Vincent y Heidegger, elogio de la locura y la lucidez

Mauricio Escuela
24/2/2020

Heidegger, en su obra Ser y tiempo, define al hombre como un ser para la muerte. La poesía que esconde una afirmación así pudiera chocarle a un lector actual; sin embargo, para la Alemania de la entreguerra era una tesis totalmente natural, incluso hasta justa y útil. Es nuestra desaparición lo que nos condiciona como seres pensantes, lo que hace que surja lo que el propio Martin Heidegger llamó la pregunta por el ser. Hegel ya antes, en una especie de ateísmo encubierto, nos catalogó como el único producto de la Historia capaz de ser conscientes de esa Historia. De manera tal que todo hombre, más aún ese que se erige en creador y desafía al mundo en las antípodas, es una especie de lanzamiento al caos, al vacío y el nihilismo, de aquello que Nietzsche llamó la existencia del superhombre y que Heidegger llamó “dasein” (da, ahí; sein, ser).

Martin Heidegger. Fotos: Internet
 

Vincent van Gogh fue un hombre enloquecido, que como Nietzsche terminó persiguiendo las quimeras de un arte efímero, esquivo, como lo era el de la luz. Para el pintor holandés, creador del proyecto de la casa amarilla junto a Paul Gauguin, había que hallar una especie de sentido oculto de la vida, de ser heideggeriano, en las volutas del sol, para lo cual la vida del artista era un arrojo, un preguntarse ante la inminencia de la muerte como grande y definitiva verdad. Vincent reúne todas las cualidades para ser, antes de que existiera Ser y tiempo, ese “dasein” moderno, nacido en las entrañas de una sociedad alienada, que busca su sentido más allá de lo que Heidegger llamó el asqueante cosmopolitismo de Occidente. La figura de la prostituta, del cabaret, como elementos de la decadencia europea, van a ser determinantes en este “dasein” que fue Van Gogh, obsesionado por un amor de juguete, del cual arrancó su última locura.

Y es que tanto los cuadros de Vincent como los ensayos de Martin parten de una época caracterizada por ser el canto de cisne del Occidente seguro de sí mismo, de esas civilizaciones blancas a punto de estallar en mil pedazos bajo las bombas de la guerra o de una metafísica que ya se consumía, que no alcanzaba para explicar el carácter impredecible y caótico de una Historia en la cual no se podía hablar ya de la autoconciencia que teorizara Hegel.

Alemania, cabaret y El ángel azul

El país que llegaba a 1919 viene derrotado en una guerra mundial y llevado a la hambruna y la revuelta popular, al sofoco del pueblo con las tropas en la calle y la incertidumbre que no sabe hacia dónde se va a girar. La ontología alemana, la voluntad de poder, fueron avasalladas y el país acató fielmente a aquellas democracias occidentales, básicamente anglosajonas, que de pronto tenían la solución para el tremendo brote inflacionario de la moneda y de los productos. Pero en términos culturales, ello significaba que el país de Hegel y de Goethe debía someterse al del western, los indios y los cowboys, así como de las prostitutas y bailarinas de cabaret. Comenzaba a darse una guerra de identidades al interior de Alemania, que sin dudas provocaría la locura lúcida de una manera de pensar y producir teoría.

Alemania había perdido su ser y adoptaba la apariencia de una prostituta. Una novela retrata muy bien ese período, El ángel azul, de Heinrich Mann, hermano de Thomas Mann. En la obra, un profesor es seducido y rebajado por una mujer que representa la vida lúbrica del mercado y el dinero. Nada de lo que fue la grandeza alemana, el pensamiento y la poesía, eran suficientes para conquistar a esa ramera, que se robaba la ontología del profesor, clara encarnación del ser alemán. El caos al que el hombre se abocaba a manos de la plutocracia anglosajona y la República de Weimar, le aseguraba a Alemania un eterno puesto de segundona y, al genuino Occidente que ella creía representar, la total desaparición. En ese contexto surge en el año 1927 el libro Ser y tiempo, de Martin Heidegger.

 

Siguiendo con la novela de Heinrich Mann, la ramera humilla al intelectual y este queda casi al borde del suicidio. Igual le sucedió antes, en su vida, al “dasein” genuino Vincent Van Gogh, enamorado de una mujer que solo lo miraba por su bolsillo y no por su real ontología existencial como hombre allí y en aquel tiempo. La tesis más importante de Heidegger, el hombre piensa porque muere, se aplica con lucidez a Vincent: el artista pinta porque muere y en ello basa su clarividencia. Para Ser y tiempo había una identidad perdida que rescatar, la occidental, que se hallaba a manos de esa prostituta. El ser es aquello que se pregunta siempre sobre sí mismo, pero no lo podrá hacer en un contexto político donde el sexo transaccional es lo que domina la vida diaria. Vincent sabía que su locura era lúcida y su estado de arrojo, un genuino conocer; pero la instrumentalidad del mercado contradecía toda apreciación justa del artista y su obra. El “dasein” se ve sometido a lo que Heidegger llamó en su obra la existencia inauténtica, o sea, aquella que no puede detenerse a pensarse, ya que es llevada de un lado a otro, sin que siente raíces y además sometida por una circunstancia mediocre, banal y esclavizante.

Para la Alemania de 1927, la misma del cine expresionista, se vivían tiempos parecidísimos a los últimos vividos por Vincent tantos años atrás: era un país al borde del suicidio histórico que solo un paroxismo irracional, un asalto novísimo a Occidente y una restauración de la grandeza podían salvar.

¿Fue Vincent Alemania y viceversa?

El artista se asemeja al país y viceversa. Ambos eran presos del cabaret y el paroxismo de la ramera, ambos eran obligados a abandonar su real ontología si deseaban existir mediocremente en un plano mediato. Heidegger, claro está, escribió sobre Alemania y a ella debía el rescate del espíritu de Occidente encarnado en esa tierra de pensadores y poetas. Había que asumir la realidad a partir de un cambio de realidad y, mientras la tierra de Goethe pudo hacer su revolución nacionalsocialista, hundirse en el paroxismo de una política casi suicida y a la postre muerta, el artista tuvo que quitarse la vida. La búsqueda del ser, la pregunta ontológica por naturaleza, llevó a los dos estamentos de la historia a un límite del cual no podían volver intactos. He ahí la grandeza de esas ideas reflejadas en Ser y tiempo y que no son más que relecturas de Nietzsche.

Vincent Van Gogh.
 

Mientras Van Gogh se arranca una oreja y se la lleva a la prostituta en representación del dinero que no tiene, Alemania se automutila y decide que una parte de su población no le pertenece, sino que hay que extirparla y cambiarla en el mercado de la historia. Los judíos se transforman en esa moneda, la parte que no es alemana, y que por ende podemos dar a la ramera en pago por un amor falso, a la ramera que en este caso es el otro Occidente anglosajón y norteamericano, el que no entiende de ontología, el que no tiene un linaje como pueblo, ni una pureza como raza.

En esta objetualización de la crisis de Occidente, artista y país ven en su horizonte una reflexión marcada por la inminencia de la muerte, de dejar de existir, y se asumen proyectos extremos para salir de un comportamiento óntico, o sea, meramente referido al ente, que no es otra cosa que el no ser, o el ser inauténtico. Heidegger marcará el pensamiento filosófico a partir de la práctica del arrojo a un caos, donde el hombre, “dasein”, halla sentido; ya no se trata de la simple observación metafísica de un conflicto, sino de la pura participación en las sustancias de la existencia.

Se trata, sí, de una antropología existencial, la descrita en Ser y tiempo, que alumbra hacia el pasado, lugar donde habitó el artista Van Gogh, y hacia el futuro, sitio de otros tantos proyectos. Y es que el hombre es eso, proyección, jamás una cosa realizada, sino su arrojo, su pregunta sobre sí mismo. Heidegger salta de la metafísica moderna y rescata entonces el espíritu originario de Occidente, al tener la pregunta por el ser en la centralidad, con lo cual el lenguaje del saber vuelve a estar en el terreno de la estética trascendental, del artista, del pintor.

¿Fue Vincent Alemania? Sí, y de alguna forma a partir de Heidegger, todos hemos sido en algún momento alemanes de la República de Weimar, que rechazan el cabaret decadente y buscan un ser, una ontología perdida, y ello acontece en las olas del arrojo al caos, donde Nietzsche situó la última Tule del sentido del mundo.

El arte como última Tule

Vayamos de nuevo a Nietzsche; no hubo filósofo al que Heidegger admirase más. Según las tesis de una obra como La gaya ciencia, el verdadero pensador es el artista, pensador y hombre (superhombre). Pero es que este busca y halla un cierto aristocratismo del espíritu muy caro a Occidente y en especial a los pueblos germanos. Para Nietzsche no existe la verdad histórica, o las categorías a alcanzar a un nivel supra; sino que la revelación alcanza a los pocos preparados, a quienes tienen la fuerza de la llamada bestia rubia (prefiguración de cierto nazismo). Ese artista deberá deshacerse de una naturaleza burguesa y filistea que es un lastre, y que el propio Nietzsche sitúa en el cosmopolitismo de la belle époque.

Friedrich Nietzsche.
 

Concepción irracional en tanto es una negación de la metafísica de la razón, y que va a estar presente en el estudio de Heidegger acerca de lo auténtico por encima del cabaret, de la ramera, de lo mercantil. Hay un rescate de esa búsqueda del ser presocrática, propia de los griegos que no querían hacer filosofía política, sino hallar, vivir en las asperezas del descubrimiento. Tesis esta que el propio Nietzsche defiende desde su obra El origen de la tragedia y que en Heidegger va a hallar resonancia en el “Discurso del Rectorado”, cuando dijo que el pasado era aún y que Alemania debía ocupar el puesto en Occidente de una nueva Grecia de artistas y pensadores.

El arte es, para Heidegger y Nietzsche, la última Tule, que nos rescata de la mentira de una modernidad que falsea al ser y lo lleva al mercado. La obra, el libro o el cuadro, nos muestran una búsqueda y, por ende, una ontología real, más allá de que sea o no susceptible de una ganancia económica. Con ello, finalmente, se ha salido de la prostituta República de Weimar, y el profesor de El ángel azul ya no corre peligro.

Vincent no alcanzó a Heidegger

Tras el fracaso del proyecto de la casa amarilla y la huida de Gauguin a Tahití, Vincent enloquece y es entonces cuando el artista mutila su oreja y con ella intenta un último gesto de vida inauténtica: comprar a la prostituta. El fracaso del pintor, en vida, a pesar de su búsqueda en el arte, evidencia por un lado que solo mediante la creación se alcanza la sabiduría, tesis muy heideggeriana (en su Carta sobre el humanismo va a sostener que quien tiene acceso al ser es el poeta, o sea, el artista), y por otro lado, que el universo óntico no está dispuesto a modificarse para dar un sitio cómodo a esa bestia rubia, a ese poeta, a ese superhombre que decide vivir entre las asperezas del caos.

La locura de Vincent es parte del dolor de la proyección de un ser hallado en la pintura y perdido para la vida inauténtica. Está allí, en las volutas de Noche estrellada, esa vida que tanto exaltara Nietzsche. Y aunque Vincent no alcanzó a Heidegger, se puede intuir la búsqueda de un ser mediante el lenguaje de la pintura, de una ontología original, de un proceder según la gran pregunta filosófica de Occidente acerca de qué es el ser.

Una distancia de años entre el pintor y el filósofo, y caminos distintos, los marcan; sin embargo, el asalto a la razón y la exaltación de algún tipo de locura (nazismo en Heidegger y mutilación en Vincent), deberán recordarnos el carácter performático de la búsqueda por el ser, un hallazgo que no podrá jamás caer en el olvido…