La venta de garaje no era actividad lícita hasta hace muy poco tiempo en Cuba. Por lo general, se vendían puertas adentro los mismos artículos variopintos que ahora se exhiben a flor de calle. Nos han permitido —y lo celebro— legalizar lo que se hacía medio oculto por temor a ser multados. Antes era necesario atravesar puertas y corredores, subir y bajar escaleras de estática milagrosa, y no dejarse impresionar por las miradas cuestionadoras que lanzaban los vecinos del sitio donde se llevaban a cabo esas operaciones ilegales. Es una gran suerte que en la actualidad, lejos de llamar la atención, sea normal observar portales, entradas, jardines, parques y locales repletos de cosas diversas que se exhiben de viernes a domingo. Cualquier espacio que no sea un garaje resulta adecuado para llevar a cabo una venta de garaje. Y nadie vende un garaje per se, vale acotar.

“Entre nosotros esta actividad tiene sus peculiaridades, como es natural”. Imagen: Internet

Al parecer, el surgimiento de esta práctica se remonta a 1938, en California, específicamente en un sitio llamado Palo Alto (no sé si émulo de nuestro Palo Cagao), aunque otros afirman que dicha forma de venta es mucho más antigua, y se atribuye a los holandeses, que realizaban subastas en el siglo XIX, cuando expiraban sus servicios en las llamadas Indias Orientales Neerlandesas (Indonesia). En cualquier caso, fue en el año 1970 cuando cobró auge la venta de garaje en Norteamérica, ante la necesidad de encontrar lo que se conoce como “ganga”. Ganga, a su vez, se define como la mercancía que se consigue por menos dinero de su valor, o con poco esfuerzo.

Entre nosotros esta actividad tiene sus peculiaridades, como es natural. Además de no ocurrir en garajes, como ya dije (habitualmente en esos habitáculos vive una familia, hay un taller de zapatería, se arreglan teléfonos, se pintan cocinas de gas, se confeccionan y venden frituras, o funciona una carpintería). Lo raro es que se guarde un carro. Lo del poco esfuerzo que dicta la definición de ganga también es discutible. He visto personas acarreando pacas de ropa usada, estuches de rolos, cafeteras sin asas, zapatos antediluvianos, ollas sin tapas, pedazos de ventiladores, juegos incompletos de dominó, de baraja y de ajedrez, y edredones talla extra, todo lo cual resulta trabajoso, sin duda. Entre estos restos de objetos que una vez tuvieron su esplendor se mezcla lo nuevo, lo recién llegado. Todo aquello que no es posible adquirir en una tienda florece en los seudogarajes, para beneplácito de vendedores y de compradores. Que nadie se interponga es lo más recomendable, aunque ha de anotarse que los precios de las novedades distan mucho de ser lo que realmente valen. El resultado es un contraste llamativo entre lo usado, roído y testigo del tiempo, y los flamantes desodorantes, tintes de pelo, termos de agua, paraguas y talcos que recién llegaron. La venta de estos artículos no debe ser regulada más allá de la relación entre oferta y demanda, tomando en cuenta que no es posible adquirirlos en alguna tienda cuya moneda sea la nacional. A lo que vamos: Suceden varias maniobras en la venta de garaje. Conozco una vendedora que ha vaciado paulatinamente su propio escaparate de ropas, su zapatera y la alacena donde guardaba toallas y fundas. Lo curioso es que no lo hizo cuando debutó como vendedora, sino que poco a poco, según los pedidos que hace la clientela que va logrando, vacía sus reservas. Ella viene a ser la oferta, y actúa según los pedidos que le demandan. El martes pasado, por ejemplo, un señor le preguntó si vendía vasos. “Ahora mismo no tengo”, respondió la neovendedora, y preguntó cuánto estaría dispuesto a pagar el señor. “Cincuenta pesos por cada vaso”, respondió él. “Vuelva mañana, a ver si ‘entran’ vasos”, sugirió la mujer. En cuanto el posible comprador se marchó, la mujer corrió a su cocina, lavó seis de sus diez vasos, y al día siguiente obtuvo trescientos pesos. El señor quedó complacido, y ella también.

“El resultado es un contraste llamativo entre lo usado, roído y testigo del tiempo, y los flamantes desodorantes, tintes de pelo, termos de agua, paraguas y talcos que recién llegaron”.

Otro día, que era jueves, y por tanto antecedía en 24 horas lo pactado para la venta de garaje, esa misma mujer lavó una blusa por la mañana y la tendió en su portal. Por la tarde pasó una joven y se interesó por la pieza. “Me gusta ese bordado de flores”, dijo, y preguntó el precio. La vendedora no lo pensó mucho. “Cuesta 180 pesos”, respondió. “Me la llevo”, añadió la muchacha. Aquí paz y en el cielo gloria. Intercambios de preguntas y de respuestas similares ocurren de lunes a jueves, y es así como la mujer de esta historia ha ido armando su negocito. Como es lógico, ya sus reservas llegan al límite, y falta poco para que ella misma tenga que acudir al portal vecino para reabastecerse. La otra vendedora de garaje, a su vez, actúa de forma similar, de manera que al final de la cadena todo queda más o menos a nivel de cuadra. Quien vive en la esquina sale a pasear con el vestido de la mujer de enfrente, en tanto esta se sirve el almuerzo en los platos del esposo de la peluquera de dos casas más allá, quien tiñe pelos y hace iluminaciones calzando los tenis de la mujer que también le vendió el pantalón, y así ad infinitum.

“Nos parece que vivimos en un enorme tinglado, y no en la capital del país”.

Asunto aparte es el hábito recién incorporado de montar tarimas y estantes para viandas, vegetales y frutas en —¡ay, Dios mío!— parques señoriales de la ciudad y al lado de los policlínicos, como si no bastaran los agromercados. Nos parece que vivimos en un enorme tinglado, y no en la capital del país. Si unimos la contemplación de dichas ventas con los fines de semana, momento en que mucha gente saca al sol lo que ya no usa, estamos en presencia de lo que se conoce como pulguero o rastro, lo cual no está del todo mal, pero supongo que sea transitorio, hasta que la economía remonte la ola. Más preocupante es el estado en que quedarán nuestros parques, y no el portal de cada quien, insisto. Hablando en plata, la venta de garaje es el respiro de muchos; es la tienda MLC de quienes no acceden a monedas fuertes; es, en fin, el mercadillo que necesitamos ahora, y cuya autorización no debe ser limitada ni puesta en duda, como mismo debería interrumpirse la avalancha de malangas y racimos de plátanos en el parque Víctor Hugo, por ejemplo. Porque, como diría un colombiano, una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Puesta a escoger, mi voto es para la venta de garaje que no ocurre en garaje, ya se sabe.

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