Y por tanto yo no/ Te dejaré de oír

Ricardo Riverón Rojas
11/10/2018

“Teníamos salud, sonrisa, juventud y nada en los bolsillos”; corría 1967 cuando, en su dulce español de erres sonoras, Charles Aznavour nos despertó a una eternidad con rostro contemporáneo. Eran los años en que, contrario a lo que se ha establecido como falso consenso, los programas Nocturno y Sorpresa Musical, además de “La bohemia”, “Y por tanto”, “¿Quién?” y “Buen aniversario” pasaban con frecuencia “A hard day's night”, “Yesterday”, “And I love her”, “Because”, “California dreams” y “I've got you under my skin”, entre otros de The Beatles, Dave Clark's Five, The Mamas and the Papas y Four Seasons, aunque las palmas se las llevaran, por reiteración, los del pop hispano.


Con el fallecimiento de Charles Aznavour se va la sobriedad de una época. Foto: Internet
 

Claro, lo de Aznavour —recientemente fallecido en plena actividad a los 94 años— contagiaba otros valores: todo un estilo, una elegancia, una sobriedad con la cual quisimos ungirnos. Y nos decían extravagantes. Recortamos, entre otras cosas, la mota y las patillas (que nos venían desde Elvys), estrechamos los pantalones y, tirando para un lado la parte delantera del pelo (a “lo francés”, parecido al bisté de hoy) sobrepusimos, a la nuestra, la imagen de aquel hombre de 43 años que le cantaba a una joven de 16 —supuestamente Ulla Thorsell, su esposa desde 1967— porque cuando ella lo miraba, soñaba con el pasado.

Con Aznavour se va la sobriedad de una época, nunca muerta, en que el ser humano podía ser gentil, los hombres podían ser pequeños y no muy bien parecidos, todavía humeaban los aires de la bèlle epòque, sin necesidad de despliegues aparatosos, y todas las guerras justas se iban ganar, a veces solo a fuerza de poesía.

¿Que nunca llegamos a parecernos a nuestro héroe de la escena? Eso qué importa; teníamos un modelo de gallardía, y además, nos veíamos como adelantados, portadores de una lírica del “saber estar”, de eso que llaman “don de gentes” mientras nos iban ganando otros afanes de crecimiento. Más que con la presencia, pero también con ella, nos sumimos en el metabolismo de una cultura que, apenas sin que lo advirtiéramos, llegaba a nuestras mentes en cataratas. Si nuestros atuendos daban para poco, nuestra filosofía daba para pensar bastante. Aquel francés de origen armenio, que fuera inscrito con el nombre de Shahnourh Varinag Aznavourián Baghdassarian, nos enseñó una manera de pararse ante la vida y nunca parecer derrotado o débil.

Vallejo, Neruda, Benedetti, Guillén, Borges, Rojas, Huerta, Paz, Cortázar, García Márquez y muchos otros nos dieron sus lecciones para que, con las letras, nos propusiéramos ser grandes, o mejores; pero este pequeño cantante, con su luz vital, nos convirtió, como mismo fue él, en jóvenes de edad inasible.

Sé de dos cubanos que cantaron con él: Compay Segundo (una insuperable versión de “Morir de amor”) y la santaclareña Vionaika Martínez, números que no he tenido la dicha de oír, pese a mi cercanía con la diva. Pero toda Cuba cantó con él: “Morir de amor / como si fuese mi enfermedad, / con la vida he de pagar…”.

Este hombre murió de amor y pagó bien, con su ejemplar entrega al arte. He sentido profundamente su muerte. Rindo testimonio de admiración.