Ah, qué más da, la música

Dazra Novak
13/3/2019

De un tiempo a esta parte, he dejado de lado los audífonos. Pasó por casualidad, esto es serio, les juro que no estaba previsto —como casi nada de lo que aquí sucede— que uno de los cablecitos se doblara y se resistiera a hacer contacto dejándome a merced de las caprichosas bandas sonoras que recorren esta ciudad de cabo a rabo. Yo, que los usaba para aislarme un poco del mundo, de pronto me vi en medio de la calle, sin más, y sonando.

Me gusta asistir a ese momento donde la gente se emociona,
aprovechando que “nadie más está mirando”. Foto: Internet

 

En el fondo no es tan grave, tomando en cuenta que disfruto los viajes, por cortos que sean, siempre que la guagua no esté demasiado llena ni el taxi ande demasiado ruidoso por sus rutas correspondientes. Me gusta, por lo general, ver cómo la gente tararea un tema —incluido ese que yo jamás premiaría con el play—, tamborilea levemente con los dedos, y mira ventanillas afuera con los ojos perdidos en algún punto del recuerdo —de la tristeza o de la gozadera—.

Si alguno me acusara de voyeurismo, casi tendría que darle la razón. Me emociona asistir a ese momento —tan efímero como el otro— donde la gente se emociona aprovechando que “nadie más está mirando”, se le asoma una lagrimita, los ojos vidriosos recuerdan la persona, el momento. Mi fisgoneo me premia con un asiento en primera fila de puestas en escenas únicas, con actores inmejorables, que ni se enteran de que lo son.

No los voy a engañar, el reguetón sigue siendo ese ruido insufrible que, con ciertos temas, descubre a los detractores moviendo la propia patica. La bachata, un ensayo sentimental que cuenta una historia trágica o amelcochada y una termina preguntándose: el chofer, ¿de verdad se la creyó? Pero ese no es el punto. El punto está en la incógnita. La incógnita, despejada por la fórmula. La fórmula que se aprovecha de la capacidad con que contamos todos, desde chiquiticos, para la emoción.

La emoción, esa inquietud del ánimo a la que bastan dos o tres acordes alevosamente hilvanados para darnos un jalón hacia aquellos tiempos en que no pensábamos tanto, lo importante era sentir. Sentirnos grandes. Sentir, a lo grande. Apuesto a que cada uno de nosotros tiene una lista de esa música que yo no, ni muerta escucho; pero si sonara por casualidad, sin querer, mientras avanzamos hacia… ¿te acuerdas?

Cuando a uno de esos temas de la “lista maldita” le da por saltar desde una bocina ajena, la emoción, seamos sinceros, no entiende de edades, ni de nivel cultural, mucho menos de inclinación sexual: estoy casi convencida de que si hubiera venido Juan Gabriel, como dijeron que vendrían Raphael y Julio Iglesias, el Lázaro Peña —no sé por qué aquí me viene a la mente ese teatro—, se habría llenado de boteros, choferes de rastra y guagüeros, entre otros románticos.

Sorpresas, más que contradicciones, me ha regalado esta ausencia al pase de mis audífonos. Dos rara avis del transporte público en esa que hoy se me antoja una Cuba multisonora: un rockero boteando y esos archiconocidos temas de la nueva trova en un almendrón. He subido en dos ocasiones a un Lada cuya cassetera todavía funciona y hasta una vez, qué fuerte, sonaban los cuentos de Álvarez Guedes.

Mejor no olvidar: somos un archipiélago que navega por los limbos arquitectónico y automovilístico, por solo citar dos, y que salvaguarda —más bien recicla— añosos temas empoderados en ese limbo musical que todavía da de comer a los vendedores de discos con sonoridades al estilo de la Década Prodigiosa, Los Pasteles Verdes, Rudy La Scala.

Mejor no juzgar: qué sentido tendría entonces el karaoke, qué diversión, si no contáramos con estos temas. Ah, qué más da, la música se hace para acompañar la vida con una banda sonora, nadie lo dude, más caprichosa que elegible. Ah, qué más da, si yo también tengo esa lista: José José, Juan Gabriel, Laura Paussini, Eros Ramazzotti, John Secada, Celine Dion, ¡el dúo Pimpinela!