No es posible comprender bien la política sin conocer y asimilar la lectura de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo. Quizás en una época de crisis mundial como la presente, su detenido estudio sea aún más provechoso, no para tomar al pie de la letra sus consejos, sino como ejercicio de reflexión y aplicación.

“Comenzó a escribir El príncipe en 1513, cuando estuvo encarcelado y acusado de conspirar contra los Médicis, pero no fue publicado hasta 1531”. Imagen: Tomada del sitio web de Alianza Editorial

El primer paso es despojarnos de los prejuicios de “lo maquiavélico”, como ha afirmado Pascual Villari, pues jamás ha existido un hombre menos maquiavélico que Maquiavelo, quien dijo todo lo que quería decir, y lo expuso como política dentro del teatro de operaciones de la guerra. Lo otro sería entender cómo se desenvolvió su vida dentro del complejo escenario histórico de la Italia de finales del siglo xv y principios del xvi, la época de los “grandes descubrimientos”, y en un momento en que los políticos debían explorar maneras diferentes de presentar la táctica para conformar la estrategia.

Fundador de la diplomacia moderna —su seguidor más notable fue Joseph Fouché, al que también hay que estudiar— y con gran habilidad para el uso del lenguaje, Maquiavelo se distinguió por sus conocimientos tácticos y la combinación de estos con la estrategia en el arte de hacer la guerra con la palabra en los inicios de la modernidad, y por ahí está la clave para repasar sus fundamentos, ahora que tal entrenamiento resulta esencial en una modernidad en crisis. Se ha destacado más su papel como espía que como embajador, como si pudiéramos separar una función de otra, y tomó cuidados para que su obra, aunque no fuera elogiada, tampoco se censurara; nadie pudo prohibir ni a El príncipe ni aMaquiavelo, aunque ninguno de los dos ha gozado de buena reputación. Los primeros ataques a sus doctrinas políticas vinieron de los jesuitas, defensores brillantes de la supremacía de la Iglesia sobre el Estado.

“Maquiavelo se distinguió por sus conocimientos tácticos y la combinación de estos con la estrategia en el arte de hacer la guerra con la palabra en los inicios de la modernidad…”.

Con 25 años Maquiavelo comenzó a ocuparse de los negocios públicos, gracias a lo cual se dio cuenta de la importancia del comercio para la riqueza personal y la pública; a los 28 era canciller, un cargo ganado frente a hombres de mayor experiencia, y en el que permaneció 15 años. Los reinados europeos contaban con mercenarios para la defensa de sus territorios y Maquiavelo fue el primero en darse cuenta de la necesidad de un ejército propio, aun cuando los Estados debieran cargar con los gastos de armamento y manutención. Como gran viajero, estuvo atento a las costumbres y condiciones de los pueblos, aspecto esencial para conocer mejor el suyo. Fue acusado injustamente de una conjura abortada contra los Médicis y sufrió tortura, pero el papa León X gestionó su libertad. Sin embargo, nunca más desempeñó cargos públicos y se retiró a escribir; se fue para el campo, cazaba tordos, leía a los clásicos y hablaba con posaderos, carniceros, ebanistas, carboneros…

Comenzó a escribir El príncipe en 1513, cuando estuvo encarcelado y acusado de conspirar contra los Médicis, pero no fue publicado hasta 1531. Aunque muchos estudiosos han encontrado en esta obra un desmontaje de toda moral para hacer la guerra, tal afirmación es un absoluto y no pocas veces la mantienen quienes no entienden bien la obra ni la guerra, o la defensa de la necesaria unidad, independencia y soberanía de un pueblo contra poderosísimas hegemonías externas empeñadas en someterlo, y otras fuerzas internas en pugna. Cierto que después de aquel siglo no pocos Estados han aniquilado a muchos ciudadanos y violado sus derechos, pero también es verdad que perduran los intentos de potencias extranjeras de provocar un cambio de régimen en Estados menos fuertes.

Maquiavelo fue uno de los primeros pensadores en esbozar la idea de la nacionalidad, no conocida en la Edad Media; el proyecto de un Estado moderno que mantuviera la paz y la unidad en Italia. Si bien el control sobre los abusos estatales contra los ciudadanos es hoy una exigencia que debe partir de la organización interna de los pueblos, también es necesario un Estado fuerte, especialmente en países pequeños, ante las amenazas exteriores. Una de las líneas imperialistas del presente es “acusar” de “nacionalistas” a quienes se defienden de su intromisión, como si los imperios con su carácter supranacional no actuaran con un enfermizo nacionalismo supremacista para imponerlo como valor regional o universal.

El sistema político de Maquiavelo está construido por Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El príncipe y El arte de la guerra. En medio de la lucha política italiana entre el pontificado y el imperio, güelfos y gibelinos se peleaban para que el emperador se sometiera al papa o para que el sacro imperio romano quedara emancipado del pontífice. Maquiavelo, interesado en la unidad nacional, aspiraba a un príncipe fuerte en un Estado nuevo, con una Iglesia comprensiva, de ahí que “su” príncipe debería observar la religión de su pueblo, aunque no la compartiera, y acatar sus costumbres, a pesar de no hacerlas suyas: lo que estaba dilucidando era la obligación de respetar las diferencias entre la moral pública y la privada. Cuando se habla de virtudes, para Maquiavelo son las públicas las esenciales, no las privadas, pues con las primeras se obtenía la finalidad constructiva política. La indiferencia hacia la moral privada de los políticos no significaba imparcialidad; a pesar de ser partidario de la república, en determinado momento podía defender el despotismo por necesidad histórica, pues si una monarquía absoluta puede mantener la unidad en un pueblo corrompido para salvarlo de la anarquía, de la violencia y de la invasión extranjera, consideraba legítima esa fuerza.

“El sistema político de Maquiavelo está construido por Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El príncipe y El arte de la guerra”. Imagen: Internet

Al desaparecer la autoridad de la Iglesia, nadie vio con tanta lucidez como este pensador el rumbo político que tomaba Europa, a partir de la corrupción moral y política que acompañaba a este proceso y originaba deslealtades y decadencia ideológica. En realidad, lo que verdaderamente le interesaba era un gobierno republicano popular, una utopía impracticable en la Italia de su época, por lo que los consejos a un príncipe capaz de mantener la unidad, pasaban por conservar y aumentar su capital político, aunque en determinadas coyunturas no fuera del todo justo. Maquiavelo fue un gran observador empírico de extraordinario sentido común y de astuta previsión práctica, empeñado en llegar mediante su inducción a conclusiones: no tuvo método histórico como algunos creen ver, sus deducciones pertenecen a la praxis de la política cotidiana, elemento imprescindible para la implementación de cualquier Política.

Sus planteamientos están apegados a una lógica vernácula, cuyos resultados reconocen el egoísmo de los humanos por conservar lo que tienen y adquirir más, pues ni en el poder ni en el ansia de posesiones suelen existir límites. Un gobernante eficaz debe conocer esta base como evangelio, y según Maquiavelo podrá hasta matar, pero no saquear. Su ideología respondía al presupuesto del pensamiento renacentista europeo, mostrado sin hipocresía; su solución ideal era una vida cívica vigorosa en un sistema equilibrado por leyes de la república, mientras los ciudadanos debían poner límites a sus esperanzas. Admiraba el temperamento fuerte del gobernante lleno de recursos, como el impresentable César Borgia, cuya divisa era “O César o nada”, único camino que veía para mantener paz social, aunque para ello, en determinado momento, dejara escrúpulos a un lado; sin embargo, había que saber aplicar las medidas para cada caso. La república y la nación, incluso hasta bajo un gobierno popular y con excelencia de leyes, eran lo primero, único esquema para procurar una fuente estable de civismo ciudadano; la severidad, cuando fuere necesaria, y la moderación consecuente, garantizarían apoyo popular en un clima de voluntad por el bien público y de amplia libertad en la participación ciudadana: esa era su clave para tener un pueblo independiente y fuerte. Maquiavelo afirmaba que el deber para con la patria supera todos los demás deberes, incluso, cualquier tipo de escrúpulo. Esta mezcla contradictoria de patriota apasionado, demócrata convencido, elogiador de déspotas, cínico y hombre sin escrúpulos que apoya la represión en determinada coyuntura, lo presenta como un político que sopesaba los factores objetivos y subjetivos de una sociedad cuyos propósitos debían ponerse en función de la fuerza del Estado.

“Uno de los ataques mayores a El príncipe ha sido atribuirle la frase “el fin justifica los medios”, que no aparece textualmente en la obra”.

En el texto más conocido de Maquiavelo se resume toda la lógica para lograr un Estado fuerte a cualquier precio. Su autor aseguraba que la principal ocupación del príncipe era la guerra para mantener el poder, por lo que resultaba imprescindible estudiar el arte militar, ejercitándose con trabajos mentales o prácticos. Estaba convencido de que lo que más debía evitar era inspirar desprecio y odio en los ciudadanos; buscar reputación de liberal conducía a ser virtuoso, generoso o compasivo, pero ello colisionaba contra el control del poder; en cambio, más si renunciaba a ello, podía ganar fama de mezquino, cruel o soberbio, por lo que saber honrar el talento del pueblo y alentar actividades que condujeran a la prosperidad de su dominio, brindaba razones económicas a los súbditos, ofrecía bienestar a las colectividades y un crédito definitivo para la seguridad, más allá de cualquier criterio político. Creía que la fidelidad de los gobernados era esencial, y aplicar oportunamente castigos a los infieles debía erigirse en práctica sistemática, aunque de su aplicación se encargaran otros, y no el príncipe, que solo haría beneficios. Aun así, consideraba que era mucho más seguro ser temido que amado, y aseguraba: “…los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio” (Nicolás Maquiavelo: Obras políticas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1971).

No escatimaba nada al mantenimiento del orden, porque jamás faltarían argumentos para disculparse ante los súbditos, aun después de aplicar la fuerza, pues sabía que no pocas veces se producía una negociación entre engañar y dejarse engañar; era requisito indispensable que el príncipe supiera actuar como bestia en el momento de la fuerza y como ser humano civilizado con las leyes: en identificar cuándo adoptar una actitud u otra estaba la sabiduría. Debía evitar que se le menospreciara o se le aborreciera, y conocer que el odio puede ganarse lo mismo con buenas que con malas obras. El prestigio crece cuando desplaza a otros, y razonaba: “La fama de los príncipes aumenta, sin duda, cuando vencen obstáculos y contrariedades que se les crean, y por ello la fortuna, cuando quiere dar reputación a un príncipe nuevo, por necesitarla más que uno hereditario, le crea enemigos y le obliga a luchar con ellos, a fin de que tenga ocasión de vencerlos, y subir por la misma escala que ponen a su disposición sus adversarios al más alto grado del poder. Por eso creen muchos que un príncipe sabio, siempre que la ocasión sea propicia, que debe procurarse astutamente algunos enemigos para aumentar su crédito y grandeza, venciéndolos” (ibídem).

Uno de los ataques mayores a El príncipe ha sido atribuirle la frase “el fin justifica los medios”, que no aparece textualmente en la obra; el “fin” para Maquiavelo no es finalidad, sino resultado justo, y los medios son los actos para lograrlo, que no deben ser juzgados por separado o fuera de contexto. Consideraba erróneo y perjudicial generar discordias entre súbditos para mantener el poder, porque la facción más débil acabaría aliándose con algún extranjero. Los logros en política significan beneficios de unos y perjuicios de otros, y el príncipe está obligado a mantener su buena fama, pero sin ser neutral: quien no sea su amigo le aconsejará neutralidad, y solo los verdaderos aliados le pedirán intervenir con cautela en la lucha. Ningún príncipe debe aliarse con otro más poderoso para atacar a un tercero, salvo in extremis, pues al vencer queda a su merced.

Por otra parte, recomendaba, en épocas convenientes del año, distraer a los pueblos con fiestas y espectáculos, pero cuidarse de no rebajar su dignidad y rango. Instaba a huir de la “peste” de los aduladores, que embelesaban fácilmente a muchos ilustres; para él, el único modo de evitar la adulación consistía en escoger bien los hombres que podían decirle la verdad sincera y lealmente; otorgarle ese derecho a los colaboradores más cercanos es tarea difícil, pero resulta más difícil aún encontrarse en la posición de asesor, quien solo debe intervenir cuando el príncipe quiera y hablar solo lo necesario acerca de lo que le pregunte; ningún asesor debe tomar decisión, solo aconsejar, y saber que nunca será gratificante su trabajo. Los secretarios y ministros, además de competentes y fieles, deben entregarse por entero al servicio del Estado y colocar por debajo todo interés personal; el príncipe ha de beneficiarlos para que no sean tentados por mejores ofertas y garantizar su lealtad, sin excederse. Alertaba que, para la posteridad, lo que más contaba era el recuerdo de las leyes promulgadas y las instituciones fundadas.

“En el difícil arte de hacer política práctica cotidiana, algunos de los consejos de Maquiavelo constituyen una guía con reglas vigentes”.

Maquiavelo vivió en una época en que se creía firmemente que a los enemigos había que comprarlos o exterminarlos, y su doctrina pragmática va encaminada a prever para evitar la guerra. El príncipe, que debía serlo de todos los súbditos y no de una parte de ellos, estaba en la obligación de proceder bien para tener a su lado a la gran mayoría del pueblo, sin descuidar la minoría adversaria. Hoy se trata de un asunto de mayor complejidad, y aunque sean prácticos estos consejos, debe conocerse bien que esa fuerza necesaria del Estado que Maquiavelo reclamaba para la unidad y la defensa contra la dominación extranjera, no pocas veces se convirtió en un monstruo que, como Saturno, devoró a muchos servidores y a ciudadanos comunes, privándolos de derechos civiles, con excesos y abusos de funcionarios estatales que actuaban en su nombre, adaptando decisiones a sus secretos intereses. El servicio que Maquiavelo proponía para su príncipe debe invertirse, pues cualquier mandatario principal debe ser el mayor servidor público del soberano: la mayoría del pueblo. El sostenimiento del consenso es su principal resultado, aunque leyes, políticas y cualquier decisión puedan revocarse o cambiar; el gobierno no se torna débil haciéndolo en nombre de la mayoría, sino que se fortalece. En el difícil arte de hacer política práctica cotidiana, algunos de los consejos de Maquiavelo constituyen una guía con reglas vigentes.