De muchos

Laidi Fernández de Juan
29/7/2019

Hace ocho días murió, y aún no han transcurrido veinticuatro horas desde que deposité sus cenizas en el mar, el 27 de julio, justo el día en que mis padres se comprometieron para toda la vida, hace casi setenta años, coincidiendo con la fecha de cumpleaños de mi madre. Luego del impacto de ver cómo besaba mi mano, y acto seguido dejaba de respirar después de acompañarlo como mejor se podía durante sus últimos meses, (me había advertido: “tendrás el privilegio de verme morir”), y de dejarme un sinfín de instrucciones para su último libro, trabajando hasta el instante final con el rigor y la meticulosidad que lo caracterizaron, comenzaron a llegar por diferentes vías incontables muestras de condolencias. Con el egoísmo de una madre (“todavía era mi padre, pero ya se estaba convirtiendo en mi hijo”), me atribuí el dolor para mí sola.

"Todos somos sus hijos, todas sus hermanas, todos colegas de trabajo, y de jugar, y de echar al aire
lo que más nos enseñó: Salvas de porvenir". Foto: Cortesía de Casa de las Américas

 

Fue con el lento pasar del tiempo que empecé a sospechar que el hombre que nos abandonaba de este lado de la luna, no era mío, ni de sus tres nietos, ni de su yerno, ni del hermano que queda vivo, sino de muchísimos más. Antes de explicar este sentimiento de compartir dolores, debo hacer pública mi gratitud a todas las personas que de una forma u otra, con apoyo sentimental o cosas prácticas, con palabras de aliento o satisfaciendo hasta el mínimo detalle que se precisaba, ayudaron a que el tránsito hacia el destino final de mi padre fuera menos difícil. Mencionar sus nombres sería indelicado: ellos y ellas saben, y quizás no les sea grato que yo haga notoria la constancia de sus participaciones. No obstante, siento el deber moral de decir que no estuve sola, que mi padre fue mimado por amistades tan antiguas como él mismo, atendido por médicos que acudieron a mi llamado sin importar horarios ni dificultades, por mis hermanas y hermanos de afecto, que me soportaron hasta el minuto final, cuando las fuerzas amenazaban con flaquear. Hubo quien vino con potes de helado, una colega se encargaba de hacerle flanes deliciosos, otros se aparecían de pronto con barras de chocolate, llegaron licores lejanos, medicamentos cubanos y provenientes de ultramar, regalaron jugos envasados, ungüentos, parches, esencias revitalizadoras, un libro suyo editado en España, los más recientes números de la revista Casa (ambos traídos directamente del aeropuerto a su lecho): muchos amigos cooperaron con asombrosa celeridad, para darle el último gusto al poeta, para que se fuera sabiéndose querido, respetado. Amado hasta la empuñadura, sintió que nos dejaba, exigiéndonos cumplir la que fuera premisa fundamental de su existencia: trabajar. Me dictó cartas, me hizo prometerle que no descuidaría ningún detalle de su libro que sabía póstumo, cuyo título le repetí muchas veces, para que estuviera seguro de mi entendimiento. “Alternativas de Ariel” saldrá como quieres, papá, quédate tranquilo, le dije cada vez que me interrogaba, con solo mirarme. Sus íntimos colaboradores se acercaban a su lecho, y si su aliento lo permitía, sostenían intensas charlas, que luego lo dejaban exhausto, pero feliz. No hubo nunca una excusa, nadie intentó eludir un pedido suyo: muy al contrario, todos sus queridos colegas de siempre anhelaban venir a nuestra casa, acompañarlo, abrazarlo. Nadie quería dejarlo ir. No podíamos aceptar que el hombre principesco y sabio, el jefe justísimo, el profesor, el poeta, el ensayista inmenso, estuviera extinguiéndose de a poco. A todos los fieles que creyeron el milagro de la eternidad, pero que en el plano terrenal aportaron su amor concreto desprendiéndose de tiempo y de materialidades innombrables. Muchas Gracias.

El dolor compartido en su máxima expresión lo comprobé cuando fuimos a echar al mar un polvo oscuro llamado ceniza, que sigo creyendo imposible. No era “eso” mi padre, pero tampoco es exclusivamente mío el amor suyo, ni el privilegio de haberlo tenido por un tiempo que querría eterno. Cuando vi junto a las olas de Malecón y G a sus exalumnos, a sus amigos cantores, escritores, poetas, periodistas, dramaturgos, actores, ensayistas e historiadores, y sobre todo a sus compañeros de Casa de las Américas, jóvenes, veteranos, recién incorporados, fundadores, colegas todos tan desconsolados como yo, abrumados, tristísimos, supe que la congoja era …¿cómo decirlo? compartida, multiplicada. Esos rostros reflejaban la intensidad de una pérdida tan irreparable como la que sentía yo, y solo entonces descubrí que ellos y ellas habían perdido al mismo padre que dejaba de ser mío para ser de muchos. Sentir los sollozos ajenos, la ira contenida, la hondura del navajazo que significa no poder acudir a su siempre sabio consejo, ni volver a sentir la risa estruendosa, ni ver el lento caminar de un rey que se empeña en seguir yendo a sus salones a pesar del peso excesivo de su corona, me fortaleció. De repente, empecé a ofrecer yo las condolencias. Esa multitud estaba tan lastimada como yo, tan sin consuelo como yo, tan profundamente herida como yo, por lo cual mi condición privilegiada de hija biológica me compulsó a apaciguarla. Ya no sabíamos quién consolaba a quién, entre tantos besos, abrazos, palmadas: ahí también radica la gran obra de un gran hombre. Todos somos sus hijos, todas sus hermanas, todos colegas de trabajo, y de jugar, y de echar al aire lo que más nos enseñó: Salvas de porvenir. Lo recordaremos como pidió: “con alegría”, aunque violemos la otra parte de ese verso (“alguna vez”), porque, bien lo sabemos, será siempre, siempre, siempre.