Y la rosa me hincó

Emir García Meralla
2/2/2017

En los años 70, Rosendo Ruíz sería el único sobreviviente de los llamados cuatro grandes de la trova. Le había tocado la suerte de ver cómo continuaba la ruta de esa forma de hacer y decir la canción cubana, que había alimentado los sueños y la vanidad de muchos de sus compatriotas, y que era, además, una forma de vida: la del trovador en su bohemia y sus amores desencontrados, solo que con otras influencias y modos de decir que correspondían a su tiempo.

Había otros trovadores importantes, sobre todo en Santiago de Cuba, a los que pudiera corresponder por derecho el ser padres fundadores; pero las clasificaciones y los movimientos se habían generado en La Habana, donde se concentraban fundamentalmente los medios de difusión de mayor alcance.

Lo mismo había ocurrido en los años 40 cuando apareció lo que se definió como “trova intermedia”, pero que todos llamaron Feeling; y que apeló a esquemas menos rígidos que los de sus predecesores. Ahora, en los años 70, comenzaba a tomar fuerza una nueva forma de hacer la canción desde los fundamentos de la trova, que se venía gestando desde la primera mitad de la década anterior y que, poco a poco, se fue incorporando a la vida y el actuar de los cubanos de estos tiempos.

Tal vez la fecha más significativa, en un comienzo, para esta nueva forma de entender la canción, se remita al año 1967, cuando la Casa de las América organizó el I Encuentro de la Canción Protesta y a La Habana acudieron cantautores de varias partes del continente con sus diversos estilos, influencias e inquietudes existenciales, humanas y, sobre todo, sociales.

Sí. La sociedad de Latinoamérica y el Caribe estaba cambiando, lo mismo que el mundo en su totalidad. En el sur del continente se iniciaba una mirada a la música folklórica, se redescubrían instrumentos como la kena y el charango; parecía que el espíritu de los indios y los grupos originarios entraba en la conciencia colectiva y formaba parte del corpus social. Años de marginación, discriminación y vasallaje comenzaban a pasar factura histórica.

En el caso cubano, se vivía una nueva experiencia humana y social. El sueño no era reivindicar o restituir una historia. Simplemente se trataba de contar y escribir la historia de estos tiempos modernos, o contemporáneos, según se mire.

Si los trovadores de comienzos del siglo XX tuvieron en los poetas románticos y sus afines materia prima para trabajar zonas de su música, los de estos tiempos estaban más cerca de otros movimientos literarios que les alimentaban. Eran poetas con los pies en la tierra, que amaban y compartían las mismas miserias del hombre común. Eran indios, criadores de ovejas, simples mortales que tenían las manos manchadas de grasa o curtidas por la tierra. El escritor contemplativo de la sociedad era cosa del pasado.

Para los que abrirían la ruta de la Nueva Trova en los años 70, estaban las referencias musicales de quienes les antecedieron; estaban las vivencias de los años 60 más allá de las fronteras cubanas; estaban los poetas y escritores de estos tiempos. Su creatividad se alimentaba de todo aquello que pudieran atrapar y que les abriera las puertas de la vida y la cultura.

Eran los hijos del realismo mágico, el boom de la literatura latinoamericana en el mundo, las luchas obreras, los movimientos de liberación nacional y la necesidad de cambiar el mundo. Todo por amor.

En un principio fueron Pablo, Silvio y Noel. Después vendrían Vicente, Eduardo Ramos, Freddy Laborí, y así sucesivamente, hasta que se hizo necesario agrupar fuerzas, pensar como gremio, actuar como tal y, por sobre todas las cosas, ser una fuerza activa de la sociedad cubana de estos tiempos.

Se había hecho el verso. Estaban la música, los motivos sociales y una historia que contar. Solo faltaba nombrar a la criatura para que se supiera de su existencia. Nacía la Nueva Trova y toda la mística que le habría de acompañar en los años venideros.

Los cubanos, además de tiempo para el baile, ahora tenían una canción donde las espinas de la rosa sangraran su virtud.