Allende

Juan Nicolás Padrón
7/9/2020

Cuando surge un líder de izquierda consecuente y corajudo hasta la muerte, con el fin de desacreditarlo se intenta encontrar algún detalle de su vida sacado de contexto, alguna actuación fallida o que le pueda restar méritos —como si los seres humanos fuéramos perfectos—, pues se erige en ejemplo de rebeldía peligroso para la derecha: la guerra de los símbolos es tan importante como la de las armas. En el caso de Salvador Allende, sus enemigos han hurgado para encontrar algún error que lo deshonre; sin embargo, su imagen ha seguido creciendo, a medio siglo del ascenso al poder del gobierno de la Unidad Popular y a 47 años de su muerte. Nadie podrá desmentir su íntegra dignidad, decencia, honradez y firmeza de convicciones, la limpieza de sus ideas y el valor demostrado en el cumplimiento de su palabra de mantenerse como presidente elegido por el pueblo, un compromiso que la Constitución chilena le otorgó y sostuvo hasta el último momento posible. ¿Qué importan los detalles sobre cómo murió?, ¿qué resta o suma a su figura si fue por la metralla de los sicarios o por un honroso suicidio, que algunas religiones —teístas o ateas— condenan? Se suicidó, ¿y qué?; lo consideró preferible a ser prisionero de traidores que le habían jurado fidelidad; nuestro general Calixto García intentó suicidarse para no caer en manos españolas, y eso no disminuye un ápice su heroísmo.

Salvador Allende, referente imprescindible de América Latina en el largo camino de su definitiva emancipación.
Fotos: Internet

 

Allende nació en Santiago de Chile en 1908, en el seno de una familia aristocrática; sus parientes se destacaron por ser masones, lo cual, como en casi toda América Latina, significaba oponerse a los excesos de la Iglesia Católica. Su padre, Salvador Allende Castro, fue un radical masón que trabajó como funcionario y notario en Valparaíso; su madre, Laura Gossens Uribe, era hija de un inmigrante belga y una dama distinguida de Concepción. La infancia de Allende se desarrolló en Tacna, entonces en posesión de Chile, mientras su adolescencia transcurrió en Iquique, y luego en Santiago y Valdivia, hasta llegar a Valparaíso; de esta manera su formación se nutrió de muy diversos paisajes, gentes, historias… Se distinguía por un esmerado vestir y una acendrada sensibilidad social; leyenda o no, se cuenta que cuando estudiaba en el Liceo Eduardo de la Barra, de Valparaíso, conoció a Juan Demarchi, un zapatero italiano anarquista con quien jugaba ajedrez y conversaba mucho —posiblemente alguna influencia le dejó—. Después de un año de servicio militar en el Regimiento de Lanceros de Tacna, en 1926 matriculó en Medicina en la Universidad de Chile, en Santiago, aunque también había pensado estudiar Derecho, como su padre. Durante ese período vivió con una tía paterna y en pensiones. Se graduó con notas máximas con la tesis “Higiene mental y delincuencia”, en 1933; se ha insistido en algunas biografías sobre su tendencia a compartir las tesis de Lombroso, representante del positivismo criminológico y figura todavía influyente entonces.

“Su imagen ha seguido creciendo, a medio siglo del ascenso al poder del gobierno de la Unidad Popular
y a 47 años de su muerte”.

 

El aún joven Chicho Allende participó en la fundación del Partido Socialista de Chile en 1933 y desarrolló un activismo militante en Valparaíso. Frecuentaba el Teatro Nacional y fue un gran lector; en 1935 se hizo masón y trabajaba como editor en el Boletín Médico de Chile. Su partido lo eligió diputado en 1937 e inició su larga vida parlamentaria. Dirigió la campaña presidencial de Pedro Aguirre Cerda en Valparaíso y dejó su escaño como diputado para ser Ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social entre 1939 y 1942, etapa en que se distribuyeron medicamentos contra enfermedades venéreas, se redujeron las muertes por tifus, se expandió el servicio dental y se amplió la entrega de alimentos en las escuelas. En 1939 publicó La realidad médico-social chilena, en que relacionaba el nivel de salud con la pobreza. Al año siguiente se casó con Hortensia Bussi, con quien tuvo tres hijas: Carmen Paz, Beatriz e Isabel. Entre 1943 y 1944, los años más duros de la Segunda Guerra Mundial, ocupó la secretaría general del Partido Socialista y se desempeñó como senador de la República entre 1945 y 1953. No queda muy claro si por un asunto de faldas —según cuentan sus más íntimos— o por diferencias políticas, aceptó el desafío del senador Raúl Rettig en lo que ha sido considerado el último duelo de honor en la historia de Chile; ambos erraron sus disparos, aunque, de acuerdo con testimonios, se tiraron a matar; más adelante continuaron siendo amigos. Por esos años sus enemigos socialistas intentaron alejarlo de la vida política y lo pusieron a competir con otra izquierda, la de los comunistas en Valparaíso, pero en 1961 volvió a ser elegido senador, cargo que ocupó hasta 1969. En este período amplió en la dividida izquierda chilena el margen de adversarios que lo consideraban un moderado.

Postulado a la presidencia en 1952, solo consiguió poco más del 5% de los votos. En 1958 se presentó de nuevo, esta vez por la alianza de izquierda socialista y comunista denominada Frente de Acción Popular (FRAP) y obtuvo casi el 29% de los votos en una elección ganada por Jorge Alessandri con el apoyo del Partido Conservador Unitario, el Liberal y otros sectores menores. El propio Allende hizo circular el chiste de que en su tumba se leería este epitafio: “Aquí yace el Dr. Salvador Allende, futuro Presidente de Chile”. En 1960, a raíz del devastador terremoto en su país, recibió a una brigada médica cubana para auxiliar a las víctimas. En 1964 volvió a aspirar a la presidencia, y tuvo como principal contrincante al demócrata cristiano Eduardo Frei Montava, quien ganó con más del 55% de los votos, mientras Allende obtenía casi el 39%; el pánico al comunismo y al ateísmo inculcado en la conservadora sociedad católica chilena era todavía demasiado. Hay documentos que demuestran que ya antes de 1962 Allende estuvo en la mira de la CIA, que financió gran parte de la campaña presidencial de Frei con 2,6 millones de USD, además de los 3 millones de campaña propagandística contra el senador socialista. No es extraño, si recordamos que Allende, el general Lázaro Cárdenas y la hija de Jorge Eliécer Gaitán, entre otros, estuvieron presentes en la concentración campesina del 26 de julio de 1959 en Cuba, y fueron mencionados por Fidel en su discurso.

Fidel Castro y Salvador Allende.
 

En 1964 Alessandri rompió relaciones diplomáticas con el gobierno cubano. El ejemplo socialista de la Isla rebelde había sido condenado por la OEA, “el ministerio de colonias yanquis”, y a finales de los años 60 funcionarios de Estados Unidos calificaban con frecuencia como “exportación de la Revolución” a la ayuda solidaria cubana a las guerrillas en América Latina. Sin embargo, la postura de Allende se mantuvo siempre vertical: en 1968, cuando era presidente del Senado, acompañó a los sobrevivientes de la guerrilla del Che Guevara a Tahití, enfrentando duras críticas. En 1970 persistió en su postulación a la presidencia de la República; había ganado mucha experiencia como político, conversaba constantemente con obreros, campesinos, empleados e intelectuales, y propugnaba un socialismo con la alegría de la cueca y el sabor a empanada y vino tinto, como había visto en Cuba —de pachanga, ron y chicharrones…—. Por primera vez había sido capaz de nuclear un frente de éxito estratégico: la Unidad Popular, integrada por los partidos Socialista, Comunista, Radical, Social-Demócrata, además del Movimiento de Acción Popular Unitaria, conocido como MAPU —formado por la escisión de un sector rebelde de la Democracia Cristiana—, Acción Popular Independiente —API, agrupaba elementos independientes con un pasado vinculado a Carlos Ibáñez del Campo— y la Central Única de Trabajadores (CUT). El Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), primero estructurado como guerrilla en 1965 y sin formar coalición, no le hizo oposición y le brindó apoyo crítico a la Unidad Popular; posteriormente, en medio de la crisis, exigió la entrega de armas al pueblo, pero Allende se negó temiendo el derramamiento de sangre.

La oligarquía chilena entró en pánico, especialmente después que el jefe del ejército, el general René Schneider, declarara su fidelidad al orden constitucional: fue su sentencia de muerte, y la ultraderecha lo asesinó en medio de un intento de secuestro. Como consecuencia de las votaciones del 4 de septiembre de 1970, no hubo mayoría absoluta: Allende por la Unidad Popular, alcanzó el 36,6%; Alessandri, por una coalición de partidos, el 34,9%, y Radomiro Tomic, del Partido Demócrata Cristiano, el 27,8%. Según la Constitución chilena, el Congreso Nacional debía determinar al ganador entre los más votados, y la elección allí fue: Allende, 153 votos; Alessandri, 35, y siete votos en blanco. Todo le salió mal al presidente Richard Nixon, en su plan de impedir el triunfo de la Unidad Popular: no se logró el caos luego del asesinato de Schneider, ni pudo concretarse el plan de que el Congreso eligiera a Alessandri, este renunciara y se llamara a nuevas elecciones que favorecieran a Frei, su candidato. La victoria de la Unidad Popular convirtió a Allende en el primer presidente de convicciones marxistas que accediera al poder político por medio de elecciones dentro de los esquemas de las democracias burguesas; se inauguraba así la “vía chilena al socialismo”. Usando los medios legítimos del poder ejecutivo, su gobierno nacionalizó el cobre —los monopolios Anaconda y Kennecott, en vez de ser indemnizados, quedaron debiéndole cifras millonarias al Estado chileno—, desplegó una reforma agraria profunda, aumentó los salarios a los trabajadores e intentó favorecer un periodismo que respondiera a las agendas del pueblo y no a las de la oligarquía.

Allende fue el primer presidente de convicciones marxistas que accedió al poder político por medio
de elecciones dentro de los esquemas de las democracias burguesas.

 

Un socialista incorruptible y sin miedo como presidente de un país en América Latina ha sido siempre el mayor peligro para los gobiernos de Estados Unidos, por ello el siniestro binomio del tramposo presidente Nixon y el asesino Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado, se dedicaron a entorpecer su gestión. Casi de inmediato, el Banco Mundial y otros organismos internacionales suspendieron los créditos a Chile. El presidente de la International Telephone and Telegraph Corporation —ITT— ofreció un millón de dólares para liquidar “esa desgracia”. Kissinger elaboró uno de los proyectos más siniestros concebidos para América Latina: el Plan Cóndor. El apoyo de Fidel Castro a Chile en 1971 con su prolongada visita, sentenció a muerte a Allende; incluso, la CIA quiso aprovechar y liquidar también al líder de la Revolución cubana: una supuesta cámara de televisión lo puso en el centro de su mira, pero el tirador no se atrevió a disparar —fue solo uno de los 638 intentos frustrados para asesinarlo—.

En 1972 “organismos internacionales” seguidores de la política yanqui cortaron los créditos a Chile, y el cobre comenzó a ser confiscado, no ya en puertos de Estados Unidos, sino en otros afines a la Casa Blanca, con el esperado desplome de su precio. A partir de octubre de ese año la guerra se arreció: la CIA pagaba 2 000 USD semanales a cada camionero para que se sumara a un paro y la operación tuvo éxito parcial: de los 50 000 camiones que abastecían Santiago de Chile, solo se mantuvieron leales a la Unidad Popular unos 400, que, por la capacidad de un grupo de jóvenes, pudieron abastecer a la capital. En 1973 el bloqueo económico, comercial y financiero, el respaldo monetario a huelgas, sabotajes a la economía, las fuertes campañas de descréditos y mentiras bien pagadas y la aparición de buques de guerra de Estados Unidos frente a las costas chilenas, tornaron insostenible la situación.

El presidente constitucional, en la despedida a la delegación cubana el 4 de diciembre de 1971, había asegurado: “Se los digo con calma, con absoluta tranquilidad: yo no tengo pasta de apóstol ni tengo pasta de Mesías. No tengo condiciones de mártir. Soy un luchador social que cumple una tarea, la tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás. Que lo sepan: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera. […] Solo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo”[1].

En su última alocución, previa al bombardeo al Palacio de La Moneda, dijo: “Tengo fe en Chile y en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile, viva el pueblo, vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano”[2]. Demostró que tenía sangre de mártir, confianza en su pueblo y especialmente en los trabajadores; pero también hablaba al futuro sabiendo que esas “últimas palabras” coincidirían con sus actos. La reconquista de Chile por el capital no se hizo esperar con la colaboración de militares formados en la Escuela de las Américas de Panamá. “Casualmente”, murió también Pablo Neruda. Los militares no solo bombardearon el palacio presidencial, sino la casa de Allende y entraron a la de Neruda. Se quitaron del camino dos símbolos de Chile. El baño de sangre duró muchos años, incluso fuera del país: el general Carlos Prats, excomandante en jefe del Ejército durante la Unidad Popular, y su esposa, fueron asesinados en 1974, en Buenos Aires; en 1976 la mano tenebrosa del Plan Cóndor ultimó en Washington D.C. a Orlando Letelier, exministro de Defensa, junto a su ayudante. Miles de asesinatos se sucedieron y se impuso el terror de la dictadura.

Allende y Neruda, dos símbolos de Chile.
 

Las torturas y el ensañamiento dejaron dividida la historia de Chile en un antes y un después del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Muchos han sido los debates sobre los errores cometidos, pero ha permanecido inalterable y limpia la imagen del presidente Salvador Allende, uno de los referentes imprescindibles de América Latina en el largo camino de su definitiva emancipación.

 

 

Notas:
[1] Jorge Timossi: Grandes alamedas: el combate del presidente Allende. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, pp. 179-180.   
[2] Jorge Timossi: Ob. cit. pp 193 y 194.