¿”Virgen triste” o “impúdica vestal”?

Salvador Arias García
19/5/2016
Fotos: Tomadas de Internet
 

Los cambios de siglo, se dice, son épocas de convulsión y crisis. Son mundos que se dinamitan y renuevan a la vez, sin tener que ver exactamente con límites cronológicos. Son tiempos que prohijan personalidades singulares, que a veces superan su estricto tiempo de vida para perdurar indefinidamente. Ese es el caso de Juana Borrero (1877-1896), una adolescente que vivió tan solo 18 años, poeta y pintora con una obra que tuvo que ser escasa y que, sin embargo, es de perenne actualidad.

Hija de un connotado intelectual, Esteban Borrero Echeverría, creció dentro de un núcleo familiar de singular atmósfera cultural, no carente de conflictos. Muy joven había viajado con su padre a EE.UU., donde realizó estudios. Allí conoció a Martí, quien ofreció una velada literaria en su honor. Juana tuvo una existencia singular, preñada de contradicciones con la sociedad que le tocó vivir. Quizá la situación personal que más la marcó fue su relación amorosa con el poeta Carlos Pio Uhrbach. El joven, nacido en 1872, había publicado con su hermano un tomo de poesía llamado Gemelas, que fue bien acogido por los lectores y la prensa. Pero cualquier lectura que se hiciera entonces de Gemelas no pudo tener equivalencia a la que realizó esa “adolescente atormentada” llamada Juana Borrero, y que hoy podemos seguir a través de las páginas de un diario íntimo que, no sin rubor, leemos. 


 

Las anotaciones, marcadas por la hora y no el día, señalan una lectura muy lenta y trastornada. Un apunte hecho en la medianoche, reconoce: “He leído de prisa y sin detenerme las rimas de Federico. Me fascinan. Pero Carlos… no sé por qué me atrae con su semblante enigmático y triste. Vuelvo a leer sus estrofas. “Enclaustrado”… ¿será sincero? ¡Oh dios mío así es el hombre que yo he soñado! ¿Por qué lo has colocado tan lejos?”. El final de la lectura lo conocemos por una anotación definitiva: “Son las dos y media. No he dormido ni dormiré. Acabo de pensar algo inaudito, imposible, temerario. Oye Carlos. Antes de dos meses tú serás mío o yo estaré muerta” [1].

La guerra por la independencia de Cuba, que estalla en febrero de 1895, determina los destinos: Juana emigra con su familia a Cayo Hueso y muere allí el 9 de abril de 1896.Francisco García Cisneros, el director de la revista Gris y Azul a quien Juana llamaba el “vizconde rubio de los desafíos”, “mi buen amigo Franz”, la pone en contacto con Carlos en una noche de eclipse de luna. El resto es bien conocido: unas relaciones amorosas breves, intensas y extrañas, que desbordan las explicaciones que después se le han querido dar, porque también desbordan los marcos literarios usuales. Pero, ¿es que será necesario tener que explicarlas?

La guerra por la independencia de Cuba, que estalla en febrero de 1895, determina los destinos: Juana emigra con su familia a Cayo Hueso y muere allí el 9 de abril de 1896. Carlos Pío se integra a la lucha y muere en los campos de su natal Sancti Spíritus el 24 de diciembre de 1897, en una Nochebuena que ya él había cantado en Gemelas. Al morir, llevaba cosidos en el interior de su chaqueta de campaña el último poema y la última carta de Juana Borrero. De Carlos Pío, sin embargo, quizá más que un verso, lo que recordamos es una frase referida a Juana en una misiva a su hermano, escrita desde la manigua el 10 de agosto de 1896: “¿Por qué la amo tanto aun muerta?”.

Esta permanencia de Juana, que su amante sentía acuciante aún después de haber desaparecido físicamente, no ha dejado de existir en el ámbito cultural cubano, y quizá es hoy más persistente que nunca, después de cumplidos los 120 años de su deceso.Esta permanencia de Juana, que su amante sentía acuciante aún después de haber desaparecido físicamente, no ha dejado de existir en el ámbito cultural cubano, y quizá es hoy más persistente que nunca, después de cumplidos los 120 años de su deceso. En la historia de los pueblos, en ocasiones, una figura mantiene su vigencia a través del tiempo por la magnitud de su obra o por la trascendencia de su existencia; mas si Juana Borrero vivió con intensidad sus demasiado cortos e íntimos dieciocho años de vida, quizá por separado sus aportes culturales no nos brinden tampoco razones suficientemente convincentes para explicar su sorprendente vigencia hoy día. Sus condiciones líricas son innegables, pero el puñado de poemas que pudo dejarnos no justificarían su preeminencia en el recuerdo, pues en esto llega a superar a otras figuras contemporáneas suyas que aportaron obras más sólidas e intensas (recuérdese, solo dentro del ámbito femenino, textos de Luisa Pérez de Zambrana o Mercedes Matamoros, por ejemplo). Juana, apresuradamente, recibe esta atmósfera finisecular contradictoria de la época, entre ingenuidades y audacias, provincialismo y universalismo, que tan bien se palpa en la revista Gris y Azul.


 

Su voluntad de hacer versos pulidos, nuevos, bajo la égida casaliana, pocas veces la hace superar lo que hoy sentimos como un romanticismo decantado, honesto, pero epigonal. Solo en ocasiones muestran los versos su original e insólito vigor interno. Para mí, esto ocurre, sobre todo, en los poemas que están fechados en 1891, es decir, antes de cumplir sus quince años de edad, como los que Casal admirara tanto: “¿Todavía?”, “Crepuscular”, en los que “revela su gran talento de artista, bosquejando un paisaje”; su esmerilado soneto “Las hijas de Ran” y, de manera singular, ese otro soneto, esculturalmente sensual, titulado “Apolo” [2]. Aquí continúa una línea escultórica de la lírica decimonónica cubana, a la que pertenecen también “Safo”, de José Jacinto Milanés, y “La muerte de la bacante”, de Joaquín Lorenzo Luaces.

Marmóreo, altivo, refulgente y bello,
corona de su rostro la dulzura,
cayendo en torno de su frente pura
en ondulantes rizos sus cabellos.

Al enlazar mis brazos a su cuello
Y al estrechar su espléndida hermosura
Anhelante de dicha y de ventura
La blanca frente con mis labios sello.

Contra su pecho inmóvil, apretada
adoré su belleza indiferente,
Y al quererla animar, desesperada,
Llevada por mi amante desvarío.

Dejé mil besos de ternura ardiente
Allí apagados sobre el mármol frío!

Con Juana Borrero se da el caso, por primera vez en la cultura cubana, que cualidades literarias y pictóricas marchan más o menos a la par.  Ya Casal había premonizado: “Así pasa los días de su infancia esta niña verdaderamente  asombrosa, cuyo genio pictórico, a la vez que poético, promete ilustrar el nombre de la patria que la viera nacer”. No parece ser causa del azar que Casal conceda cierta primacía a lo pictórico sobre lo literario.  Sin embargo, la crítica de arte solía ignorar esta posibilidad, hasta que, en 1966, precisamente son dos poetas los que proclaman la excelencia pictórica de la Borrrero: José Lezama Lima y Fina García Marruz [3]. El primero llega a afirmar que “sus Negritos son para mí la única pintura genial del siglo XIX nuestro”, y la segunda comenta que de “su obra pictórica, que en ella fue tanto o más importante que la poética, poco ha quedado”.  Pero ese poco es suficiente para que el crítico Jorge Rigol vea en Juana “uno de esos pintores esenciales que no necesitan préstamos de ninguna moda. Siendo ellos, lo son todo. En cierto sentido, son intemporales”, y reconozca en Los negritos el ápice de su pintura [4].

Su voluntad de hacer versos pulidos, nuevos, bajo la égida casaliana, pocas veces la hace superar lo que hoy sentimos como un romanticismo decantado, honesto, pero epigonal.Pero donde Juana desborda todo aquel ámbito literario y artístico; aquella familia que le da alas, pero también rejas; aquellas convenciones y anticonvenciones del momento, es en las secretas páginas de sus cartas y su diario. Allí encontramos, por momentos, tanto a la niña como a la mujer, tímida a veces, osada otras, que puede ser inmensamente tierna o también de acerada crueldad. En ocasiones, más que ante una “virgen triste”, como la llamara Ángel Augier, sentimos estar casi ante una “impúdica vestal” (para utilizar el lenguaje de la época), como yo la calificara en una aproximación a ella que realicé a fines del siglo pasado. Ahora, en este primer cuarto del siglo XXI, estimo ambos calificativos injustos y limitantes; porque esa adolescente de insólita voz propia y libre escapa a su época y se acerca a la nuestra. Y por esto, también, es que la recordamos tanto, 120 años después de muerta.

 
Notas:
  1. Juana Borrero: Epistolario.  Prólogo de Cintio Vitier.  La Habana, Instituto de Literatura y Lingüística, 1996-1967, 2 t.
  2. Juana Borrero: Poesías. La Habana, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, 1966.
  3. José Lezama Lima: “Paralelos.  La pintura y la poesía en Cuba (1966)”, en su La cantidad hechizada.  La Habana, UNEAC, 1970, p. 160.  Fina García Marruz: “Juana Borrero”, en Poesías de Juana Borrero, ob. cit. , p. 29.
  4. Jorge Rigol: Apuntes sobre la pintura y el grabado en Cuba.  La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1982, p. 261-272-