Venga la esperanza

Ricardo Riverón Rojas
13/4/2020

“(…) Dice que ha perdido la buena esperanza
y se refugia en la piedad de la ilusión”
.

Silvio Rodríguez

 

“Ya vendrán tiempos mejores”, oí decir tantas veces en tantos auditorios. Lo dijeron, en su tiempo, mis mayores; en mi tiempo, mis coetáneos; en estos últimos, los que piensan que define un aforismo vacío.

Pangloss, el filósofo que Voltaire caracterizó en Cándido o el optimismo, aseguraba:

(…) las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, todos aquellos que han defendido que todo está bien han cometido un error: deberían haber dicho que todo es perfecto.

Portada Voltaire. Foto: Internet
 

Nunca, en toda la historia de la humanidad, han existido tiempos absolutamente buenos o malos para todos: la condición se ha repartido, cada vez de manera más inequitativa, hasta los escandalosos niveles de desigualdad de hoy. Con el paso de los años, a los pobres (cada vez más) nos corresponden las esperanzas mientras los ricos (cada vez menos) disfrutan las bondades.

Según el DRAE, a la palabra esperanza se le atribuyen tres acepciones: la primera de ellas: “estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”. En ese me centro para quedarme con su connotación positiva. Todos los seres humanos tenemos la esperanza de una vida mejor, pero la subversión y manipulación de ese primer sentido en aras de objetivos políticos espurios casi convierte en sinónimos los términos esperanza y utopía.

La demagogia es una de las hijas nefastas de la esperanza manipulada. Vivimos en un mundo de neoliberalismo globalizado que es, cada vez más, reino de la esperanza devenida patrimonio de los ingenuos, salvo raras excepciones. Además, según lo definen los oligopolios de la información, debemos aceptar que quienes viven en las sociedades organizadas con esa lógica lo hacen “en el mejor de los mundos posibles”. Todos de acuerdo en que las piedras solo existen para que el gran señor (¡América primero!) construya su torre.

“La demagogia es una de las hijas nefastas de la esperanza manipulada”. Foto: Internet
 

Si, al igual que Pangloss, damos por bueno el orden político prevaleciente entendiéndolo como voluntad suprema de la naturaleza, o ley objetiva que rebasa nuestras voluntades, negamos la prevalencia del egoísmo y la avaricia de una parte de la humanidad, aceptamos la desesperanza (pandemia también) que padecen tantas personas. Igual les estaríamos negando la sal y el agua a quienes luchan porque los seres humanos convivamos bajo principios más armónicos.

Nos llaman utópicos quienes, con su voracidad, trabajan sin descanso para que nuestra esperanza devenga ilusión. Quienes, con irreverencia y, sobre todo con acciones, tratamos de devolverle a esta sus caudales promisorios, nos llamamos revolucionarios, luchamos por “cambiar todo lo que debe ser cambiado”. Ya una vez desterramos de nuestra perspectiva, para siempre, el falaz “fin de la historia”, pues solo nos remite a otra lectura más radical: “fin de la esperanza”.

“Nos llaman utópicos quienes, con su voracidad, trabajan sin descanso
para que nuestra esperanza devenga ilusión. Quienes, con irreverencia y, sobre todo con acciones,
tratamos de devolverle a esta sus caudales promisorios, nos llamamos revolucionarios”

 

Por suerte para todos, aún hay personas y gobiernos que obran en sintonía –entre otros muchos– con los viejos principios del Tao-Te-King. Recordemos solo cuatro: “Obrar sin pedir nada, / guiar sin dominar, / esta es la gran virtud”; “Los tesoros corrompen al hombre”; “Quien ame al mundo como a su propio cuerpo, / se le puede confiar el mundo”; o “Quien da cabida a todos es grandioso”. Todas las corrientes filosóficas progresistas han bebido de esa sabiduría, pero ninguna como el marxismo las ha incorporado como logística para su cotidianeidad solidaria.

Conste que no desconozco las connotaciones problemáticas de asumir la etiqueta “marxismo” después del gran golpe que significó su derrumbe como sistema de gobierno a finales del siglo pasado en Europa del Este. Unos lo demonizan mientras otros lo desechan, pero los principios de igualdad y justicia que en este siglo lo hicieron renacer en procesos y devenires inesperados, vigorizan su validez para los países del Tercer Mundo; sin ellos nos quedaríamos con los sofismas fatalistas de Pangloss, o con la aceptación de un orden universal supuestamente perfecto donde son más los que sufren que los que –ciegos– a veces suponen disfrutar una cotidianeidad apacible.

Pero ahí está la esperanza que nos proponen los irredentos y los valientes: la legítima, distante de la quietud, opuesta al destino manifiesto; la que le ha dado fisonomía a proyectos de países (entre ellos el nuestro) donde salvar y dignificar vidas marca la única rentabilidad posible.

En medio de la actual pandemia de COVID-19 se ha hecho evidente la disfuncionalidad de una formación política que valoriza el mercado y la plusvalía adyacente sobre las políticas sociales (entre ellas la más preciada: la sanitaria) que harían del mundo un espacio más confiable. Si un gobernante prioriza la economía sobre la vida de las personas, si concibe que un gobierno no debe contribuir a que se iguale, frente a la calamidad, a todos los seres humanos, al diablo los derechos humanos que sus ideólogos esgrimen como arcabuz, porque al más importante de esos derechos le ponen precio y lo desechan después de pasar raya roja y comprobar que no es rentable.

En medio de la actual pandemia de la COVID-19 se ha hecho evidente la disfuncionalidad
de una formación política que valoriza el mercado y la plusvalía adyacente sobre las políticas sociales.
Ilustración: Brady Izquierdo

 

Pero, ahí está la esperanza –insisto–: una humanidad que ha logrado comprender y dominar, con la ciencia, la técnica y el cultivo de la espiritualidad, las más importantes leyes de la naturaleza, tiene ante sí el reto de llamarse a capítulo y hacer de la justicia social un bien alcanzable, porque sin ella, como sin el medioambiente, la especie sucumbirá.

En la estrofa final del poema “Última estación de las ruinas”, Roberto Fernández Retamar nos recuerda este verso de Paul Éluard: “Mirad cómo trabajan los constructores de ruinas”; concluye razonando que, frente al desolado paisaje que entonces vivía, el mismo horror servirá para alimentar nuestra esperanza. Mario Benedetti asegura que “Tu esperanza ya sabe su tamaño / Y por eso no habrá quien la destruya”. Entonces, venerado Voltaire, seguiremos alentando y construyendo en alas de la esperanza y la solidaridad, con toda la imperfección que nos permita salvarnos, la certeza de otro mundo mejor, que sigue siendo posible.