Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, Las señoritas de Rochefort), Varda sintió un gran vacío que la conminó a realizar otro excelente documental, El universo de Jacques Demy, que resume lo que significó este para el cine y su propia vida.

Antes de su última obra, Varda por Agnés, ella había hecho diez años atrás otra pieza autobiográfica, Las playas de Agnés, que comienza con una declaración contundente: “Represento el papel de una ancianita, gordita y habladora, que cuenta su vida. Y sin embargo, son los otros quienes me interesan y a quienes quiero filmar”.

De esta etapa quizás el sesgo más experimental se halle en Rostros y lugares, dirección compartida con el fotógrafo francés JR. Película filmada en la carretera, muestra un conglomerado humano de orígenes humildes que responde a las exigencias de los realizadores con la escenificación de sus propios conflictos y la voluntad de resolverlos.

En Cuba, Varda dejó una huella. Y ella fue hollada a su vez por la experiencia insular. Todo sucedió en las últimas semanas de 1962, luego de la crisis de los misiles. La cineasta viajó a Cuba y fotografió a famosos y gente común, calles y plazas, milicianos y modelos. A partir de esas fotos realizó el documental Saludos, cubanos, el cual fue considerado como una metáfora de la capacidad de la Revolución cubana para generar movimientos de cambio, alegría y baile colectivo.

Benny Moré captado por Agnes Varda.
 

Mucho después, en el invierno del 2015, el Centro Georges Pompidou, de París, le pidió reunir por primera vez las fotos habaneras. Así nació la exposición Varda / Cuba. Allí estaban Fidel Castro, sonriente a pesar de que cuando la fotógrafa lo encontró le pidió que no sonriera; los alfabetizados de la campaña nacional de 1961 que decidieron después formarse como maestros, los voluntarios cortadores de caña, los amores adolescentes, y los juegos infantiles. Ahí se asomó el gran Benny Moré, con su estampa de cantor imbatible, y una jovencísima Sara Gómez, que después sería la primera cubana en dirigir un largometraje de ficción, bailando un chachachá vestida de miliciana.

Nuevamente la sinceridad en primer plano.