Añoranzas habaneras

Laidi Fernández de Juan
23/6/2016

La Habana, más que una ciudad, es un estado de ánimo, y lo que Mañach llamó “habanidad esencial, inmutable” es un misterio que, como alguien dijo, nos supera. Estos sentimientos (para denominar de alguna manera a ese espíritu con alma de duende) se evidencian cuando estamos lejos de la capital de todos los cubanos, frase que muchos cuestionan y en la que no pretendo ahondar, ya que solo la utilizo para no repetir el nombre de la ciudad que más amo, entre otras razones, porque en ella nacieron mis padres, mis hijos y yo misma, porque en ella vivo y porque es el sitio donde pretendo morir. Decía que cuando nos alejamos su embrujo nos persigue, nos acosa, nos recuerda todo el tiempo que somos extranjeros allí donde estamos, fuera de los límites habaneros. Podría creerse que esta extrañeza solo sucede al visitar otro país, al enfrentar otra cultura, otro idioma, otros hábitos; pero ni siquiera hace falta trasladarse tan lejos para sufrir añoranzas habaneras.

La Habana, más que una ciudad, es un estado de ánimo, y lo que Mañach llamó “habanidad esencial, inmutable” es un misterio que, como alguien dijo, nos supera.Basta con dejar de sentir el aroma marino del Malecón y dejar de ver nuestros desdichados cúmulos de basura por doquier, para empezar a echar de menos también la bulla, el trasiego de personas a toda hora, los bocinazos de autos antediluvianos, los turistas con sus correspondientes cortes merodeantes y todo lo demás que forma parte de la habanidad, integrante fundamental de lo que Secades consideró “la satisfacción de nuestra vanidad aldeana”. Cuando recibimos invitaciones para conocer otras provincias, nuestra primera reacción, el primer impulso, es aceptar gustosamente. No solo porque sabemos que nos recibirán con especial cariño, sino porque La Habana harta. Como solo hacen los grandes amores, esta ciudad satisface y angustia al mismo tiempo. Colma de felicidad y obstina. Nos alegra y nos agobia, nos obliga a vivir a un ritmo apuradísimo que nos provoca una especie de neurosis del tiempo que nunca alcanza, del que necesitamos huir para enseguida echarlo en falta. Por eso decimos “Sí, con mucho gusto” al ser invitados a traspasar la frontera habanera. 

Durante el trayecto, la migraña que nos martillaba desde días antes comienza a disiparse. Nos entra una calma agradecible y nos sumergimos en el sopor del viaje. No solo estamos dejando atrás el tormentoso vivir de La Habana: también nos alejamos de nuestras preocupaciones cotidianas, como si de repente dejaran de existir las escaseces que afrontamos. Por unos días, nuestro destino dejará de ser el de eternas empresarias sobre cuyos hombros descansa un sinfín de asuntos. El paisaje aburrido que contemplamos en el camino coopera, proporcionándonos el sueño pacífico que nuestras neuronas necesitan.

Al despertarnos, ya estamos en otra ciudad y rostros amables nos dan la bienvenida. Cuba entera es linda, y se siente la calidez cubana por donde quiera que pasamos. Más allá de limitaciones materiales, de problemas de suministros de todo tipo y del deterioro constructivo que padecemos, la “gente” es siempre amable y, siguiendo la tradición, recibe a los forasteros con particular gentileza. Nadie se queja, nadie cae en el pozo de lamentaciones por todo lo que les falta, sino que todos los cubanos muestran lo que tienen, ofrecen sus techos, su comida, lo mejor de sus vidas para hacernos sentir a gusto. Es entonces cuando nos damos cuenta de lo poco hospitalarios que somos los habaneros, tema que ya he abordado antes y que continuaré comentando; pero no en esta estampa, que dedico a nuestro hábito de ser añorantes de La Habana, aunque solo estemos a dos horas de distancia. Luego de los primeros tres días, y justo cuando llega la noche, sentimos que se nos empieza a posar en la nuca lo que un poeta llama “el ave negra de la melancolía”, y también “gorrión”.

La estamos pasando de maravilla: hemos comido con tranquilidad, nos han llevado a sitios espléndidos por su naturaleza, hemos conocido a personas interesantísimas, todos los rostros nos sonríen, recibimos regalos que no sabemos ni cómo cargar ni dónde guardar, logramos dormir sin necesidad de atiborrarnos con pastillas, no hemos fregado ni lavado ni trapeado durante tres jornadas, nadie nos ha preguntado “¿qué vamos a comer hoy?” ni “¿dónde está la camisa de rayas?” ni “¿ya planchaste el uniforme?”, pero el maligno pájaro de la morriña nos clava sus garras. Algo de masoquismo tendremos. A pesar de la paz que respiramos, una especie de culpa nos obliga a pensar La Habana. No “en”, sino a toda ella. Y en medio de la sonrisa que reciprocamos a nuestros magníficos anfitriones, un ligero mohín asoma, sin que podamos evitarlo.

Ha llegado la hora de irnos, por mucho que queramos disimular. Echamos mano a cuanta excusa sea posible: trabajos pendientes, asuntos legales que nos esperan, una enfermedad del perrito de la casa, la visita inminente del arquitecto de la comunidad, una citación urgente del médico de familia, cualquier tema es factible para explicar nuestra súbita necesidad de partir. Ignoro si nuestros amigos creen la sarta de argumentos que damos, pero la verdad es que nos ayudan a recoger las pertenencias y los obsequios con el mismo entusiasmo con el cual nos recibieron, y hasta en eso se destacan, nos llevan la delantera incluso al despedirnos. Prometemos volver pronto, agradecemos francamente todas las atenciones, nos damos abrazos efusivos, intercambiamos datos de localización, nos retratamos posando entrelazados, y aunque sentimos remordimiento por no haber confesado el verdadero motivo de la interrupción del periplo ofrecido, ya no hay escapatoria posible a nuestra escapada. Nos vamos.

Al entrar en La Habana, alguien comenta que no hay agua, que se ha roto el récord de temperatura, que se desplomó un edificio ruinoso que llevaba años deshabitado, que la mitad del túnel está cerrada por reparaciones y que hay colas para la papa. El vértigo habanero nos da una bofetada antes de abrir las maletas para mostrar los regalos, y de nuevo el bullicio, las lomas de basura, los pregones y el follaje vedadense nos hacen sentir eso tan indefinible que es estar en casa. En menos de una semana ya necesitaremos huir otra vez, pero ese instante glorioso del regreso bien merece padecer la añoranza de la ciudad cortesana del sol. “La Habana tiene tres cosas que nos las tiene el Perú: son el Morro, La Cabaña, y un amor como tú”, decimos a nuestra pareja. Y esa persona, que se encargó de cubrirnos la retaguardia durante nuestra ausencia, y que muestra el estrés capitalino, nos mira con azoro y acto seguido nos pregunta, muy al estilo habanero, áspero y sin romanticismo de ninguna clase: “¿Y a ti qué bicho te picó?”. Es el puntillazo que nos faltaba. Suspiramos hondamente y ratificamos ante nuestra propia conciencia: “¡Estoy en casa!.