Construir colectivamente una historia

Eldys Baratute
3/11/2016

(Celebrando en Maisí los 30 años de la AHS)

Desde hace algunos meses preparábamos la jornada por los 30 años de la AHS. Queríamos que todos los medios de difusión hablaran de nuestra jornada, de la presencia de algunos de los creadores jóvenes más relevantes del país, de los presidentes de la AHS en Guantánamo en estos 30 años, de Inés María Prebal y su reciente premio en el Vladimir Malakov; de la visita del grupo Accordo, de Holguín, a la peña de música electrónica; de los conciertos de Boucing Tempos y John Carlos Ayarde; pero, sobre todo, queríamos que se hablara de Leonardo García y su canciones, las mismas canciones que nos acompañarían en nuestra actividad central, como han acompañado a la AHS en sus 30 años de trabajo. Todo eso queríamos, y los vicepresidentes estaban vueltos locos haciendo cartas para cerrar la calle, pidiendo los hospedajes, convocando a los asociados y a los miembros de honor, cuando llegó Matthew y empezó la incertidumbre.


Fotos: Cortesía del Autor

¿Sería justo celebrar nuestros 30 años en medio de tanto gris?, ¿sería justo invitar a las principales autoridades de la provincia a nuestra jornada de programación, cuando las prioridades eran estar junto a los afectados por el huracán? ¿Y Leonardo? ¿Y Norma Rodríguez? ¿Y Carelsy Falcón? ¿Y los muchachos de Accordo? ¿Y los otros invitados? ¿Debían venir o no a una provincia que se encontraba en fase de recuperación?

¿Y los recorridos de la Brigada 30 aniversario, creada gracias a la idea de Jorge Serpa para dar funciones y talleres en comunidades periféricas de los municipios Guantánamo y Caimanera? ¿Tenía sentido focalizarnos en esas comunidades, cuando otras, más alejadas, necesitaban nuestro apoyo? Definitivamente no. Por eso tocamos la puerta de la Dirección Provincial de Cultura y nos ofrecimos para aplazar nuestra jornada de programación y ser los primeros del sector en llegar a los lugares más afectados por el huracán.

El resto fue muy rápido. El domingo 9 de octubre nos avisaron que debíamos estar listos para el siguiente día; y el día 10, a las 3:00 p.m., recordando las campanadas de La Demajagua, salimos las dos Brigadas artísticas para Baracoa y Maisí. Y aunque muchos se brindaron para acompañarnos en esta primera experiencia, por cuestiones de logística no podíamos ir todos. Serpa, Yoyi, Owant, Manuel Alejandro, Roberto Carlos, Fraguela, Yoandra, Yanet, Aliexa, Ana Iris, Alioski, Yosmel, Eldys Cuba, Emilio y los dos Freddy (el chofer y el productor del teatro Guiñol Guantánamo) salimos desde la Casa del Joven Creador en una guagua llena de colchones, ollas, el caldero de la caldosa del 28 de septiembre de Alba Babastro, mochilas con títeres, libros para regalar, la revista Cultura y Vida, muchos nylon con tostadas, azúcar, cajas de fósforos, pomos de agua, cigarros para los fumadores, casas de campaña, un saco con carbón, unos perros calientes que Ana Iris insistió en comprar y velas, porque ya nos habían dicho que aún no había electricidad.


 

Salimos felices, cantando canciones de la vieja trova, confiados en que íbamos a alejar la tristeza de un municipio en el que antes del huracán todo era verde. En la loma de La Herradura hicimos la primera parada: un accidente, por suerte sin pérdida de vidas humanas, provocó que esperásemos al menos 45 minutos en la base de la montaña; después, casi en caravana, salimos de nuevo.

Por el camino corroboramos los destrozos provocados por el huracán en los municipios San Antonio e Imías. Muchas casas sin techo, árboles con las raíces expuestas y viaductos aún con piedras enormes que había lanzado uno de los cómplices de Matthew: el mar. En San Antonio entramos a la tienda, compramos más agua, unos espaguetis para el almuerzo del día siguiente y seguimos viaje.

Eran más de las siete de la noche cuando entramos en Boca de Jauco, uno de los primeros asentamientos del municipio Maisí, y ahí comenzaron las verdaderas exclamaciones de asombro. Más que de un ciclón, el territorio parecía víctima de una guerra nuclear: casas totalmente en el piso, techos ausentes y ni una sola hoja verde. Las ramas de los árboles se entrelazaban unas con otras, armando una triste telaraña gigante. En Boca de Jauco hicimos la segunda parada, una Brigada de Holguín estaba reparando el puente, cuyo deterioro obstruía el paso. Allí comimos el arroz con jamonada que nos habían preparado en la Escuela Vocacional de Arte y llevábamos en jabitas de nylon, y colamos nuestro primer café en la única casa iluminada de por todo aquello, gracias a la corriente que le suministraba el grupo electrógeno de la brigada de Holguín.

Pensamos pasar la noche en Boca de Jauco, pero un poco después de las diez de la noche avisaron que el puente estaba listo. Aunque ya no se veía bien, respirábamos la tristeza de aquellas montañas. Por momentos recordaba Momo, aquel libro de Michel Ende en el que, al paso de los hombres grises, todo se congelaba. Mientras algunos dormían iba pensando en largas filas de hombres grises atravesando de un lado a otro el municipio.


 

A las 11 llegamos a la Casa de Cultura de la Asunción, nuestro hogar durante esa semana. Esa noche, muertos de cansancio, nos conformamos con armar las casas de campaña, tender los colchones y encender la primera vela.

Al otro día, el de pie fue a las 6:30 de la mañana; había que organizar el campamento, buscar leña para el desayuno, improvisar un fogón, averiguar dónde se podía conseguir pan. Todo eso hubo que hacerlo rápido porque a las 8:00 a.m. debíamos salir a hacer las primeras funciones, junto al Director Municipal de Cultura en los sitios de evacuación. Conseguir leña no fue problema, demasiado árbol caído. Pusimos una olla para hacer chocolate, cortamos una lata e hicimos una cocinita de carbón para colar café y… nos dimos cuenta de que la única cafetera que teníamos era eléctrica.

Ahí fue que se apareció Rosita, la vecina de al lado, una mujer que no tenía techo, pero sí un corazón grandísimo que a partir de entonces compartió con nosotros. Gracias a Rosita tomamos nuestro primer café. Más tarde Yoandra nos enseñó cómo colarlo en una cafetera eléctrica sin tener electricidad.

Ese día, divididos en grupos, visitamos los sitios de evacuación de la propia Asunción, la Máquina, Chafarina y Santa Marta, en este último compartimos con emigrantes haitianos que habían dejado su país, quizá huyendo del ciclón, quizá por otras causas, y el viento los había arrastrado, como ya había sucedido antes, hasta Maisí.

De camino a cada uno de estos lugares descubrimos que la telaraña gigante que habíamos visto en Boca de Jauco abarcaba todo el territorio, borrando el verde del municipio más oriental de Cuba, y también que las afectaciones eran peor de lo que suponíamos. Muchas eran las casas destruidas totalmente, muchos los colchones que se secaban a la intemperie, muchos los armarios al descubierto, muchos los que sentados en un balance, un taburete o un quicio en medio de la nada, miraban al cielo, pidiendo tal vez que por ahora no lloviera, mucha gente a quienes avivar la esperanza.


 

Lo mejor de nuestras visitas a los centros de evacuación y a las comunidades de Los Llanos, El Diamante, Playa Blanca, El Veril, Obando, Sabana, El Guárano, era que nosotros empezábamos la función y ellos enseguida incorporaban sus canciones, poemas, los refranes autóctonos de la zona, las historias de aparecidos o la risa, la risa que tanta falta hacía en esos momentos. Era como si estuviesen esperando que alguien llegara para echarle aire a las brasas de carbón que desde siempre estuvieron prendidas (por cierto, uso la metáfora porque pasábamos bastante trabajo al prender el carbón por la mañana).

Incluso los haitianos, mientras cantábamos La guantanamera, nos acompañaban como si fueran también cubanos; luego nos pidieron la guitarra y empezaron a cantar, incluso alguno de ellos interpretó en español un tema de Enrique Iglesias cuyo estribillo los demás corearon.

A pesar de la tristeza de las personas que visitamos —no solo para hacer las funciones, sino para limpiar, ordenar la casa, incluso para tomarnos una botella de ron y cantar temas mexicanos de borrachos—, cada uno de ellos conservaba la capacidad de emocionarse, de reír, de hacer sus anécdotas sobre el ciclón, algunas de las cuales formarán parte, sin dudas, de la tradición oral del territorio.

Una de las cosas más importantes de esa semana fue que no solo convivimos con los maisienses, sino que lo hicimos como ellos, usando para bañarnos, fregar y hasta para tomar, el agua llena de hojas, ramas y renacuajos; distribuyendo las labores domésticas (cocina, fregado, limpieza del hogar, búsqueda de leña) entre los miembros de la brigada; las mujeres con el pelo lleno de humo por el carbón, los hombres tendiendo la ropa en un cordel improvisado en medio del campamento; ayudando a sacar la lana del colchón de Rosita; ahorrando velas para que nos alcanzaran hasta el final; compartiendo todos una caldosa improvisada —y falta de sal, sustancias y condimento— con los vecinos de la Asunción; haciendo colas en la emisora de La Máquina para cargar el móvil; evacuando donde se pudiera cuando la cola del baño era muy larga a causa de los cólicos; y llamando a Inalvis a Guantánamo todos los días para que nos enviara agua, lo que más necesitábamos era agua.


 

El viernes por la mañana amaneció lloviendo y algunos fuimos a la casa de Rosita para ver si se mojaba. Ella y el resto de su familia estaban bajo una teja de zinc en la cocina (la única teja viva de aquella casa), colando café y tiritando de frío por la lluvia. Mientras los ayudaba a sacar agua (la teja, además, tenía huecos), miré para la cocina y vi como tenían algunos pedazos de jamonada ahumándose. Y a mí, que no me gusta la jamonada, me dieron unas ganas enormes de comerla; así, creía, podría estar más cerca de esa familia que, varios días después del ciclón, aún sufría sus embates.

Definitivamente esa experiencia nos unió, nos hizo sentir familia, la familia a que apuesto que sea la AHS, y nos permitió celebrar nuestros 30 años de otra forma, de una mejor forma. Luis y Sergio Saíz, Esther Montes de Oca, Alpidio Alonso, Morlote, Rubiel, Rafa, Yansert, Samuel, Lily y tantos otros que han acompañado a la organización en estos años, no nos hubiesen perdonado si en vez de mudarnos una semana al municipio más oriental de Cuba nos hubiéramos quedado en casa, protegidos.

La Asociación Hermanos Saíz de Guantánamo fortaleció su espíritu de vanguardia esa semana. En esas montañas, que no perdonó Matthew, corroboramos que la cultura puede salvar a los hombres, incluso en los momentos más tristes.