¿Demonizar el mercado?

Ricardo Riverón Rojas
27/5/2019

El mercado no es el demonio, pero tienta. Muchas veces saca lo peor de nuestros instintos primarios: enajena el altruismo, la solidaridad, la voluntad justiciera. El mercado nos adentra en la selva de un “vale todo” donde vamos dejando, entre los ramajes, ripios de los valores con que aprendimos, en el proceso revolucionario, que la cultura no constituye un medio de vida, sino un proyecto de plenitudes no traducibles a valores monetarios.

Foto: Internet

El mercado convierte al rico en miserable y también viceversa. No eleva la condición moral, pero determina la capacidad adquisitiva y, en consecuencia, el empoderamiento fomentado sobre la base de sacar ventaja de coyunturas y oportunidades. Entraña riesgos, eleva cumbres y profundiza hoyos; te saca a flote o te hunde.

Tras la remodelación de las pautas económicas sobre las que opera nuestra nación, el comportamiento ciudadano mutó. En la búsqueda de una eficiencia que nos permita concretar los ambiciosos proyectos sociales inherentes al socialismo, el mercado se nos coló en la vida y, según creo, no hemos sabido vadear con total eficacia las trampas y atolladeros por donde nos obliga a transitar.

En muchos foros de debate cultural he escuchado que no debemos demonizar al mercado, porque estamos obligados a convivir con él en aras de salvar la totalidad del proyecto revolucionario. Correcto. Pero no puedo evitar interrogantes: ¿Lo esencial se salva con mutilaciones? ¿Debemos dejar que el mercado nos demonice a nosotros?

En el terreno de las disciplinas artísticas el mercado interviene de diversos y tortuosos modos: la música y los espectáculos, tanto en su relación con el turismo como en la prestación de servicio cultural-recreativo a la población, genera desembolsos impensables para la zona de pensamiento y creación literaria, y para muchas otras de la esfera laboral. Tan desmesurada es la distancia, que hace que difícilmente nos asumamos —los “mercaderes” y nosotros— de la misma condición.

La alianza de las figuras de mercado con la TV y otros medios acapara los protagonismos en la vida pública y capitaliza la esfera simbólica con mohines pedestres y rimbombantes que imponen modelos de éxito. Los aparatosos despliegues de esos performances, a la luz de una concepción humanista, huelen a azufre.

La plástica también se relaciona directa y luciferinamente con el mercado. A expensas de la obtención de medios para una vida cada vez más distante de los estatus salariales que el Estado aún no modifica (sobre todo en nuestro sector) algunos artistas han abandonado la experimentación, el arte de vanguardia. Una buena parte redirige sus esfuerzos hacia variantes menores que se comercializan con mayor facilidad. También hacia ambientaciones, no siempre felices, cuya tarifa de formación de precios no guarda relación ninguna con la teoría económica que las concibe como una expresión del costo más un margen de ganancia.

Si, como han tratado de explicarnos, una cultura para el mercado es necesaria, en convivencia con otra que solo persigue la expresión vigorosa y elocuente de las realizaciones, locales o universales, no nos engañemos unos a otros (ni a los otros) dándole categoría de promoción de la cultura a lo que solo es negocio.

Cuando el mercado regula la vida cultural, o intenta regularla, el corta y clava, el gallo matao casi siempre imponen su estética. Se genera un consenso entre empleadores y empleados sobre lo que quieren los turistas, que suponen solo adictos a La negra Tomasa, Son de la loma o Lágrimas negras, o al caimancito de barro, el cuadro del almendrón, el cuero repujado con la Isla de Cuba, o el pulóver con la imagen del Che.

El artista que se deja conquistar por esos embrujos, modifica su lenguaje, acude a los espacios de debate con ínfulas de empresario y metamorfosea el más elevado cónclave en una especie de sainete grotesco, especie de bolsa de valores donde se busca atropelladamente apostar de primero por el paquete de acciones en oferta.

En ¿Tener o ser?, Erich Fromm (primero miembro y luego disidente de la escuela de Frankfurt) nos obsequió un razonamiento de gran valor:

La teoría de que la meta de la vida es satisfacer todos los deseos humanos fue francamente proclamada, por primera vez desde Aristipo, por los filósofos de los siglos XVII y XVIII. Este concepto pudo surgir fácilmente cuando “ganancia” dejó de significar “ganancia del alma” (como en la Biblia, y más tarde en Spinoza) y llegó a significar ganancia material, económica, en el periodo en que la clase media se libró no solo de sus grilletes políticos, sino de todos los vínculos con el amor y con la solidaridad, y creyó que vivir solo para uno mismo significaba ser más y no menos. [1]

Advierto —y doy por descontado que se entiende— que no involucro en estas apreciaciones a aquellos que, con su arte de siempre, sin concesiones, han logrado comercializar su obra y obtener dividendos. Los más orgánicos mantienen el vínculo raigal con los presupuestos que los han hecho grandes. Pero, desgraciadamente, la invasión bárbara nos copó, sobre todo en la época en que la Uneac como entidad comercializadora no custodió con rigor sus puertas expeditas para el registro del creador o tramitaba viajes cuando nadie lo hacía. Valdría la pena indagar por el nivel de cierta membresía procedente de aquellas «democratizaciones».

El pensamiento despiadadamente pragmático que se viene imponiendo en la psicología colectiva del cubano, aunque nos duela, se deriva de lo que en materia de política económica hemos instrumentado en la búsqueda de una eficiencia y un bienestar que no acaban de aparecer. La bandera que se arría anteponiendo lo fáctico a lo esencial, solo con sangre, o pagando una alta cuota de intereses, vuelve a ondear en lo alto.

Se me quedan fuera de este análisis elementos como la efectividad real de las empresas estatales encargadas de comercializar el arte. Cuánto las han dañado la corrupción, el cohecho, el burocratismo, la falta de transparencia y la expoliación a los bolsillos de los artistas, son temas que darían para un recuento descriptivo ahora imposible. Los sectoriales de cultura, con sus áreas de programación, cabrían también dentro de ese costal.

Del texto de Fromm antes citado propongo también lo siguiente:

Vivir correctamente ya no es solo una demanda ética o religiosa. Por primera vez en la historia, la supervivencia física de la especie humana depende de un cambio radical del corazón humano. Sin embargo, esto solo será posible hasta el grado en que ocurran grandes cambios sociales y económicos que le den al corazón humano la oportunidad de cambiar y el valor y la visión para lograrlo. [2]

Creo que subestimamos al monstruo. El caballo de Troya transporta en su vientre miles de tigres. El mercado, en su variante cubana y socialista, no avanza con el paso deseado mientras la barbarie barre con todo lo que se encuentra a su paso. Soy catastrófico a conciencia; no hay “reordenamiento” que le corte las alas al dragón, que ya viene incinerando demasiados castillos. No creo en el mercado como nuestra salvación, creo en la cultura y su acción emancipadora desde el altruismo y la igualdad.

Creo también —cómo no— en la retribución justa para el talento y la actividad inteligente. Ojalá la logremos pronto, sin perder lo que con tanto sacrificio edificamos.

Notas:
[1] Erich Fromm: ¿Tener o ser?, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, ISBN 978-968-16-071-3. edición en ebook. p.6.
[2] Erich Fromm: Ob. Cit., p.9.