Avalor no es “Nuestra América”

José Ángel Téllez Villalón
15/7/2019

La columna A contraluz martiana debió inaugurarse con “El rey león, papilla neoliberal”. Aunque la proyecté cuando bocetaba otro que saldrá después. Todo, a raíz de un artículo publicado también en La Jiribilla y de un llamado de atención de un colega por un párrafo donde mencionaba a Celia Cruz, o más bien su tema “Carnaval”, para ilustrar la postura hedonista (y desmovilizadora) promovida también por dos animados de Pixar y Disney. Así de rápido, terminamos polemizando sobre el “Hakuna Matata”, que me indujo a profundizar en sus orígenes y resultó el leitmotiv de esta especie de crucigrama.

“No podemos politizar ni ponerle transformado ideológico a lo que no lo tiene. Ellos sí y lo hacen desde el
poder más efectivo, el soft power, el de las ideas y la cultura”. Fotos: Internet

 

En el párrafo en cuestión expresaba que “Gozar y divertirse se establece como antídoto al pensar y resistir”. Estrategia de las élites mundiales para —como argumentaba Adorno— enseñar e inculcar con la “cultura industrializada” la condición necesaria “para tolerar la vida despiadada”. La fuga no de la “realidad mala”, sino de la posibilidad de transformarla.

Esta idea subyace transversalmente en el referido artículo que algunos mal interpretaron como una reseña cinematográfica de un tráiler, que validó  y retuiteó el Doctor en Filosofía Fernando Buen Abad, y que el actual presidente de la Sociedad Cultural José Martí, Abel Prieto, compartió con esta presentación: “Sugiero leer con detenimiento el artículo d @aangeltellez publicado en @LaJiribilla titulado “El rey león, papilla neoliberal”, donde nos refresca algunas d las tesis básicas d Mattelart y Dorfman para desmontar la maquinaria ideológica d Disney”(sic).

En las redes y en Cubadebate se generó cierta polémica. Aclaré que no pretendía apedrear la significación del animado en el imaginario personal de los que crecieron amándolo, y sí señalar los sentidos que los guionistas y directores asientan en nosotros. Mi intención no es desaprobar festinadamente todo lo que se produce en la América anglosajona, sino contribuir en la formación de un “espectador crítico” en “Nuestra América”, con la asistencia del “abecedario de luz” de José Martí.

“El neoliberalismo es hegemónico, de tal modo, que los que lo denunciamos parecemos aguafiestas”, le dije por Facebook a uno de los jóvenes ofendidos con mi artículo y que finalmente admitió mis razones. “No es justo que aceptemos como normal, natural, que las presas adoren al depredador. Que las voces de las hienas en la versión en inglés sean como los niches en USA. O que la Disney patentice —y gane dinero por eso— la frase “hakuna matata” de una lengua autóctona africana. O que yo, que padezco las mismas calamidades que tú y tenga más que ver contigo, te perezca el enemigo”.

“Ni tú ni yo, tenemos el poder de Disney”, le aclaré. “No podemos politizar ni ponerle transformado ideológico a lo que no lo tiene. Ellos sí y lo hacen desde el poder más efectivo, el soft power, el de las ideas y la cultura. Ese que a millones en el mundo convence de que eso siempre ha sido así, y será. ¿Te has preguntado cómo el 99% del mundo no se ha comido a mordidas al 1% de multimilllonarios, como los dueños de Disney?”, le pregunté.

Apunto a este Goliat cultural porque se trata, nada más y nada menos, del emporio multimediático más grande y poderoso del mundo, por su capital financiero y subjetivo. Porque, como advirtió en su momento Buen Abad, la compra por parte de la Walt Disney Company de la 21st Century Fox, por 71.300 millones de dólares, debió comprenderse en toda su magnitud y peligrosidad. Se agigantaba el “Leviatán” con tentáculos tan influyentes como Star Wars, Marvel, Pixar, The Simpsons y Avatar.

No solo está el protagonismo descontrolado del imperio económico anglosajón-israelí sobre los medios de comunicación y cultura planetarios; no solo está el peligro de la uniformación de los gustos y de los consumos; no solo está la cancelación de la diversidad y de la libertad de expresión de los pueblos…; está el colonialismo de la mentalidad belicista empeñado en convencernos de aceptar la industria de las guerras como un hecho natural y darwiniano; ante lo cual solo nos queda resignarnos, consumir y aplaudirles, alertó el intelectual mexicano.

Vale recordar que Martí abandonó su amado proyecto de La Edad de Oro (publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América), por estar en contra de imponer un “credo único”. Era —confesó con dolor a su amigo Manuel Mercado— la primera vez que abandonaba lo que de veras emprendió. Lo detuvo porque para él, “la primera libertad, base de todas, es la de la mente”. El guía honrado es “el que enseña de buena fe lo que hay que ver, y explica su pro lo mismo que el de sus enemigos”.

Por eso lo escribe —como destaca Alicia Pino— “sin artificios en el lenguaje y sin inventar un mundo distinto del real”, porque “a los niños no se les ha de decir más que la verdad”. Así les explica a sus amiguitos la significación de la Revolución Francesa, cuando el pueblo bravo de Francia, “el pueblo que se levantó en defensa de los honores”, “le quitó al rey el poder”, y fue “como si se acabase un mundo y empezara otro”. Sin dejar de apuntar que los trabajadores son “los caballeros de veras”.

Por eso prefiere la historia que las fábulas, y los personajes humanos que los animalizados. Una investigación sobre el universo cultural de la revista, arrojó que de las 258 figuras identificadas en toda La Edad de Oro, la mayoría, 194, son personajes reales y solo 64 son de ficción (21 actores  de cuentos, algunos creados o recreados por Martí, y 43 personajes —humanos o deidades— de las mitologías griega, romana, azteca, zapoteca y asiática).

La Edad de Oro fue parte del empeño liberador de Martí, para sembrar al hombre nuevo en “Nuestra América”.
 

“Todo hombre tiene un poco de león, y quiere para sí en la vida la parte del léon”, escribe el cronista en un contexto de capitalismo salvaje. Tres años después, apunta que el hombre “cuando más es, es fiera educada” y seguirá así, si no “cambia y mejora en el conocimiento de los objetos de la vida y de sus relaciones”. Con la instrucción y la educación, el hombre cambia el contexto de significación a partir del cual le asigna sentidos y valores a los fenómenos y actos, orientando su propia conducta. Al entender martiano “el efecto de la cultura en la mente humana” es “mirar a lo real como fenómeno, y no como sustancia: lo real, accidente y efecto: y el espíritu de indispensable existencia”.

El niño llega ser lo que los otros significantes consideran, su identidad es tramitada por otros, según su interacción simbólica con los agentes de socialización primaria: la familia, el barrio, las instituciones educacionales y las cada vez más impactantes producciones multimediales de las hegemónicas industrias culturales y del entretenimiento.

La Edad de Oro fue parte del empeño liberador de Martí, para sembrar al hombre nuevo en “Nuestra América”. Una obra colosal que se echó a cuestas, precisamente, “cuando se adentraba en la etapa más intensa y compleja de su labor revolucionaria”, como ha destacado Luis Toledo Sande, “en función de los afanes fundacionales que lo guiaban, y con los que guiaba él a quienes lo seguían”.

Con su mensuario, hacía “el trabajo del alba: despertar”, como opinaba el relevante escritor mexicano Manuel Gutiérrez Nájera. Sin imponer doctrinas, presenta las llaves para enfrentarse a la vida. Con “la verdad que parece cuento”, “el cuento que es historia” y “el verso que es filosofía”, induce a los niños a la elección más justa, bella y natural.

A contraluz martiana nace para despertar. Se suma a la intención también liberadora y anticolonial de Abel Prieto con su columna del Granma. Porque como recogía uno de los documentos presentados en el Congreso de la UNEAC y aludió en una de las últimas: “La batalla de nuestro tiempo es eminentemente cultural, entre la imposición hegemónica y los paradigmas emancipatorios, entre la estulticia y la libertad”.

Conflictos que se proyectan en el campo de lo simbólico. Manifiestos en la pugna por asentar significados y capitalizar sentidos. Entre una hegemónica telaraña de discursos, conceptos e ilusiones que definen, defienden y asientan unas formas de ver la vida y otras que la resisten y contienden, invisibilizadas, pero latiendo en los “oscuros rincones del mundo”.

Para estos emporios la calificación de lo humano se reduce al poder adquisitivo y al de consumir. Su falsificación de la cultura nace en su racionalidad instrumentalizada por la rentabilidad. Así protegen sus intereses de clase, pero —comparto con El Maestro— que “es preferible el bien de muchos a la opulencia de pocos” y que “los intereses creados son respetables, en tanto que la conservación de estos intereses no daña a la gran masa común”. Si no colonizan las mentes de nuestros “pinos nuevos”.

Sus inversiones son rentables si producen consumidores adictos a sus películas y si reproducen deseos como necesidades. Por ello invierten mucho en el styling, en la atenuación o exaltación de las propiedades semióticas de sus mercancías”. El diseño de cada personaje y relato está muy meditado, en función de sus potencialidades identificadoras, significadoras e ideologizadoras.

Avalor no es “Nuestra América”. El mundo de Elena es una monarquía “multiétnica”, una mixtura de laboratorio de “diferentes culturas latinas”. Le puso voz una actriz dominicana criada en Miami, una voz “mediana”, que se parece a todas, pero no es ninguna. Por pretenderse apolítica y ahistórica, la multiculturalidad de Disney no llega a ser natural.

La inclusión de minoría en sus producciones está más en función de satisfacciones simbólicas para ampliar el mercado que en reforzar identidades. “Nosotros tenemos un compromiso con ser multiculturales, no de una raza en particular. Ningún personaje es específicamente de un sitio, todos son lugares de fantasía”, fue su salida cuando el fiasco “latino” de Sofía Primera: Érase una vez una Princesa, que le sirvió para conocer la demanda de una princesa latina.

La Edad de Oro, en contraposición, fue una “empresa de corazón y no de mero negocio”. Sus cuatro números, de julio a octubre de 1889, se crearon para la construcción de una sólida identidad latinoamericana, para “llenar nuestras tierras de hombres originales, criados para ser felices en la tierra en que viven, y vivir conforme a ella”.

Por eso debió sonar más fuerte en nuestros medios y redes sociales el 130 aniversario de la salida de su primer número. Aún estamos a tiempo, por los que “saben querer”, por la “esperanza del mundo”.