Vivir en Revolución

Juan Nicolás Padrón
3/1/2018

Mi padre representaba a la Coca-Cola y a la cerveza Cristal en Pinar del Río; fue un antimperialista de arraigado nacionalismo que abrazó la Revolución hasta que se declaró socialista; nunca entendió el marxismo ni compartía con los comunistas, pero murió sin serle hostil al proceso porque era un proyecto independentista de justicia social, y no había otro. Mi madre, maestra de escuela, fue fidelista al principio, pero pasada la mística, perdió interés por la política. Yo me formé en un clima de tolerancia absoluta en el gobierno familiar; cada cual pensaba y hablaba lo que quería, pero en la mesa no se discutía ni de política, ni de religión, ni de pelota.


Foto: Performance de Danza Espiral, Matanzas. Cortesía de Sonia Almaguer

Desde pequeño fui un martiano convencido; eso entró por el corazón, inculcado por los buenos maestros que tuve, y después, por el estudio que nunca ha terminado: siempre he defendido las prédicas de Martí como base de nuestra cubanidad. De adolescente estudié el marxismo por mi cuenta, me abrió los ojos y lo acepté políticamente, aunque confieso que, si bien me apasionó el gran descubrimiento de la plusvalía, nunca entendí cómo materializar exitosamente, en un país del Tercer Mundo, una propuesta económica que revolucionara desde sus bases las estructuras dependientes y de mercado.

Muy pronto comprendí la gigantesca estatura de Fidel Castro y fui consciente de que lo que estaba viviendo en cada etapa revolucionaria era muy importante; como la mayoría de mi generación, participé en todo lo que pude: sin haber terminado la primaria, acompañé a mi madre a alfabetizar; después sembré pinos y café, corté caña, fui maestro, trabajé en una microbrigada, estuve en la guerra de Angola, y volví a sembrar, a construir, a enseñar…

No le debo a la Revolución nada material. Antes de 1959 viví cómodamente y estaba “predestinado” a estudiar en la Universidad; luego, nunca la aproveché para acumular bienes; eso sí, me amplió el mundo, más allá de Estados Unidos y una porción de Europa; me dio ojos, teóricos y prácticos, la convicción de pertenecer y la certeza de vivir haciendo historia junto a millones de compatriotas. ¿Qué más le podría pedir?

La Revolución, para mí, no es, ni será nunca, un gobierno, sino un complejo proceso político que conduce a una descomunal transformación cultural, con gente convencida desde el corazón y desde la razón, que ejercita la crítica cotidiana para mejorar cada momento, y exige de quienes ejercen el poder que prediquen con el ejemplo.

No hay que esperar otro Fidel, ni pretender crearlo: los líderes no se fabrican. El reto ahora, después de tanto caos revolucionario, es lograr el orden revolucionario. Consolidar leyes que todos respeten, para que el proceso siga en marcha. El peligro mayor es la corrupción, la peor contrarrevolución interna del presente. El proceso perfectible exige refundar instituciones, pues la Revolución, para que siga siendo revolucionaria, tiene que crear al compás de los tiempos, bien lejos del injusto orden burgués y de la anarquía demagógica del “socialismo” antidemocrático, ríos revueltos para pescadores oportunistas.

La Revolución cubana ha sido el acontecimiento cultural más grande de América en el siglo XX y me siento orgulloso de haber participado en ella; no niego ni sus errores ni los míos, pero, ¿qué lanzador no tiene juegos perdidos? Solo los que contemplan el terreno desde el banco.

Para perdurar, más allá de gobiernos y líderes, y continuar su larga marcha hacia la emancipación del ser humano, la Revolución habrá de hacerse sostenible materialmente y generar riquezas, a pesar de todos los bloqueos posibles: esa será su principal tarea ideológica. Vivir a su ritmo ha sido una experiencia demandante y fabulosa; ojalá que mi hijo, a mi edad, pueda decir lo mismo.