Con el diablo en el saco

Ricardo Riverón Rojas
31/10/2017

El Mejunje, en materia de retos a la creatividad, es sede de todo lo imaginable: lo insólito y lo común, lo lírico y lo burlón, lo luctuoso y lo festivo. Todo el espíritu de una Santa Clara que conserva parte de su gracia rural, sin renunciar a los códigos citadinos, se expresa entre esas paredes, otrora ruinosas y hoy restauradas por la magia de quienes a diario le trasfunden sus vidas.

Todo el que quiso salvarse fue al Mejunje la noche del 21 de diciembre de 2012, para evadir la profecía maya en “El Arca de Silverio”, que bajo el lema de “Si el mundo se va a acabar, que me sorprenda bailando”. De haber chocado la Tierra con el planeta Nibiru –me dijo Silverio poco después– el fin del mundo nos hubiera encontrando moviendo los pies, “entre frijoles, papa y ají”, con Los Fakires como bodegueros.

Las antenas del Mejunje son del tamaño del sol: todo lo captan, por eso ha sido, si no pionero, sí riguroso promotor de tantas cosas malditas o preteridas: el travestismo, el repudio a la homofobia, el trabajo comunitario en las montañas con su brigada Los Colines (desde 1986), la promoción del rock, el rap, la Trovuntivitis, los Filingbusteros, la fiebre de la vitrola, el teatro vernáculo, la décima humorística, el danzón. Y también, cómo no, del Halloween.
 

 “El líder del Mejunje le dio vida a la noche de los disfraces, entonces con carácter competitivo”.
Foto: Cortesía del autor
 

Recientemente me comentaron que en una zona específica del Vedado habanero (la transgresora calle G) un grupo relativamente numeroso de jóvenes de los llamados “mikis” han comenzado a reproducir, con lamentable matiz imitativo, los rituales de la que también se conoce como “Noche de brujas”. Remití entonces mis recuerdos a los finales de la década de los 90, cuando coincidiendo con la fecha del Halloween, el líder del Mejunje le dio vida a la noche de los disfraces, entonces con carácter competitivo.

Mientras estos “chicos bien” hoy despliegan enmascaramientos de colores naranja, morado y negro, y van de puerta en puerta para soltar el consabido "Trick-or-treat" (truco o trato), Silverio, tal un Jack el Tacaño (o Jack el del Farol) moderno, encierra al diablo en un saco y se convierte él mismo en un Dios frente al cual cada joven involucrado asume las más inusitadas identidades que pueda nadie imaginar, todas muy cubanas, muy paródicas, muy originales, algunas de ellas rebosantes de genialidad.

Me comentó también Silverio que del Halloween solo aprovechó la fecha, pues lo que en el Mejunje se hace no tiene nada que ver con los rituales de esa tradición. En la actualidad —abundó— resulta imposible seguir con el carácter competitivo con que empezaron las jornadas, porque todo el mundo va disfrazado, y además, son tantos que apenas se puede caminar en el coliseo, donde tampoco logran entrar todos los aspirantes. Baste saber que a la última edición asistieron más de mil jóvenes y, al menos 500, tuvieron que hacer su fiesta en la calle, cuyo tráfico fue necesario cerrar. Son personas de todas las extracciones, filiaciones, preferencias, niveles culturales, credos y razas: una verdadera apoteosis del demos.

Reseño entonces algunos de los premios de la época competitiva: un joven conocido por El Mojón ganó al menos tres lauros en distintos años; uno de ellos disfrazado de “Proteína vegetal”, otro de “Olla arrocera Liya”, y el más loco de todos, a dúo con El Niño Fongo, cuando se vistieron de “Torres Gemelas” tras los lamentables sucesos del 11 de septiembre de 2001. El Químico fue otro que llamó mucho la atención, pues interpretó a “El pensador” de Rodin, y se mantuvo en pose estática por cerca de tres horas. Los personajes de telenovelas tuvieron siempre sus pariguales en esas noches, igual los de los programas humorísticos, los güijes, ciguapas, madres de agua, extraterrestres, fantasmas, instrumentos musicales, y vaya usted a saber cuántos sujetos u objetos más.

El único código para descifrar el injerto que los jóvenes habaneros hacen del festejo de origen celta en nuestra rica, volumétrica y millonaria atmósfera mítica, me remite a una mimesis exacerbada por la desinformación, junto a unos consumos culturales centrados en el despliegue audiovisual donde lo light de los parlamentos, el culto a lo fastuoso y el desborde lumínico protagonizan casi todo. Y si digo casi es porque la otra tajada se la lleva la exaltación a ultranza de la individualidad.

Me permito, en consecuencia, una digresión: hace dos décadas más o menos una, —para mí— injustificada tendencia egocéntrica compulsó a todos los directores de agrupaciones salseras a rebautizar sus proyectos con nombres que pasaron a ser “Fulano y sus equis”. Se trataba de un fenómeno poco frecuente en nuestra tradición, porque si bien es cierto que existieron Arcaño y sus maravillas o Chapotín y sus estrellas, quienes acompañaban al director en el nombre de la orquesta eran maravillas o estrellas, no los entes bastante desdibujados ─apenas números─ del momento que puntualizo.

Lo imitación de la producción cultural de un primer mundo globalizado discurre por nuestra dinámica cotidiana con una naturalidad que espanta; se ha convertido en piedra de toque para el acceso a las preferencias populares. Habría que preguntarse si era necesario que una idea tan feliz como la de Sonando en Cuba, aparte de la exacerbada ponderación de las composiciones de dos de los mentores, la concibieran acogidos a los mismos códigos comunicativos del globalizado La Voz. Cuando vemos estas manifestaciones, unidas al espaldarazo que reciben de los medios, comenzamos a explicarnos, y a sufrir aún más por lo incorregible, frente la imitación del Halloween en la preciosa Avenida de los Presidentes.

Hace 20 años, en su ensayo La globalización y la crisis de lo popular, Jean Franco precisó:

Si el capitalismo trasnacional fundamenta su dominación global en la constitución de una red simbólica que reduce al extremo toda posibilidad de un Afuera, si lo real se retira hasta el punto de que la naturaleza y el inconsciente no son ya más que en la medida en que la industria cultural los produce como simulacros, si estamos reducidos a la indigencia de tener que pensar la historia a partir de la ausencia de historia, ¿cuál es entonces el sentido que pueden guardar las diferencias locales? ¿Qué hace a Brasil diferente de Francia o a Uruguay de España?[1]

Ramón Silverio, que no es “Jack el del farol”, de momento sigue con el diablo encerrado en su saco y sueña con que cada año, en la noche del 1 de noviembre, la imaginación popular nos regale a los santaclareños un nuevo performance multitudinario donde la cubanía exponga, con toda su picardía, gracia y vigor, los destellos que la distinguen.

 

Nota


[1] Jean Franco: "La globalización y la crisis de lo popular", en Nueva Sociedad (Democracia y política en América Latina),Nº 149,  Mayo-junio de 1997, ISSN: 0251-3552, fecha de consulta, 27 de octubre de 2017, disponible en http://nuso.org/articulo/la-globalizacion-y-la-crisis-de-lo-popular/