Virulencia neoliberal en los tiempos del virus

Mauricio Escuela
31/3/2020

El Premio Nobel y profesor de la Universidad de Columbia, Joseph Stiglitz, había escrito una columna el 26 de noviembre del 2019 en la publicación Social Europe, donde se describe la crisis y desengaño evidentes que existen en los círculos tanto académicos como políticos con respecto al dogma neoliberal impuesto. Apenas tres meses después, la epidemia del coronavirus, nacida en China, se convirtió en una plaga mundial, con un alto nivel de infestación y peligro para la vida humana. El sistema está tan locamente desorganizado y débil, que es capaz de hacerse daño él mismo, mediante el autoengaño, la desinformación, la seudo ciencia y el más puro y burlesco individualismo neoliberal. Esa y no otra es la tesis esgrimida por Stiglitz, el libremercado extremo y sin regulaciones es la causa de la desintegración que hoy vive el mundo.

“El libremercado extremo y sin regulaciones es la causa de la desintegración que hoy vive el mundo”.
Ilustración: Brady Izquierdo

 

Un sistema en el cual existen las fuerzas productivas (tecnologías) para prevenir el brote de un virus como el Covid‒19, pero que no se invierte en ello, pues haría caer todas las oportunidades que ofrece un inmenso mercado de personas expuestas a enfermarse y, por ende, disminuirían las ganancias en virtud de la ley de la oferta y la demanda; un sistema en el cual se satanizan las políticas públicas en materia de sanidad y seguridad social, ya que, dicen los neoliberales, ello no solo saturaría la sociedad de impuestos, sino que nos traerían servicios “ineficientes” y “más control del Estado sobre la iniciativa privada”; un sistema que controla todas las fuentes de lo que Michel Foucault llamó el biopoder o sea el mandato sobre los cuerpos y la esperanza de vida de estos, en virtud de lo cual se hace ingeniería social y se determina quiénes deben vivir y quiénes no. Eso es el actual neoliberalismo, una estructura muy alejada del liberalismo moderno surgido en las revoluciones burguesas y, en cambio, necesitada de dogmas cada vez más totalitarios para imponer su credo en la desmesura de los capitales privados.

La supuesta ventaja de globalizar el sistema, la de que todos dependemos de todos, se viene abajo cuando solo nos queda, en tiempos de coronavirus, la dependencia sin solidaridad, o lo que es lo mismo, un sálvese quien pueda. En su libro Crónicas Marcianas, Ray Bradbury nos narra cómo en un mundo en decadencia, como la Tierra del futuro, los habitantes que están en la punta del sistema, los propietarios causantes del problema, emigrarían a Marte, replicando allá idénticas condiciones. Ya lo dijo Albert Einstein, no podremos obtener resultados distintos, haciendo las mismas cosas. Y pareciera que, ante el desastre que vivimos, la ceguera de los dueños de las finanzas fuese mayúscula. En medio de la debacle del sur de Europa, el más interconectado con el exterior dada su necesidad de comercio, Alemania y sus banqueros se niegan a activar mecanismos legales de solidaridad de la Unión Europea y, en cambio, proponen para los afectados un préstamo a manera de rescate, como si España e Italia tuviesen la culpa de enfermarse y tener que hacer ingentes gastos fiscales ante el coronavirus.

Lo que la epidemia pudiera dejar, de positivo para alguien, lo hará para el egoísmo de los bancos, que prestarán ingentes sumas a los países más afectados y cobrarían la parte del león, sin compasiones por la tragedia. Esa y no otra es la vía que el actual sistema financiero le ofrece a los pueblos enfermos: el endeudamiento. Ni siquiera los llamados de Michelle Bachelet, la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, han calado en la agenda de poder de los líderes del sistema: en medio de la crisis, Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, aprueba medidas draconianas contra naciones incómodas. Los organismos como el Fondo Monetario Internacional les niegan créditos a gobiernos como el venezolano, ya que el neoliberalismo no se detiene ni en tiempos apocalípticos cuando se trata de aplastar posibles alternativas de poder. En el caso de Cuba, no se suspenden ni las sanciones contra su economía, que inciden en el bienestar sanitario del pueblo, ni la maquinaria de bulos y vulgar manipulación.

Stiglitz asegura que es hora de parar con un sistema neoliberal que, desde hace 40 años, demuele la democracia, al colocar a los bancos y el poder financiero como única fuente de poder. Si un país quiere votar por un mandatario al que se considera incómodo, las sanciones no se hacen esperar, hasta que los habitantes de esa porción rebelde recapaciten y se plieguen. Lo mismo ocurre si en los países del primer mundo alguien quiere aprobar medidas de seguridad social, sanitarias y de protección ciudadana de acceso a los Derechos Humanos: de inmediato ese partido se queda sin fondos.

En un mundo donde no se usa ya el efectivo, sino que el dinero se volvió un algoritmo, nadie tiene realmente respaldo monetario, sino que depende de los caprichos de los que detentan las acciones bancarias. La concentración de riquezas que, según el dogma neoliberal, nos iba a deparar un derrame hacia las clases más humildes, lo único que ha traído es la casi desaparición de los salarios y de la moneda legal, para el establecimiento de un pago feudal en especias, que nos prohíbe sacar más de una cifra de dólares en efectivo de nuestros países, medida impuesta luego del año 2001, a partir del cual el sistema, amparado en un suceso terrorista poco esclarecido en sus causas y responsabilidades, decidió cortar más aún la batería de libertades civiles que son un legado del verdadero liberalismo histórico.

Para Stiglitz, los fundamentos del neoliberalismo fueron un dogma nada más, uno que se impuso como lo políticamente correcto, sin bases empíricas y sin una experiencia que lo sustentara, solo porque era obviamente ventajoso para los dueños de empresas el pagarles menos a los trabajadores, eliminar la salud y la seguridad social y los sindicatos y establecer un monopolio de la política desde los bancos. La maniobra se lanzó en medio de una situación oportunista, el fin de los socialismos europeos, que supuestamente sirvió de “prueba” de que toda estatalización es un fracaso.

El coronavirus ha venido a situarnos en el lado correcto de la razón, desterró el dogma de lo privado por encima de lo público y de lo individual por encima de lo colectivo. Todo el mundo necesita que en todas partes se elimine la enfermedad y, bajo las actuales condiciones estructurales, tal meta se nos sitúa como casi imposible. Solo en el caso de países como China, con un alto nivel de desarrollo tecnológico, combinado con un poder mayormente en manos públicas, se ha podido frenar el virus, pero la experiencia será otra en condiciones como las de los Estados Unidos, actual epicentro de la epidemia, donde al no existir asistencia primaria universal se dificulta incluso la primera fase más elemental, la del aislamiento y control de la expansión.

De todas maneras, se culpará de todo al coronavirus y de ello se encargarán los medios de prensa, también en manos de un grupo pequeño, menor aún que los dedos de una sola mano. Dirán que la crisis que le sobreviene al mundo, de todo orden ya sea económico o social, proviene de los bacilos de la enfermedad y no de la estructura insostenible y endeble de la organización financiera. Cuando los pobres en América Latina aumenten, como ya anunció Naciones Unidas, a 220 millones, se continuará apostando a lo mismo, con idénticos resultados: más préstamos, con condicionamiento a los políticos, lo cual se traduce en menos soberanía y más deudas públicas, de manera que las próximas generaciones nacerán y trabajarán toda su vida para entregarlo todo a los arquitectos de la crisis, esos que privatizan las ganancias, pero colectivizan los daños.

La vacuna contra el coronavirus podría tardar 18 meses, como dijo la Organización Mundial de la Salud, mientras tanto, existen 50 virus en el mundo animal relacionados con el mismo bacilo, que pudieran saltar sobre el ser humano en cualquier momento, pero siguen siendo ignorados por las empresas farmacéuticas. La economía mundial que, debido a su nivel de volatilidad de los mercados, no deja casi reservas internas en los países, no está diseñada para detenerse tanto tiempo, así que los próximos escenarios podrían ser peores, si persiste la terquedad de gobiernos como el de Donald Trump y Bolsonaro de normalizar el flujo comercial en contraposición con los riesgos. El neoliberalismo no le dejó opciones ni a los mismos neoliberales, que serán capaces del suicidio global, el de todos nosotros, con tal de mantener la rudimentaria e ineficiente máquina del intercambio. Se llega a la paradoja de optar por un planeta sin vida antes que uno sin mercado, pasando por encima de normas elementales como que: deberá haber habitantes en los países, para que haya consumo.

Ilustración: Brady Izquierdo
 

El virus demostró, en palabras del disidente norteamericano Noam Chomsky, el fracaso del mercado de la medicina, y por ende la necesidad de un replanteo mundial de qué tipo de sistema queremos, sin que primen dobleces morales y dogmas y mucho menos ingenierías sociales para manipular la opinión pública.

Esos dogmas, los mismos que hace 40 años nos engañaron con la promesa de prosperidad para todos, hoy nos amenazan con dejarnos casi con el único derecho de morir callados. En esta distopía neoliberal, somos meros espectadores que miramos la pantalla de un televisor, donde se nos asegura que, con el próximo préstamo del FMI, todo va a mejorar, mientras en las selvas del mundo pulula otro virus, quizás más mortal y definitivo. Si es que llegamos hasta ese punto, no habrá como en el libro de Ray Bradbury un planeta Marte al cual colonizar, sino que todos, incluyendo a quienes viven en sus burbujas financieras, estaremos en peligro.