¿Cómo amar a un unicornio?

Laidi Fernández de Juan
2/12/2016

Desde hace días me rondaba la idea de felicitar a un hombre cuya estatura moral ni él mismo admite, en términos de influencia, de repercusión, de algo que se parece a un perfil definitivo. Las escasas ideas que se me ocurrían, eran descartadas de inmediato: ¿Un mensaje digital que dijera “Felicidades, Silvio”? ¿Una alabanza anónima al Blog Segunda Cita? ¿Dedicar un cuento, “Para Silvio”? Todo me resultaba insuficiente.

De ahí mi entusiasmo cuando La Jiribilla me permitió participar en este Dossier dedicado al 70 cumpleaños de Silvio. Hoy afronto uno de esos raros momentos en que se combina el deber con inmenso regocijo, y es así como asumo esta tarea. En aras de la brevedad que se requiere para estos espacios, intentaré resumir qué significa no el poeta, no el cantor, no la figura pública que todos vemos, sino el ser humano increíble que se refugia detrás, el Silvio magnánimo, coherente, fiel y rebelde, el Silvio de carne y hueso que tengo la dicha de conocer.

Silvio Rodriguez
Fotos: Iván Soca

Otros se encargarán del elogio al músico, al bardo, al exdiputado, al audaz bloguero, al creador de un estilo que muchos imitan y nadie alcanza. Como no soy ni lo uno ni lo otro (ni canto, ni milito, ni soy capaz de marcar pauta alguna), me limito a contar el Silvio persona. Como toda cubana, sigo sus canciones desde que tengo uso de razón, pero más que recordar sus melodías, asumo sus mensajes con la esperanza, la rabia y el consuelo que transmiten, y no intento ser original en esto: para nadie es un secreto que textos salidos de su genialidad se utilizan como sentencias lapidarias, como mensajes de fe, de inconformidad, pero, sobre todo, de amor.

La primera vez que lo vi, yo era una niña. Fue en casa de Haydée Santamaría. Recuerdo mi estupor al escucharlo cantar. Me pareció una criatura irreal (recuerdo ese momento mágico), y pasados 45 años, en el portal de mi casa, confabulados ambos en un proyecto que al cabo no germinó (al menos, mi incapacidad me obligó a declinar), sigue sobrecogiéndome como el primer día. Por mucho que ensaye el parlamento que desearía recitar delante suyo (algo así como “Silvio, qué grande eres, por Dios”; “Ayúdame a seguir adelante, muéstrame cómo haces para sentir optimismo a toda hora”), siempre que lo tengo frente a mí, palidezco. Identificar un genio causa ese efecto: de pronto una se vuelve tartamuda, como si Pepito Grillo susurrara: “No te atrevas a importunarlo”. Y, claro está, me dedico a observar cómo dispara su cámara fotográfica, la manera tímida al saludar, su forma de sentarse siempre en una esquinita, pidiendo permiso, casi perdón. Parece mentira, pero Silvio sigue siendo el muchachito de San Antonio que jugaba cerca de un río, y a quien la ciudad, las multitudes, las alfombras, el reclamo de los grandes escenarios, le producen estupor.


Omara Portuondo
Silvio sigue siendo el muchachito de San Antonio que jugaba cerca de un río, y a quien la ciudad, las multitudes, las alfombras, el reclamo de los grandes escenarios, le producen estupor. 

Hace seis años, integré un grupo que lo acompañó a México. Jamás imaginé semejante honor; no obstante, lo aproveché cuanto pude. Contemplé sus ensayos situándome tras las cortinas del teatro, y supe que el rigor, la exigencia, el cuidado de cada detalle, se suman a las virtudes de Silvio. De más está decir el estruendoso éxito de aquella presentación ante un público que se desgañitaba gritando “Silvio, te queremos”, “Viva Cuba”, “Silvio, te amamos”, y que lo obligó a salir al escenario incontables veces luego de terminado el concierto. Cuando digo “incontables” no exagero: perdí la cuenta de las canciones que tuvo que repetir, o regalar, para complacer a una multitud que lo aclamaba como yo nunca había visto (ni probablemente veré en la vida).

Regresamos al hotel cerca de la medianoche, ocupando una camioneta de esas negras, preparadas para cualquier eventualidad, como en las películas. Viajábamos en varios de esos artefactos propios de agentes secretos, no solo por medida de seguridad, sino porque el grupo que acompañaba a Silvio era relativamente numeroso. Para mi gran suerte, me tocó ir en la camioneta del medio, donde protegíamos a Silvio de posibles imprevistos. Aunque parezca novelesco, lloviznaba y había un frio intenso, de modo que atravesamos la ciudad a gran velocidad, a pesar de lo cual muchísima gente se arremolinaba junto a los vehículos, tratando de descubrir al ídolo.

Llegando al hotel, lejos del conglomerado humano que se había agolpado en los alrededores del teatro y de las aceras, Silvio distinguió a una pareja de adolescentes que, guarecidos de la llovizna por un diminuto paraguas, esperaba el paso de los carros, en medio de la avenida principal. La visibilidad a través del cristal de la camioneta era pésima, y yo me sentía razonablemente asustada. Silvio dijo: “¡Paren, por favor, detengan el carro ahora!”. El resto de la comitiva quedó (quedamos) en un pasmo, ¿cómo se le ocurre detenernos aquí, en medio de esta  calle, con esta niebla, este frío, este peligro? Lo que sucedió entonces pertenece más a la fantasmagoría que a la realidad: Silvio se bajó, saludó a los jóvenes, les firmó un disco, un pulóver, el cartel del concierto, y les agradeció que se hubieran empapado esperando por él. Los muchachos quedaron tan asombrados como nosotros, con la diferencia de que no ocultaron la emoción, y en lugar de decir “Gracias a usted”, se echaron a llorar. Ese instante, ese gesto, ese Silvio mojado que, violando todas las recomendaciones, mostró una humildad impresionante, quedarán en mi memoria para siempre.
Cuando escribo un texto que sé incómodo, no dudo en quién será capaz de publicarlo. Acudo a Silvio, la única persona con el coraje suficiente para afrontar lo que venga.

Antes mencioné su generosidad. Cumplo con su deseo explícito de no revelar su contribución a instituciones, a proyectos, a publicaciones ni a eventos, pero hago constar que gracias a su magnanimidad, ha sido posible llevar hacia adelante muchísimas acciones culturales. Tampoco puedo dejar de agradecerle su valentía. Cuando escribo un texto que sé incómodo, no dudo en quién será capaz de publicarlo. Acudo a Silvio, la única persona con el coraje suficiente para afrontar lo que venga, y quien, por añadidura, responde llamadas lo mismo al amanecer que anocheciendo: Silvio es un trabajador consagrado (aprovecho ahora para decirle todos los elogios que soy incapaz de pronunciar en su presencia), y encima, de una modestia irritante. Cuando escribí una reseña al libro que describe sus primeras giras por los barrios, Por todo espacio, por este tiempo, me recriminó. “Ese libro no es mío”, dijo. No me quedó más remedio que rectificar el título del trabajo, de la siguiente manera: “Nota a un libro de Silvio, que no es de Silvio”.

Infinitas consideraciones pueden (y deben) hacerse a favor de este imprescindible, admirado en el mundo entero, pero no debo robar espacio a otros colegas. Francamente, nada se puede hacer con un amor que es colectivo. Ya lo ha dicho, ¿qué se puede hacer, si es cosa de él? Doy gracias a la vida por conocerlo, por deberle todo lo mucho que le debo, y por contar con su sapiencia, con su ternura de hombre machadiano, siempre a la altura de las circunstancias. Silvio: Felicidades, y por favor, sigue acompañándonos. Te necesitamos, hermano gigante.