“Las máscaras esas que tú ves allá arriba no tienen nada que ver con el teatro. Yo tuve la suerte de ir a Venecia por un festival en 1988, y la dicha de que me invitaran otra vez, 20 años más tarde. Entonces, me encantaron esas máscaras y las traje. Hay otras que son premios, como esa negra”, dice sin voltear, señalando con el dedo índice el punto exacto donde cuelga la pieza oscura a su espalda, como quien se encuentra exquisitamente orientado; como si fuera una parte del cuerpo propio lo que estuviese apuntando.

Armando del Rosario está sentado en una butaca de tapiz rojizo que contrasta con las formas —medio rojizas también— que se dibujan en los mosaicos del suelo, y ese dedo que ahora apunta a la pared —pienso— es el mismo que auxilió a su mirada serena y punzante durante décadas, desde finales de los 70, en la aventura de tragicomedia que, como dijera años después, resultó comandar Teatro Universitario de La Habana, agrupación teatral en activo más longeva del país, con 80 años.

Pero seguimos hablando de su pared, una pared con máscaras. No muchas, porque Armando es un hombre de buen gusto, pero sí unas cuantas, las justas, de diversos materiales y colores en torno a un espejo.

Puesta en escena de Las Yaguas, de Maité Vera (1983, dirigida por Armando del Rosario).

En la sala de Armando del Rosario, esta pared se me antoja dedicada al teatro. Miro al espejo y lo advierto como elemento imprescindible en la vida de cualquier hombre o mujer de tablas, me invento al actor en ciernes que algún día fue este hombre dibujando muecas frente al cristal, ensayando expresiones faciales quién sabe si minutos previos a salir a escena, donde escucharía un “mírale la cara a Feliciano” proveniente del monstruo que se oculta en la oscuridad de la luneta.

Y Armando —o el Feliciano del libreto—, aguantando el orgullo sobre el retablo, siendo carne fresca para reflectores, con el ceño encajado, tal cual ensayó ante el espejo si no minutos atrás quizás en algún recodo perdido de la niñez. Sí, estoy seguro, alguna vez en su vida tuvo que haberse parado frente al espejo a hacer muecas, a soñarse grande, a ser juez, parte y público en la compleja puesta del soliloquio.

Pero Armando del Rosario es un demoledor de ideas estériles; por ello, mientras me invento este hipérbaton a cuenta del dichoso espejo, me asegura que no, que ese espejo nada tiene que ver con el teatro, pero que, en una pared, da amplitud y lo refleja todo.

“Te refleja la luz, te refleja la casa. Yo soy muy observador y me he dado cuenta de que todo el que pasa por aquí se mira”, ríe y reconoce que verse en el espejo no es un vicio tan fuerte, al menos por estos días, como el de estar conectado al teléfono.

Los trofeos que ganó el grupo bajo su dirección, explica, los dejó en extensión universitaria; pertenecen a la compañía, a la Universidad de La Habana. “Pero los que me dieron a mí, por la dirección o lo que fuese, los traje para acá, que son algunos de esos jarrones que tú ves: en el piso hay, en el otro piso… esos sí son míos”, suelta entre risas y, casi sin quererlo, cruzamos ya a la otra pared.

“Cada función es única. El teatro es completo, total, porque trabajas de cuerpo entero”.

Son muchos regalos y premios, había advertido antes de empezar el recuento. Hay una talla de madera, a la izquierda del gran armario, que recibió junto aquel candelabro, algo más al centro, el mismo día que entró por la puerta con la Distinción por la Cultura Nacional.

“Aquello —señala a otro adorno— me lo dieron en México, en un festival en la Universidad de Puebla. El ‘cuadrito’ me lo regalaron en Madrid; lo vi en una oficina del Ministerio de Cultura, me dio mucha gracia y le fui a tirar una foto. Me preguntaron por qué. Les dije que me llamaba la atención lo que decía y espetaron: ‘llévatelo’”.

Mal leo en alta voz, desde lejos, lo que registra la placa: “Alguaciles de la justicia impondrán cepo o picota a todo aquel campesino, ministerioso o caballero que fuese sorprendido inhalando o expeliendo humus de la planta conocida como Nicotiana tabacum”.

“O sea, solo para decirte: no se puede fumar, y yo, como soy anticigarros, lo puse ahí porque nada… me gusta mucho”.

Armando colecciona varias vivencias de España, “inclusive, pude llevar una obra española, Noches de amor efímero,y les gustó, la entendieron. O sea, quedaron sorprendidos de que un cubano hiciera una obra y les supiera bien a ellos. Siempre que se sale al extranjero, te ven y piensan: ‘¡A ver qué trae esta gente!’”.

Puesta en escena de Contacto en Madrid, de Andrés Lizarraga (1985, dirigida por Armando del Rosario).

En el extremo derecho, luce imponente un contrapicado de la torre Eiffel, tan señorial la estructura que parece escachar el torso de Armando contra el marco inferior de la fotografía. De regreso al centro del estante, yace una réplica de la torre. “Esa me la traje de allá”.

“Aquel cuadro es un amate, un grabado hecho desde la corteza de un árbol”. También lo trajo del extranjero y, recogiendo los brazos, rememora su estampa en algún aeropuerto, aferrado al amate recogido en forma cilíndrica, como quien lleva algo valioso, algo sin precio cuya suerte no está dispuesto a dejar en las manos de resbalosa fama que tienen los estibadores de la pista.

En medio del anaquel, al fondo, sobresale la imagen de un cocker spaniel negro. “Se llamaba Hito. Es una larga historia. No sé si has oído hablar de una actriz española… Sara Montiel. Ella estuvo en Cuba y se hospedó aquí en la casa. Antes de marcharse, le regalaron ese perro chiquitico.

“Lo mantuvo allá siete meses, pero tenía también un caniche y lo volvió a mandar para acá. Murió a un mes de cumplir 12 años. He tenido muchos perros y sufro mucho cuando se me mueren. Y mira que los cuido… pero tienen un límite de vida. Una vez me mandaron una cosa que decía que por eso vivían tan poco: porque no tenían que purgar ninguna maldad, habían dado todo su amor y ya… no tenían nada más que hacer y se iban.

“Y este perrito… mira donde estoy yo y mira donde está él —señala al suelo, donde reposa otro cocker amarillo—. Se llama Halley, como el cometa. Lo cogí de tres años porque era de unos vecinos que se fueron del país. A mí aquel se me acababa de morir y no quería más animales porque, ya te digo, se sufre mucho, duran muy poco. Pero antes de que lo sacrificaran o lo echaran a la calle me lo quedé. Y el perro me adora y yo a él. Los animales me encantan. Son más agradecidos, más amorosos y más desinteresados que el ser humano”.

Una lámpara de vidrio se yergue a medio brazo de la butaca de Armando. La mesilla que la sostiene, que aún conserva la cristalería original, es de cuando se casó su abuela. A su abuela también pertenecía la percha torneada que se adhiere a la pared de la escalera, rememorando los tiempos en que se caminaba por las calles con sombrero, capa y paraguas, que a su vez quedaban suspendidos en el recibidor de la vivienda donde el visitante entraba.

Así llegamos a la que, atrevidamente, bauticé como pared del tiempo. En ella encontramos un reloj de péndulo, de los de caja, que le cambió a un anticuario por un disco de vinilo de la cantante Lucha Reyes. “Un día le conseguí el disco, él lo quería y me lo cambió. Todo el mundo piensa que es una herencia de familia y no, ese no. A mí siempre me gustaron las antigüedades, porque, vaya, no pasan de moda”.

“En el cuarto tengo un cucú que todavía funciona, soviético, que me costó 35 pesos, cuando solamente existía una moneda”, comenta Armando del Rosario, a quien le gusta cuidar las cosas, darles mantenimiento… porque sabe, experimentado como es, que el tiempo todo lo enmohece.

Sobre un moderno televisor de pantalla plana que le regalase un viejo alumno, regenta un cuadro con sellos de tabacos, cubanos todos. “Vitola se llaman… y hay otros sellos también. Eso me lo montó mi padre. Él era un ser excepcional, maravilloso, nos queríamos mucho. Murió joven, 60 años. Trabajaba como contador, pero mi bisabuelo tenía una estudiantina, así le llamaban antes, que resultaba una especie de academia de música, donde él, mi padre, estudió batería y violín. Su madre, mi abuela, era profesora de piano y maestra normalista, como decía ella. A mí mamá también la quería mucho; me duró un poco más”.

En su butaca, Armando mantiene erguida la postura. Semeja a un lord inglés que constantemente reta a duelo a lo vulgar. Trae hasta la sala todas las palabras mal dichas o inexistentes que con frecuencia escucha, les pega en el rostro con su guante de caballero y luego las ensarta, una a una, con la fría espada del conocimiento.

“El teatro comienza de principio a fin y tú estás sintiendo la reacción del público. Cuando escuchas a la gente en la luneta que tose o se acomoda, algo no está funcionando. Cuando oyes un silencio total, es que gustó y todo el mundo está atento. Ya el final te lo da el aplauso”.

Las verdades sobre lo que ha hecho toda la vida se les salen solas. “Cada función es única. El teatro es completo, total, porque trabajas de cuerpo entero. La radio es muy buena, enseña mucho, aprendes a modular la voz, a darlo todo con la voz, pero puedes ir vestido y peinado como quieras; nadie te ve.

“La televisión casi siempre se fija en tu cara, es de aquí para arriba. Y ahora que se graba, lo que no gusta se corta y se repite. El cine igual, tiene incluso elementos que se hacen por locaciones y, en fin, a lo mejor se empieza por el final de la película.

“El teatro no, el teatro comienza de principio a fin y tú estás sintiendo la reacción del público. Cuando escuchas a la gente en la luneta que tose o se acomoda, algo no está funcionando. Cuando tú oyes un silencio total, es que gustó y todo el mundo está atento. Ya el final te lo da el aplauso”.

Los años brindan de comer al humor de Armando. Luego de unas cuantas cirugías de cadera, el proceso de levantarse del mueble para ir en busca de café entraña un protocolo que el maestro tiene ensayado, paso por paso, con saludo y todo. Bromea que la familia Chaplin quiere demandarlo porque ahora le ha dado por caminar como él. Sin embargo, derecho, como un roble, avanza a paso ligero.

Deja atrás las dos columnas de mármol que hacen pensar en las primeras décadas del siglo pasado, cuando sobre estas baldosas caminaba Alejandro García Caturla. Según Armando, aquí vivió el músico-juez cuya temprana muerte, a balazos, Alejo Carpentier calificaría de absurda.

El músico tuvo que haber tocado estas columnas que de seguro también ha acariciado Armando con las yemas de sus dedos. Caturla tuvo que haberse recostado al balcón y escrutado esa calle repleta de pregones que todavía hoy se cuelan hasta las entrañas de la casa y que dan argumentos a Armando del Rosario para no mudarse de ese sitio donde El Vedado y Centro Habana se acarician. “¿Para dónde? —se interroga— si por esa parte Miramar es tan aburrido como Miami: te asomas a la acera y nadie pasa, si acaso un carro”.

“Con sus defectos y sus virtudes me gusta el cubano”.

Armando regresa de la cocina con una taza de café prácticamente llena. Le pregunto por Caturla y, con orgullosa sonrisa, dice que esta casa se parece a como debió ser el compositor.

Entonces, retrocedo unos minutos y recuerdo aquella reflexión medio melancólica que dejó escapar este maestro del teatro cuando hablaba de sus antigüedades: “Esta casa está así desde que yo era jovencito y ahora corresponde a un viejo como yo…”.