Aunque las cosas cambien de color…

Emir García Meralla
9/6/2016

Son los años 60, la hora de los hijos de la posguerra, del rock & roll, de los adolescentes que piden emanciparse; de las mujeres acortando el largo del vestido y proclamando a los cuatro vientos su orgullo; de la lucha por los derechos civiles en Norteamérica; del fin del vasallaje en África y Asia; de la bossa nova en Brasil; de la Guerra Fría y de los barbudos en Cuba. En fin, un nuevo orden como nunca se imaginó. Un mundo dividido en dos polos antagónicos.

La Cuba de estos años, además de buscar un sonido para su música, lideraba la utopía social y humana del continente; y a esa filosofía debía corresponder —al menos en teoría— una forma de expresión musical que reflejara y reforzara ese sueño.


Pablo Milanés, Noel Nicola y Silvio Rodríguez en Casa de las Américas. Foto: Cortesía del archivo de Casa de las Américas.
 

Quien haya seguido el curso de la trova cubana hasta ese momento verá que el feeling había sido la forma de expresión propia de los últimos 20 años; una forma de expresión —musical y humana— que ya desbordaba sus límites y que bien ameritaba someterse a una relectura. Nuevamente el ciclo de 20 años estaba por cerrarse.

Los nuevos tiempos en Cuba estaban generando inquietudes literarias y musicales en algunos jóvenes de disímiles orígenes y formaciones, unidos por el interés común de resumir y expresar mediante la música las necesidades de su generación; pero además están abiertos a todas las influencias y tendencias musicales que conviven en esos años.

A los tiempos nuevos correspondía una nueva forma de expresión, que encontró en la guitarra su modo más eficaz y en los padres fundadores de la trova el combustible necesario para asaltar el futuro. Como por momentos suele ocurrir en la música cubana, se daba un salto ascendente a partir de un ciclo histórico precedente. Así sucedió en los años 50 cuando el danzón fue determinante en el nacimiento del chachachá, por solo citar un ejemplo cercano en el tiempo.

Los padres fundadores de la trova —los que aún vivían— volvían a ser el centro de un momento determinante en la historia musical cubana, condicionado por algunos hechos complementarios generados en los comienzos de la década, siendo uno de los más importantes el trabajo de Odilio Urfé con los trovadores y otras formas tradicionales de la música cubana.

Hay una generación de jóvenes cubanos que está recibiendo todas estas influencias y otras más; son hombres de distintos orígenes sociales, de distintas formaciones profesionales e intelectuales, que solo tienen en común —en un principio— converger con la Revolución cubana y ser parte de sus sueños.

Hubo muchos que se fueron involucrando en estas nuevas rutas, unas rutas que tuvieron a su favor hechos históricos determinantes, como la existencia de Casa de las Américas, el hecho de que en los 60 vivieran en Cuba escritores latinoamericanos que después ganarían trascendencia universal, y los mitos que surgieron en esos años: las calles de París, Vietnam y sobre todo la inspiradora figura del Che.

Y como la  trova cubana ha estado siempre marcada por el número cuatro, en esta oportunidad no sería distinto. Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Noel Nicola y Vicente Feliú se consideran los fundadores de lo que, con el pasar de los años, se llamará Nueva Trova cubana; pero en estos años 60 se declaran herederos de toda una gran tradición y tienen la suerte de ser bendecidos por el mismísimo Sindo Garay.

Si se debía alcanzar o asaltar el futuro de modo distinto, si se quería ser actor activo del momento histórico que se presentaba, lo correcto era asumir una posición militante ante la vida, la cultura y la sociedad. Con ese pensamiento llegó cada uno por su lado, con sus propias motivaciones e inquietudes filosóficas, humanas y sus defectos, a las puertas de la Casa de las Américas. Era el año de gracia de 1967. Comenzaba a cerrarse el ciclo creativo que de alguna manera había abierto la década.