Vargas Llosa, los zombis y el efecto Pavlov

Mauricio Escuela
18/9/2020

El papel del intelectual no es, como antaño en las comunidades primitivas, ser hechicero de una tribu. Al contrario, desde el iluminismo del siglo XVIII, cada vez más los que escriben, reflexionan o tienen un ascendente en la esfera pública, son tenidos como referencias de lucidez, de entrega a una causa constructiva en el orden social. Lejos está ello del personaje que con pócimas y rezos mantiene en una nebulosa al resto de los miembros del grupo, para reafirmar así un poder terreno sobre los hombres. Si bien Atilio Borón en su libro más reciente sobre Mario Vargas Llosa reconoce el valor del legado literario del Nobel peruano, la mayoría de los intelectuales no dudan en señalar que la deriva hacia la derecha del autor de Conversación en la catedral contrasta con la filosofía libertaria y progresista de la mayoría de su obra.

El poeta y narrador uruguayo Mario Benedetti. Fotos: Internet
 

A cien años del nacimiento de Mario Benedetti, quienes leen con fruición el devenir intelectual de América Latina recuerdan la famosa polémica “entre tocayos” que saliera en las páginas del diario El País en 1984, en la cual tanto un Mario como otro cruzaron espadas en torno a los temas más álgidos del momento. La década que se conoce como “perdida” por los recortes sociales y los ajustes del neoliberalismo requería que los posicionamientos intelectuales se radicaran en uno u otro lado del espectro. Un caparazón democrático formal encubría la sangre de años de dictaduras en el continente, maniobra que por demás le robaba a la izquierda la causa por la democracia, el derecho a decidir, la libertad de pensamiento y acción. Las estrategias hegemónicas siempre supieron comenzar su ofensiva en el campo del ideal, para luego apropiarse de los mecanismos terrenos que garantizarían un orden reaccionario.

En tal contexto, Vargas Llosa le concedió una entrevista al rotativo Panorama editado en la ciudad de Roma. Allí se refirió a una especie de maleficio que acorrala y les roba la libertad a los intelectuales que defienden la izquierda en América Latina, convirtiéndolos en un experimento condicionado parecido al perro de Pavlov. En tal sentido, los que sostienen una idea contraria al dominio que financió el Plan Cóndor, los golpes de Estado, las matanzas y las campañas de persecución serían, según Llosa, robots que obedecen algún extraño mecanismo cuyas riendas estarían en La Habana y (por entonces) en Moscú. Autores como él mismo, en cambio, estarían jugando el verdadero papel de intelectuales, al condenar en el mismo bando tanto a Allende como a Baby Doc, como si se tratasen de escenarios, personas y procederes similares.

El escritor peruano Mario Vargas Llosa.
 

La década de los años 80 del siglo pasado fue la de la expansión de lo que se conoce en la historia como la reaganomics o sea una visión económica basada en las reformas de mercado traídas por el entonces presidente norteamericano Ronald Reagan. Tales medidas promulgaban que una sociedad “abierta” es aquella en la cual todo se ha puesto bajo el poder de lo privado, dejando que sean las leyes del alza y baja de los precios quienes decidan el futuro de la humanidad. Un experimento de tal índole requería reafirmar el papel periférico y dependiente que, desde la conquista, ha sufrido América Latina, ya que tal y como lo planteaba Reagan era el fin del sistema paternal de cierto Estado capitalista y el inicio de la salvaje especulación financiera. En cuanto a la cultura, la guerra fría tomó las riendas de determinados intelectuales, quienes a partir de tales mecanismos también se beneficiaron en el plano personal. Pronto Vargas Llosa abanderó una especie de “izquierda liberal” en la cual estaban presentes la crítica feroz al marxismo, a Cuba, a los experimentos socialistas y la ponderación de la democracia liberal de mercado como única vía al desarrollo y el orden.

Mario Vargas Llosa, sin ser un filósofo como Francis Fukuyama, estaba proclamando una década antes de la Caída del Muro de Berlín, el fin de la historia que les interesaba a los gerifaltes pagadores de la derecha, cuya maniobra en pro de un mundo dominado por el neoliberalismo estaba dando sus primeros frutos. O eso creían ellos, quienes manejaban Wall Street y la maquinaria de promoción de talentos sumisos.

Curiosamente, quien acusaba a los autores de izquierda de estar comprados, ya disfrutaba de ganancias netas muchos mayores que las de sus pares latinoamericanos, tanto en concepto de derecho de autor como de fama adquirida mediante la propaganda. Mientras Benedetti se quejaba de que las ediciones en el campo socialista eran casi gratuitas y no representaban un cobro de intereses para él y los demás, ya Llosa se codeaba con la aristocracia británica y la Primera Ministra Margaret Thatcher, quien por aquellos años lo invitó a una recepción junto a otros economistas liberales y figuras de la derecha influyente. Era ridículo, si bien comprensible en su caso, que en aquella entrevista concedida al periódico de Roma, el escritor peruano dijese que la verdadera maquinaria de promoción y silenciamiento estaba compuesta por instituciones tan alternativas y carentes de los grandes presupuestos como la Casa de las Américas o cualquier centro de izquierdas continental.

La andanada de Llosa por entonces no fue solo contra Benedetti, sino que alcanzó a Gabriel García Márquez y a Julio Cortázar, dos autores que jamás se declararon comunistas, si bien se adhirieron a la causa libertaria de América. A la vez, Llosa alabó el papel jugado por Octavio Paz y Jorge Edwards, dos escritores también en la misma promoción de la línea neoliberal, si bien en ambientes más locales de sus países. La gran vedette de la maniobra hegemónica contra los pueblos seguiría siendo Vargas Llosa, un autor tan genial y progresista en su obra, como reaccionario e interesado en su vida y proyección pública como intelectual que opina sobre los procesos sociales.

A la izquierda de Vargas Llosa

La respuesta de Mario Benedetti, titulada Ni corruptos ni contentos, echaba luz sobre dos aspectos fundamentales en cuanto al papel del intelectual en el continente; por un lado, que mientras desde 1960 muchos se mantuvieron firmes en enfrentar al enemigo común (léase la política hegemónica norteamericana), Llosa realizó un acto de contorsionista que lo fue situando cada vez más a la derecha, si bien con un discurso que era en apariencia conciliador y pro democracia (aunque acérrimo enemigo de todas las revoluciones); por otro lado, la obra de Llosa no había sufrido tal quebranto, ya que seguía siendo un referente fiel de los dolores continentales de los más oprimidos. De tal manera, la brillantez de Benedetti salvaba para el futuro lo útil del genio humano, a la vez que decantó como despreciable la avaricia que trastocaba tales luces.

Caricatura de Mario Vargas Llosa. 
 

Podemos leer, en el uso de Vargas Llosa por parte de la derecha, la misma estrategia que acontece hoy con la nueva izquierda, comprada mediante mecanismos que se hacen pasar por progresistas, todos con el sello de la susodicha “sociedad abierta”. No en balde, según narra Atilio Borón en su libro El hechicero de la tribu, aquella reunión con Margaret Thatcher, a la cual asistió el peruano, tuvo como eje central el debate en torno a las teorías de Karl Popper, el filósofo que subyace en la instrumentalización del capitalismo de partes interesadas de George Soros y demás integrantes del Foro Económico Mundial de Davos.

Era más conveniente para los intereses de la nueva era, captar a alguien que incluso confundía aún a algunos izquierdistas, que hacer uso, por ejemplo, de cualquiera de los tradicionales escritores identificados con las dictaduras o el capital. Mario Benedetti lo sabía y, con inteligencia, logró voltear la acusación de Vargas Llosa. Según el peruano, los intelectuales de izquierda no repudiaban los horrores de Stalin y las invasiones soviéticas, creando así lo que en lógica se llama falacia del hombre de paja o sea se coloca en voz del enemigo un argumento que este no dijo, para poderlo vencer. En realidad, Benedetti sí había escrito en los diarios de Montevideo en contra de las invasiones a Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, pero aclaró que ello no quería decir que la Unión Soviética representase un mal equiparable al asedio perenne que Estados Unidos sostenía sobre las democracias y revoluciones sudamericanas.

Caricatura de Mario Benedetti. 
 

Benedetti habló en nombre suyo y de la generación de escritores que lamentaban leer dos Vargas Llosas, el que se preocupaba por América a través de la literatura y cuyas líneas eran férreas denuncias de lo más auténtico de la vida y el arte y el que públicamente tachaba de tiranos a los gobiernos que habían hecho esfuerzos por una construcción alternativa y resistente. Y es que, en tal caso último, Vargas Llosa no fungía como el ilustrado, sino como el hechicero, soltando sus polvos sobre las masas de lectores que, es comprensible, van con la fascinación por las novelas, los cuentos, los ensayos. Utilitariamente, el mercado y el verdadero poder global han hecho del peruano su alcahuete para la crítica de los caminos libertarios y procesos emancipatorios. El propio Benedetti deplora el elogio de Vargas Llosa por la reforma en lugar de la revolución en un continente donde se ilegalizan partidos y candidatos progresistas, para que no participen en las justas y donde además se decide arbitrariamente cuándo y cómo serán tales elecciones (al menos en aquellos años de dictaduras militares).

Bajo el “efecto Pavlov”

Según la teoría del condicionamiento, un animal que sea entrenado, responderá a un estímulo con una acción instantánea y mecánica. Para Vargas Llosa, el “acriticismo” de los literatos de izquierda hacia Cuba obedecía a que, mientras estos eran innovadores en la forma y sus estructuras, les temían a una supuesta maquinaria satanizadora con sede en La Habana o alguna otra capital socialista. Llosa levantaba así la leyenda negra de la intelectualidad en Cuba, basada en casos reales de incomprensión y marginalidad de algunos artistas, pero que jamás alcanzó el talante inhumano y asesino de las dictaduras latinoamericanas que, incluyendo a Batista, sí mataban escritores. La verdad sea dicha, mientras se sobredimensionaba el terrible (que lo fue) Quinquenio Gris tropical, los medios hegemónicos no hablaron de los artistas torturados, muertos y desaparecidos en todo el cono sur, por parte de impías persecuciones. Sólo décadas después, Latinoamérica estudia y recobra la memoria de tal genocidio. Entonces, ¿quién estaba bajo el efecto Pavlov?, obviamente quien de forma interesada ponía en el mismo sitio a tirios y troyanos, en beneficio de los verdaderos dictadores y asesinos. Y eso hizo Vargas Llosa.

Rápidamente, las páginas de El País, buque insignia del Grupo Prisa (bajo el control de grandes fortunas internacionales), les dieron a los autores la oportunidad de cruzar espadas, en beneficio del propio peruano, que obviamente buscaba ese tipo de polémicas como parte de su trabajo en la agenda pro neoliberal. Benedetti, con sabiduría y humildad, incluso llegó a reconocer la grandeza y hasta superioridad de la narrativa de Llosa, lo cual supone para este último un papel más responsable ante el mundo y los lectores. Con el ingenio que lo caracterizaba, Benedetti se autodenominó zombi, robot y perro de Pavlov, que leía con interés una obra como la de Vargas Llosa, situada a la propia izquierda del autor. De tal forma, se destruye la falacia vargasllosiana del hombre de paja, que sostuvo que era el intelectual de izquierdas y no el intrusismo del capital anglosajón el culpable del atraso de los pueblos latinoamericanos. Benedetti, sin que hubiese una agenda pagada a sus espaldas, recogió el discurso de los escritores asesinados por las dictaduras y lo hizo ante la mirada de quienes leyeron la polémica en tono de espectáculo, y daba a conocer la verdadera estrategia seguida por los pagadores de Llosa: dividirnos usando nuestro arte, la cultura más elaborada, las obras y el ascenso de figuras de talento.

Era el año 1984, nadie imaginaba que aquella estrategia, la del uso del engaño y el falso progresismo, acompañaría a la imposición de dogmas corporativos y neoliberales en medio mundo. Incluso, con ingenuidad, muy pocos en aquel lejano horizonte, se preguntaban ¿en qué momento se jodió Vargas Llosa?, aunque era evidente que algo no funcionaba en el discurso del futuro Premio Nobel de Literatura.

 A cien años de su natalicio, Benedetti sigue naciendo.  
 

Mario Benedetti seguirá siendo una voz sensible, de una brillantez diáfana, sin amistades peligrosas, ni condicionamientos de Pavlov. Vargas Llosa, en cambio, cada vez escribe mejor, pero pocos podrían situarse del lado de sus causas políticas.