Atrapando espacios…

Ana Iris Aranda
18/11/2016

Al principio la noticia me aterraba un poco; no comprendía el motivo de ese temor porque no soy mujer de andar con blandenguerías. Creo que me faltaba recordar aquellas lecciones sobre transformación social que durante años aprendí con mis buenos colegas de Arteducando.

La estancia en Maisí hizo que desaprendiera muchas cosas: una programación por los 30 años de la AHS que adoraba por su frescura y que con tanto afán organizamos, los placeres de la vida citadina, la formación higiénica que de niña me inculcaron, sin dejar de mencionar la internet y la comunicación inalámbrica. Sencillamente, me fui adentrando en el contexto local desfavorecido por Matthew. La tarea allí era enrumbar sentimientos colectivos de ayuda solidaria y reverdecer el espíritu infantil en medio de tanta aridez. Eso era lo que más disfrutaba —claro, además de cocinar para todo el campamento—, hacer trabajo comunitario desde una propuesta arteducativa con valores éticos muy afines al escenario existente: querer, poder, saber, subvertir, comprender y confiar.

¿Cómo lograrlo cuando los habitantes de estos territorios solo pensaban en la ausencia del techo, en la falta de electricidad, en los colchones mojados, en los alimentos para sus niños y ancianos, en la pérdida del café y la malanga? Para muchos, nuestra brigada artística resultaba inoportuna y fuera de término. Algunos rechazos avivaron más nuestras ganas de hacer, hasta encontrar el camino infantil, esa fuerza pequeña transmisora de saberes, valores y esperanzas. Por ahí enrumbamos la misión.

Primero era invadir la imaginación de cada niño y transformarle lo vivido a través de juegos, lecturas, dinámicas y espectáculos de títeres del teatro Guiñol Guantánamo. La puesta en escena Opalín y el diablo, del actor Eldys Cuba, contribuyó a muchas enseñanzas. En segundo lugar, intentamos construir colectivamente una historia que reformulara de manera lúdica sus circunstancias actuales. De este modo, empezamos a resignificar espacios internos.

Los espacios físicos no dejaron de tener importancia. La propia comunidad de La Asunción, sitio donde vivimos durante una semana, olvidó un poco su palidez gracias a nuestra algarabía y entusiasmo, dejándonos convivir, compartir sentimientos y testimonios con los vecinos más cercanos. Desde un ajiaco comunitario (algo mal logrado por falta de sustancias), los guateques nocturnos a la luz de la luna, la limpieza y saneamiento de casas y patios, el mañanero café sin chícharos de Rosita, los cuentos sorprendentes de Luis, el guajiro que nos mataba el aburrimiento en las noches a oscuras, y la hospitalidad sanitaria de Caupolicán, el joven que ganó ese sobrenombre por sus músculos y el color de su piel, y que nos prestó su casa para bañarnos y evacuar, bastaron para que se tomara conciencia de cómo es posible cambiar las cosas por muy duras que parezcan y reconocer la intención recíproca de todos.

Estas personas ya forman parte de la familia que es la AHS en Guantánamo, de estos jóvenes flexibles que, sin saberlo o apenas notarlo, transformamos y quedamos en la memoria colectiva de un barrio afectado de Maisí que, con una pronta ayuda y voluntad humana, se recuperará.