Aire frío: la maldita circunstancia del calor por todas partes

Roger Fariñas Montano
19/3/2018

I

La familia Romaguera ve pasar 20 años por delante de sus ojos. Nada es diferente, la historia de sus lúgubres vidas continúa siendo narrada de la misma manera. Las problemáticas cotidianas de una familia cubana miradas a través del filtro de la supervivencia. Luz Marina cose para la calle y repasa a niños por 20 pesos, en el intento de aplacar las carencias económicas de su casa, pero el dinero y los esfuerzos tampoco son suficientes. Mientras, padres e hijos, hermanos y hermanos, discuten, se hieren y reconcilian en una vorágine ordinaria, con la desidia consumiéndolos lentamente. ¿Y qué ha cambiado?

Aire frío
 La familia Romaguera, Aire frío, Argos Teatro. Fotos: argosteatro.cult.cu

 

II

Aire frío, de nuestro dramaturgo mayor Virgilio Piñera, se estrenó en enero del 2012 en Argos Teatro y ahora vuelve a la sala de Ayestarán y 20 de Mayo, espacio prominente desde el que Carlos Celdrán y su equipo, conscientes de los efectos actuales, invocan los demonios piñerianos y nos aproximan a la angustiosa biografía de la familia Romaguera. Acaso estarán invocando los demonios de un hombre, multiplicado en miles, de alguna generación de familias, no importa si de los 40 o los 60 del pasado siglo, o del aquí y el ahora. Carlos quiere que seamos testigos vivenciales de cómo los miembros de una familia, fragmentada en espacio y tiempo, con maneras particulares de mostrar afecto y divergentes sentidos de lo ideal, son capaces de posar juntos, tarde o temprano, para su foto familiar.

Aire frío, un texto que intima a partir del reconocimiento, de la veracidad, merecía una puesta en escena como la que Celdrán ha logrado. Ha hecho que en la espléndida obra se abracen en el escenario, en un mismo y perturbador viaje en espiral, la risa y el lamento. Sin acudir a la representación banal del chiste o preceptos que alteraran la mecánica formal del montaje, el director siguió la línea realista con un entendimiento justo de los principios piñerianos, leyéndolo siempre entre líneas y con astucia para decir lo que él quiere a partir de los términos que maneja Piñera; pero, lo que es aún más importante, apegado a su propio estilo de elaborar un tejido dramático que esté relacionado, que posea acción. Por otra parte, el gesto y la vida sensoriales, verosímiles, de los actores en la concreción de lo que para Argos y para él es esencial: lograr la escena transparente.

El teatro tiene esa virtud de ser revelador, siempre y cuando se redefinan las perspectivas al dinamitar los fenómenos de la vida y de la historia desde las entrañas, no solo desde el caso particular de los individuos o personajes que intervienen en el acto, sino de algo mayor: la sociedad. Dicho así parece algo general pero no lo es; cuando estamos ante un buen acto como el de Aire frío (texto/montaje), es inevitable que se nos revele, como lectores/espectadores, una visión que lejos de mostrar falsas tradiciones nos define como identidad independiente, ya sea como Nación o como aspiración personal, y a la vez nos catapulta cual fenómeno social que va más allá, a lo universal.

Virgilio Piñera es un gran autor. Su obra es sólida y contundente. Como las grandes obras de los escritores clásicos, es de una humanidad injuriosa, de personajes lastimados en lo profundo. En específico Aire frío maneja todas las capas, las revanchas de la vida a la conducta, el rol del destino en un orden político-económico-social áspero. En las manos de Carlos Celdrán, Aire frío alcanza una poesía descomunal, aunque nos parezca rígidamente realista, que no lo es del todo a mi juicio; donde la resignación, la pérdida ya de la esperanza y la muerte son símbolos claros de la gran tragedia de la vida. En efecto, son visiones muy pesimistas del mundo las que tiene Virgilio Piñera en su teatro —también en su poesía y en su narrativa—, y aquí trascienden por la manera cuidadosa en que Celdrán y su elenco han operado en el vientre endemoniado de los personajes para llegar a una interpretación que por su carácter proteico es actual. Porque, además, no son visiones secas, sino que se acude al background popular que entremezcla el humor como recurso comunicante. El autor creyó, como ahora el director, en el humor como válvula de escape del drama. Como diría el propio Piñera, es “la sistemática ruptura de lo trágico por lo cómico”.

Escrita con diálogos ágiles y sutiles, Aire frío está vigente en la actualidad cubana. La propuesta de Argos Teatro reúne en su cifrado escénico todas las tensiones que la insularidad admite, determina la jerarquía del contexto en la influencia representación-espectador. En el afán por actualizar la obra, percibo que el director entendió que respetar cabalmente el texto, como todo buen pensador de la escena que tributa un clásico, y ser fiel a los preceptos de lo que para él es el teatro, es lo fundamental. En una entrevista reciente, Celdrán afirmaba: “Siempre he buscado, y últimamente más, ese teatro central que trate de colocarse, aunque sea utópicamente, en el centro de la sociedad y piense la sociedad, que sea visto por todo el mundo. Para eso me he quitado prejuicios teatrales: no trabajo para una élite ni para el propio gusto, no monto necesariamente mis lecturas más profundas, sino obras que pueden llegar a esa platea diversa. El público nos ha cambiado. Me ha cambiado mucho a mí en esa sala. Es un público que ante la desgracia ríe, algo desconcertante” .[1]

En este caso, el líder de Argos tiene la virtud de haber conservado, con sutil habilidad, el hálito piñeriano más jocoso y al mismo tiempo enternecedor, sin pretender convencionalismos ni asumir lo moderno como moda. Entiende que los clásicos, y Aire frío lo es con creces, se bastan por sí solos y se actualizan permanentemente. Sabe también que el público híbrido que asiste a su sala, desde el más elitista hasta el más popular, busca una obra que hable de ellos sin tapujos, sin “lecturas profundas”, solo quiere gozar del show y el desparpajo que es su vida, su realidad, su país.


“Luz Marina dejó de alumbrar el mismo día que abrió los ojos al mundo”

 

El montaje dialoga, en tanto los personajes están en vida, pensando y reaccionando no solo a lo que los otros dicen, sino también a la inteligente construcción espacial que el director les ha condicionado —dígase el vestuario, los aditamentos escenográficos y las luces. Cada elemento de escenografía, diseñado por Alain Ortiz —un sofá rojo deteriorado, una mesa y cuatro sillas, una repisa que funciona como librero y una máquina de coser—, responde a un código de unidad global, que contextualiza la narración en la sala-comedor de una familia cubana, y en el que se visualiza, además, una fraternidad conceptual con las poéticas, a ratos oníricas, luces de Manolo Garriga.

Me detengo en el papel que juega el diseño de luces de Garriga en franca armonía con la idea del director. Los momentos en que los personajes son perseguidos por un reflector, una linterna que busca escudriñar cada movimiento, cada acción, cada suspiro de dolor y desesperación de los personajes. El objetivo de Celdrán y Garriga, en ese instante específico, es indicarnos hacia dónde dirigir la mirada. En la escena en que logra reunirse toda la familia y se disponen a hacerse una foto colectiva, Ángel y Ana, los padres de los hermanos Romaguera —Luz Marina, Oscar, Enrique y Luis—, están viejos y muy enfermos, casi no se pueden sostener por sí solos. Ángel está completamente ciego, Ana malgastada por los años, y los hijos, relativamente jóvenes y fuertes aún, quieren hacerlos posar para una última foto familiar. La imagen teatral que alcanza la escena es poética, hermosa, pero en el fondo es una imagen decadente, desconsoladora. Un momento nefasto y, sin embargo, el público estalla en risas con una frescura peculiar. Se crean situaciones jocosas muy bien ejecutadas por los actores, más cuando la realidad de lo que se está debatiendo es algo tan fatídico como una foto en la que los “jóvenes” están preparando, de cierto modo, a estos dos “viejos” de la familia para la muerte: la foto —apócrifa— de la historia de la gran familia que somos los cubanos, que nos recuerda que somos lo mismo hoy que antes, ¿y qué ha cambiado?

Ese contraste es lo que hace del montaje de Argos, y la magistral factura de los actores, una experiencia conmovedora que nos trasciende como seres humanos y como Nación.

Cuando estos ejes logran coincidir en tiempo y espacio, se crea un ambiente de provocación hacia la afirmación de Peter Brook de que “el teatro es siempre un arte autodestructivo, y está casi siempre escrito en el viento”. Sin dudas que es un arte momentáneo, irrepetible, inmediato, eso representa la puesta en escena, una acción que tardará unos pocos minutos y en la que hacemos acto de presencia desde su inicio y hasta su final. En la función siguiente será distinto. Y es quizás en esa realidad de la escena donde radica el encanto del montaje. Ahí precisamente es donde los actores de Argos Teatro se muestran en un estado de privilegio —aclaro que estas líneas no tienen las dimensiones necesarias para plasmar mi admiración—, porque se dejan la vida cada noche en las tablas. Es lamentable que, en sentido general, no se les preste la atención que merecen, y cito a Rine Leal, cuando advierte que los actores “suelen ser sombras en el recuerdo, nombres que se olvidan, creadores que se desvanecen cada noche”.[2] Quiero asegurar que esta noche los actores de Argos Teatro han trascendido tales afirmaciones.

III

Cuando los filósofos se debaten entre qué o quiénes tienen el poder del cambio, si el propio hombre o el orden social imperante —lo curioso es que ese orden está erigido por el propio hombre—, Virgilio desde el texto y Celdrán desde el montaje nos dan una sutil respuesta: cambian los hechos, las fechas, las modas, las estrategias, pero el problema sigue siendo el mismo: el hombre y sus miserias.

En Aire frío está bien marcada esta genealogía. Nos encontramos ante individuos comunes que reaccionan orgánicamente a contextos desequilibrantes. Enrique es un primer individuo, que toma partido en su propia vida y revela instintos de estabilidad basados en lo material, el egoísmo y el desapego; otro ente es Oscar, un hombre-introvertido-poeta-gay-soñador que sigue un ideal, y en el viaje se encuentra —en un abrir y cerrar de ojos— entre los cascos de los caballos, siendo un eterno solitario; o claramente un ser como Luz Marina, costurera, mujer maldita hasta los huesos, todo le sale mal y no se imagina con el privilegio de soñar. Una Luz Marina desarmada que dejó de alumbrar desde el mismo día que abrió los ojos al mundo y, lo que es aún más fuerte, que ni siquiera toma partido.

Ahora me detengo en el excelente y equilibrado elenco, casi idéntico al de hace seis años cuando se estrenó la obra. La única nueva inserción es la del joven actor Alberto Corona, quien logra contrastar en su papel de Oscar la tensión interna —dejándonos entrever el aura de polémico y místico que Virgilio poseyó—, con un sobrio y cuidadoso diseño del gesto externo. Es lo justo decir que la relación entre Corona y un actor de la talla de José Luis Hidalgo suscitó momentos placenteros de la representación. Hidalgo tiene la sabiduría técnica del arte del actor como pocos en nuestra escena, y la derrocha al construir a un Enrique práctico y al mismo tiempo esquivo: capaz de sacar y esconder sus garras con la avidez de un viejo halcón al acecho de sus presas.

Aplausos para los experimentados Waldo Franco, Rachel Pastor y Michaelis Cué, que lograron conectar dentro de la armonía del elenco, con autenticidad. Franco es un actor versátil cuya mejor arma de la que se vale para realizar el personaje de Luis, sin llegar a caer en lo caricaturesco o lo torpe, fue su correcto trabajo en la precisión de la voz. Pastor, a quien tuve la oportunidad de disfrutar apenas unas semanas antes en su rol de Dora en la obra Sistema, y que ahora “gozo”, no hay otra manera de describirlo, de su interpretación en el personaje picaresco de Laura, la vecina de los Romaguera. Cué, en una actuación especial y a tono con lo que esperé, se despojó de sus anteriores trabajos —en los que de algún modo se veía encasillado como actor—, y logró impresionar con la belicosidad de su Benigno y las hilarantes situaciones que crea mientras intenta explicar sus “novedosos” inventos de inodoros.

Dos actores enormes se juntan: Verónica Díaz y Pancho García. Sendas demostraciones de sus capacidades interpretativas, la primera en su papel de Ana, una mujer y madre de familia que eligió vivir para su esposo y —quizás esta no es la definición más concreta— plegarse a los deseos del macho en una sociedad que, no nos engañemos, tal y como en la fecha en que el autor escribió la pieza, sigue siendo brutalmente machista. El segundo, en su rol de Ángel, el padre que siempre ha empuñado el látigo en esa casa, ahora exige, casi sin fuerzas, ni la vista suficiente, un respeto que hace mucho perdió: sus hijos se le han ido de las manos, también la vida, y tales contradicciones interiores el actor las expone con una admirable capacidad interpretativa.

A Yuliet Cruz le ha tocado encarnar a Luz Marina, una heroína atípica que presupone un reto para toda actriz. Si comúnmente se le otorga al hombre el protagonismo heroico de las ficciones, en este caso la ficción la escribe Luz Marina, que con la destreza e intencionalidad de Yuliet Cruz ha sido entendida profundamente, algo que se advierte con claridad en su comportamiento natural y en el desarrollo síquico del personaje. Cruz, en una praxis magistral, logra arrancar las risas más hilarantes y al mismo tiempo conmover y enternecer de una manera intensa.

En la actualidad, cuando nada escapa a la incertidumbre de las tremendas crisis de todo tipo, pero sobre todo la moral, realzar la figura y la obra de Virgilio Piñera es reafirmar la certeza en los clásicos del teatro cubano y confortar la esperanza en los tiempos futuros. Carlos Celdrán y su nave Argos han logrado un montaje bien acabado, conmovedor, transparente. Como transparentes nos dicen a gritos —como Lewis H. Morgan en La sociedad antigua— que “la creación humana se ve impotente y desconcertante ante su propia creación” y que no somos más que seres inconformes y desequilibrados en busca de un sentido para nuestras existencias.

Aire frío es el enorme homenaje de Carlos y su Argos a Piñera. Es también una de las experiencias más conmovedoras que he tenido en estos últimos tiempos, después de errar sin provecho por algunas de las salas teatrales de la capital. No puedo evitar rememorar aquella tarde-noche, terminada la función, en el portal del Teatro Argos, a la que fui acompañado por Omar Valiño. Nos quedamos un poco conversando con Celdrán y Yuliet —rodeada de jóvenes que buscaban fotografiarse con ella—, y coincidíamos todos fervientemente en que es preciso que los jóvenes, especialmente de las academias de teatro de nuestro país, conozcan Aire frío, que existe un personaje como Luz Marina en la escena cubana, y hay que leer a fondo a Virgilio Piñera. Reponer esta obra ha sido vital: hay que conocer los clásicos del teatro cubano. Pero, sobre todo, conocerlos bien.
 

Notas:
 
[1]Omar Valiño: “Carlos Celdrán: no puedo volver al que era porque tengo otro público”. Primera publicación: La Gaceta de Cuba, n. 2, 2016, pp. 18-22. Segunda publicación: Tablas, n. 3-4, 2016.
[2]Rine Leal: “Vencer el tiempo”, Revolución y Cultura, n. 11, noviembre de 1986.
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