El béisbol, pelota “americana” o simplemente, el juego de pelota, es el deporte preferido de los cubanos desde el último tercio del siglo XIX, y constituye, en el proceso de construcción de la identidad nacional y el imaginario nacionalista, un elemento de incuestionable valor metafórico. La pelota fue escenario de luchas alegóricas contra los deportes importados de España, como las corridas de toros, en tanto afirmación de virilidad, civilización y salud de los cuerpos; su enorme capacidad asociativa, en equipos amateurs o clubes profesionales organizados, amplió y dinamizó la sociedad civil decimonónica, incluyendo también a los jugadores negros y mestizos, y fue un espacio por excelencia para el ascenso social de los humildes.

Generales y Doctores, novela en la que las damas criollas desafiaban el poder
colonial aplaudiendo a los ídolos del Habana y Almendares. 

Un fenómeno social de esta naturaleza, cuya riqueza como territorio privilegiado de la cultura cubana apenas comienza a ser estudiado, dejó toda una estela en la literatura cubana del siglo XIX, imprimiendo sus huellas en poemas, canciones, cuadros costumbristas y obras de teatro bufo como en los casos de Ignacio Sarachaga y Raimundo Cabrera5. De igual manera, con el país inundado literalmente de equipos, la pelota contó con un creciente aparato de propaganda para su difusión en gran escala y entre los periodistas y gacetilleros que comentaron los partidos y desarrollos del novedoso juego estuvieron el poeta modernista Julián del Casal y Bonifacio Byrne. Por si no fuera suficiente, la primera historia del juego fue concebida por un pelotero de talento que luego se dedicaría a las letras con desigual fortuna.

Con la llegada de la República, el béisbol adquirió también su carta de ciudadanía plena, gracias al aval patriótico de los jugadores que cayeron en la lucha anticolonial, los que murieron en presidio, como el célebre Emilio Sabourín y con el regreso de los clubes de la emigración en suelo mexicano y estadounidense, que mantuvieron sus campeonatos durante la guerra y contribuyeron a enlazar el deporte entre la Isla y ambas orillas de los estrechos de la Florida y Yucatán. A inicios de siglo el poeta guantanamero Regino Eladio Boti escribe un soneto titulado “El cátcher del Habana” y en 1910 el periodista del diario El Mundo Victor Muñoz escribe su novela neorromántica Mac, el pitcher, ambientada en los Estados Unidos. Ya en la segunda década republicana una revista conservadora como Cuba Contemporánea se hacía eco del entusiasmo beisbolero, y lo destacaba como favorable al imaginario nacionalista, y uno de sus intelectuales más destacados, José Sixto de Sola, calificaba los triunfos de las novenas criollas, con los negros Méndez, Torriente y Pedroso, sobre sus similares norteñas, como de indudable valor “patriótico y sociológico”.

A pesar de estos triunfos, a la altura de 1920, cuando Cristóbal Torriente le pegaba jonrones a un lanzador llamado Babe Ruth, y José de la Caridad Méndez, “El diamante negro”, le colgaba 45 escones consecutivos a equipos norteamericanos, las referencias al béisbol, como la hecha por Carlos Loveira en su novela más conocida: Generales y Doctores, es extemporánea y todavía deudora del siglo XIX, cuando las damas criollas desafiaban el poder colonial aplaudiendo hasta el delirio en las glorietas a los ídolos del Habana y Almendares. 

En las páginas que siguen, intentaremos dar una visión integradora del fenómeno de la recepción o reflejo del béisbol en algunos creadores cubanos del siglo republicano, desde clásicos como Carpentier, Guillén o Lezama, pasando por otros que no se dedicaron principalmente a la literatura como Roa o Pablo de la Torriente, hasta poetas y narradores más recientes de diversas promociones y escuelas.

En 1933, año de la caída de Gerardo Machado y epicentro de la llamada Revolución de los años 30, no se celebró el campeonato profesional de invierno producto de la crisis de gobernabilidad imperante y de las acciones colectivas de los cubanos contra el dictador, pero seguramente se jugó pelota en las pequeñas ligas amateurs y en los innumerables circuitos azucareros. Ese año fue publicada en Madrid la primera novela de Alejo Carpentier: Ecue-Yamba-O, en cuyo texto aparece una descripción bastante fiel del ambiente de la pelota que se jugaba en las zonas rurales del país, específicamente, en los ingenios y bateyes azucareros . En el ingenio San Lucio, donde se desarrolla la vida de la familia Cué, personajes de la novela, junto al coloso productor de azúcar y los barracones de inmigrantes, hay un descuidado terreno de pelota “feudo de la novena local”. Allí tienen lugar las hazañas de Antonio, primo de Menegildo, el protagonista de la obra, quien es un gran jugador del equipo Panteras de La Loma, vencedor del equipo local propinándole nueve ceros. Además de un rápido corredor y buen short stop,

Un escritor singular dentro de su generación fue Pablo de la Torriente Brau. De él es casi un lugar común afirmar su atracción por los deportes. Entre los que más disfrutó estuvo sin dudas el béisbol, tanto en Cuba, donde improvisaba “reñidos” partidos en la azotea de la casa de Don Fernando Ortiz, como en su exilio neoyorkino, desde donde escribió sendas crónicas para las revistas habaneras Carteles y Bohemia, que contaban ambas con excelentes páginas deportivas.

La primera crónica, de abril de 1935, la tituló “Dyckman Oval: meta para los atletas cubanos”, en la que no escatima elogios para el New York Cubans, perteneciente a la National Association of Negro Baseball Clubs: “tiene el team una pujanza extraordinaria en el batting, en el pitching, y en el fielding. Y en cuanto a “estampa”, casi puede asegurarse que ningún otro team, ni siquiera en las Mayores, podrá comparársele (…) Martín Dihigo, tan alto como el campeón del mundo de boxeo, será el capitán de una novena cubana que se dará el pisto de vestir uniformes tan lujosos como los que visten los más conspicuos teams de las Grandes Ligas…”.

Un año después, Pablo remite a Bohemia una versión modificada y ampliada de la crónica anterior, que no fue publicada en Carteles, titulándola ahora “Un Polo Groud cubano en New York”. Aquí la prosa es más literaria, humorística y flexible. En la propia narración Pablo hace énfasis en la mística del gran pasatiempo americano, y en el deseo de que los New York Cubans de 1936 ganaran el campeonato que no pudieron alcanzar la temporada anterior. Por supuesto que las esperanzas de Pablo estaban fundadas, pues la fama de Dihigo como manager se había acrecentado en estos años por sus dos campeonatos consecutivos, 1935 y 1936, en el evento profesional cubano, con el Santa Clara y el Marianao respectivamente.

Portada del libro El Señor Pelotero (1998, 1999 y 2011)

Menos conocida que estos dos artículos es una extensa carta, de tema eminentemente beisbolero, que Pablo dirige en mayo de 1935 al doctor Jesús de la Carrera y Fuentes. Esta misiva, repleta de datos sobre varios partidos, describe el último juego en que participó Adolfo Luque en las Grandes Ligas, narrado con un aliento casi cinematográfico y con admiración por el gran jugador, a pesar de no compartir sus posiciones políticas: “…lo más estupendo del juego fue el trabajo de Luque. Yo no le tengo simpatías porque fue machadista, pero ante el pitcher hay que quitarse el sombrero y hasta la cabeza si es necesario”.

La década de los años 40 fue la Edad de Oro de la pelota cubana en sus dos grandes circuitos: el profesional y el amateur. Por esta época de gran fervor, José Lezama Lima, reconocido ya como poeta y autor de eruditos ensayos, escribía en las páginas del Diario de la Marina, donde sorprendió a sus lectores por un texto insólito sobre béisbol. Si bien era una prosa metafórica y enigmática, que pocos alcanzarían a identificar con las pasiones desatadas en el moderno y recién estrenado Coloso del Cerro, Lezama, con absoluto desprecio por las convenciones del lenguaje al uso por los cronistas de la pelota, hacía una descripción muy personal del juego: “Hay nueve hombres en acecho de la bola de cristal irrompible que vuela por un cuadrado verderol. Esa pequeña esfera representa la unión del mundo griego con el cristiano, la esfera aristotélica y la esfera que se en muchos cuadros de pintores bizantinos en las manos del Niño Divino”.

Otro miembro del grupo Orígenes, el dramaturgo y cuentista Virgilio Piñera, escribió en 1957 un cuento que tituló “Elíjanme”, y que nunca incluyó en sus libros publicados. El protagonista, Tomás Escalona, es un vendedor de café arruinado que trata por todos los medios de salvarse de su “caída” personal y laboral. Presa de una situación angustiosa, rayana en la locura, decide entrar en el Stadium del Cerro a gritar para desahogarse, y allí participa de una realidad alucinante.

En Nicolás Guillén, la admiración por el ejercicio físico y por los grandes ídolos del músculo aparece dispersa en toda su obra, y es descollante en los versos de su “Pequeña oda a un negro boxeador cubano” (Sóngoro Cosongo, 1931) y en un antológico poema titulado significativamente “Deportes”, perteneciente al libro La paloma de vuelo popular (1958). El béisbol aparece en este último con una reminiscencia de su niñez, cuando jugaba pelota en los placeres y leía con fervor a Rubén Darío, su numen poético de entonces, disputándole su entrega definitiva la legendaria figura de un gigante de ébano, José de la Caridad Méndez.

Portada del libro Cosas de la pelota (De Cooperstown a Las Minas) (2002)

El mejor poema de Guillén a la pelota se lo dedicó a Martín Dihigo, el más grande de los jugadores cubanos de todos los tiempos, pitcher formidable, buen corredor, brazo poderoso y temible como bateador, quien murió en Cuba enseñando humildemente a los niños a jugar béisbol. Hasta entonces la gloria del Inmortal no había tenido su cantor ni su poeta, como lo tuvo Luque en un danzón con su nombre (“¡Arriba Luque!”, de Armando Valdés Torres) y Orestes Miñoso en el chachachá de Enrique Jorrín (“Miñoso al bate”). Conmovido por su figura de hombre noble, caballeroso y carismático, Guillén honró su memoria con una breve y honda elegía, quizás la estrofa que le faltaba a su obra para saldar cuentas con el deporte nacional.

Segunda parte

Dentro de la tradición de homenaje al béisbol y de su tratamiento como parte de la vida pública de los cubanos, destaca el nombre de Raúl Roa García, quien fue siempre un reconocido aficionado al deporte de las bolas y strikes. Roa nos ha dejado dos textos antológicos, cuyo leitmotiv central es la pelota, y ambos son de los primeros años 50, recogidos luego en su libro Retorno a la Alborada (1964). Se trata de dos pequeñas joyas de un humorismo cáustico, donde se mezcla la sátira política con matices surrealistas en la titulada “El alacrán de cobalto” y el tono zumbón, irreverente y desenfadado en la más conocida de ellas: “Pelota”. Esta última es la narración ingenua de una aventura de su niñez, adornada por las “hazañas” del protagonista, jugador de la “Liga Amateur de Pantalones de Bombache”, en los “idílicos tiempos en que pisando y pisando la ventaja era para el corredor”.

Enciclopedia Biográfica del Béisbol Cubano (I) (2015)

“El alacrán de cobalto” es prosa de mayor vuelo y tiene un claro propósito de denuncia contra la dictadura de Batista, escrito a escasos meses del golpe militar, el 24 de mayo de 1952. El texto se inicia con una declaración de fe almendarista, de donde se deriva el simbólico alacrán. La metáfora del alacrán soñado abre un abanico de posibilidades interpretativas, a partir de imágenes como la de su vestimenta morada rematada por un gorro frigio, en alusión a la República constitucional destrozada por el golpe militar, y otras demenciales, como la del escorpión calentando café en la hornilla eléctrica y tocando la “Sinfonía Heroica” de Beethoven en un violín sin cuerdas. Pero al margen de estas imágenes oníricas, el alacrán de cobalto parece simbolizar, en sus atributos de pesadilla, la situación real de caos e incertidumbre por la que atravesaba el país.

La década del 60 trajo profundos cambios al universo de las prácticas beisboleras, tal como se habían venido desarrollando en los últimos cien años. La joven Revolución, en su legitimación nacionalista y espíritu contrario a la dominación del capital, eliminó el deporte profesional, provocando una fractura en muchos jugadores que tenían contratos firmados en el exterior u otros que no se adaptaban a los vertiginosos cambios. Al mismo tiempo, los dueños de equipos de Grandes Ligas los presionaban para que salieran del país, mientras que ya habían comenzado el boicot de sus jugadores a clubes cubanos, que participaron en el último campeonato profesional solo con peloteros locales.

En este contexto de renovación y cambio, específicamente en el año 1966, recordable para el béisbol por los dos juegos consecutivos de no hit no run del villareño Aquino Abreu, el poeta Roberto Fernández Retamar publica en la revista Cuba, en un número dedicado a la pelota (se vivía entonces el ambiente desafiante que significaba participar en los Juegos Centroamericanos de San Juan, Puerto Rico) un poema que sería un homenaje de su generación a todo el béisbol anterior a la Revolución, y al mismo tiempo un ajuste de cuentas con la condición intelectual, vivida junto con la pasión popular por el deporte.

El poema en cuestión se titula “Pio Tái”, en un remedo de la manera en que los niños cubanos piden tiempo (“pido time”) en medio de un juego cualquiera, y está escrito en un tono casi elegíaco, pero en una atmósfera conversacional. Cuando Retamar escribe este poema, todavía vivían o permanecían en Cuba verdaderas leyendas del juego como Miguel Ángel González, Martín Dihigo, “Natilla” Jiménez, Conrado Marrero y buenos peloteros como Gilberto Torres, “Sagüita” Hernández y el siempre digno Silvio García, formidable torpedero que no fue el primer negro en jugar Grandes Ligas porque no estaba dispuesto a ser humillado por el color de la piel. En ellos el poeta descubre toda una mitología deportiva de su niñez y juventud, compartida en un tiempo inmemorial, como dioses triunfantes, con los clásicos del arte y la literatura de su vocación definitiva, como antes había hecho Guillén en su comparación entre Darío y Méndez.

Portada de la novela de Zoé Valdés Milagro en Miami (2001)

Nuevos nombres se imponían en las Series Nacionales (por primera vez de verdad nacionales) a los de las glorias vivientes, y en algunos casos el olvido cayó sobre muchas de ellas, en lamentable actitud que buscaba borrar el pasado profesional y legitimar el presente de la pelota aficionada.

Fue la nueva Edad de Oro, con los jonrones de Chávez, Cuevas y Marquetti, conectados limpiamente con bates de madera; los hits “a la hora buena” de Wilfredo, Isasi y Rosique, llamados por el cronista Bobby Salamanca “Los Tres Mosqueteros”; la vista privilegiada de Urbano, que no se ponchaba casi nunca; los duelos memorables entre Alarcón y Hurtado, Huelga y Changa Mederos; las rectas poderosas de Verdura y Vinent; el aplomo de Aquino Abreu… A todos está dedicado el libro de entrevistas realizado por el novelista Leonardo Padura y el periodista Raúl Arce, donde el estilo depurado del narrador policíaco es inconfundible en el aliento poético de la mayoría de los diálogos y semblanzas, como en esta evocación del mítico Manuel Alarcón, el “Dios de Cobre” de los orientales:

Más de tres décadas después estos nombres son prisioneros también de la nostalgia, dentro y fuera de la Isla, y han entrado al mundo de la ficción literaria en la evocación de un abogado emigrado en la Florida, personaje de la novela de Zoé Valdés Milagro en Miami ( 2001), quien afirma, apelando a una vieja frase beisbolera que “…el destino de los cubanos dependía de la pelota, que es redonda pero viene en caja cuadrada” y realiza un largo monólogo, dedicado a recordar las grandes figuras del béisbol de su juventud, cuando jugaban.

El abogado, minucioso, pone énfasis en no olvidar ningún detalle, como si quisiera reconstruir todo el ambiente de época y unir los fragmentos dispersos de la memoria en un apretado haz de biografías, incluyendo datos de todo tipo, alguno un poco forzado, como el del color de la piel, que es totalmente superfluo en el caso del béisbol cubano del siglo XX, que promovió siempre una extendida democracia racial en los terrenos de pelota, (excepto en las filas amateur, organización aristocrática y racista) y que solo sería conocida en los propios Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.

Dentro de la generación nacida a mediados de la década del 40, y que alcanza su madurez expresiva en los años 70, todavía muy influida por el estilo coloquial o conversacional del decenio anterior, se destacan dos poetas que van a utilizar el béisbol como pretexto para censurar, parodiando sus poses y argumentos, cierta fobia intelectualista a las pasiones y prácticas de la cultura popular (el baile, el deporte, la moda, etc.), tenidas como cursilerías o ademanes “cheos” por una zona de esa propia intelectualidad. Son los casos de Félix Luis Viera y Raúl Rivero, ambos dentro del intimismo erótico, quienes enlazan en sendos poemas sus angustias como creadores, enmascaradas por aventuras amorosas “mediadas” o “vividas” al calor de la avidez beisbolera. El poema de Viera se titula, con una gravedad aparente, “El Deporte Nacional” y narra la historia del prolongado asedio del protagonista, un aprendiz de poeta aficionado a la pelota, a una bella joven que acudía noche tras noche a presenciar los partidos del equipo local.:

La fábula poética que hilvana Raúl Rivero en “El extraño caso de la doctora Rodríguez”, aunque emparentada en la temática amorosa con el poema de Viera, no es la historia de una seducción, sino del fracaso de una ilusión romántica, cuando la circunspecta doctora “descubre” la efusión beisbolera de su amante:

Al final sobreviene la ruptura, narrada en una curiosa mezcla de tono trágico y catarsis pedagógica, utilizando el recurso de la enumeración para enfatizar lo ridículo de una postura que gusta de estereotipos profesionales, como el tópico del poeta bohemio y noctámbulo, incomprendido o inadaptado, y que sospecha intelectualmente de quienes no responden a esos cánones.

Tercera parte

En 1985 el poeta y narrador Eliseo Alberto Diego hizo el guión para la película de Rolando Díaz En tres y dos, uno de los pocos filmes dedicados a la temática beisbolera en Cuba, donde se narran los finales de la carrera deportiva de un otrora gran jugador, Mario “Truco” López (interpretado magistralmente por Samuel Claxton), en cuya construcción dramática es posible encontrar rasgos de peloteros reales del equipo Industriales de las décadas del 60 y 70, como Agustín Marquetti y Rodolfo Puente. Más de una década después, en su libro de memorias titulado Informe contra mí mismo (1997), Eliseo Alberto regresa de nuevo al béisbol, esta vez utilizado como metáfora de una doble obsesión: la primera es aquella que tiene que ver con la situación política actual de Cuba y, en particular, las problemáticas relaciones con los Estados Unidos; la segunda trata de hacer una genealogía del discurso beisbolero, aplicándolo a situaciones límites de la vida cotidiana, tales como el oportunismo, la mentira, el fracaso profesional o amoroso, la infidelidad, la doble moral, etc. 

Más allá de las analogías entre procesos históricos y el juego de pelota, me parece más exploración en el imaginario colectivo de los cubanos, a partir de una riquísima fraseología disponible, que ilustra gráficamente diversas situaciones, experiencias, decisiones y complejos de los habitantes de la Mayor de las Antillas:

“¿A quién no lo han sorprendido movido en una base? (…) ¿ te has ponchado con las almohadillas llenas? (…) ¿el lanzador no te ha escondido la bola con el fin de partirte la madre? (…), ¿ cuántas veces te han sacado injustamente del terreno en el mejor momento del partido para colocar en tu lugar a un corredor emergente, acaso menos capacitado que tú, pero a juicio del jefe, más rápido o tramposo a la hora de tomar decisiones (…) ¿te han cogido robando una base, a mitad de camino entre tu mujer y tu amante?, ¿no te han propinado un pelotazo, adrede, por los santos cojones de tu rival? (…)

Quizás lo único objetable a esta enjundiosa antología de frases beisboleras comparadas con situaciones de la vida real, es que todas son mostradas como símbolo de adversidad o desdicha, sin detenerse el autor en el hecho de que en el juego también hay expresiones como “botar la pelota”, “dar nueve ceros”, “retirar de uno, dos y tres”, “sacar out en home” etc., que son utilizadas comúnmente como sinónimo de éxito, notoriedad o prestigio.4 Pero ello tal vez radique en la tónica del propio libro de Eliseo Alberto, muy apegado a la visión pesimista y desencantada del presente de la Isla, enfatizando en la aguda crisis material y espiritual de los 90.

Con menos patetismo, pero con igual dosis de angustia, se nos revela la confesión del narrador manzanillero Arturo Arango en su crónica “Ser del interior”, donde trata de conciliar el secreto orgullo de sus orígenes provincianos y al mismo tiempo exorcizar el “estigma” que significa para los no habaneros su condición periférica, “destino manifiesto” que se combate con la idealización del lugar de origen y la apología de sus habitantes. También en el relato “Asesinato con suegra”, cuyo argumento mezcla ingeniosamente un crimen pasional cometido en el estadio Latinoamericano, se refiere a la rivalidad entre los equipos de Santiago de Cuba e Industriales, y pinta al Latino como una sede de peculiar geografía espacial que reproduce tanto la composición demográfica de la capital, repleta de inmigrantes orientales que buscan en el diamante sosiego a su condición de inmigrantes, como las exclusiones sociales a favor de turistas extranjeros:

Otra mirada existencial que toma la pelota como argumento para presentar mundos cargados de desasosiego, lo es la obra de teatro Penumbra en el noveno cuarto del talentoso dramaturgo Amado del Pino. La obra está estructurada en nueve cuadros, que representan los nueve cuartos de una posada y también las entradas del juego de pelota, y nos ofrece las peripecias vitales de un pelotero famoso (Lázaro Prado) ya en el límite de su carrera, elemento que lo ubica como una de las víctimas de los retiros masivos ocurridos entre 2001 y 2002, cuando muchas figuras todavía en plena forma deportiva (Omar Linares, Antonio Pacheco, Orestes Kindelán, Víctor Mesa, Germán Mesa, Luis Ulacia) fueron enviados a un retiro forzoso o a jugar en ligas asiáticas de mediocre calidad: “Cuando mejor estaba formaron la payasada de retirarme y, por buscarme cuatro pesos, fui a dar a Japón”.

Otro drama del deporte cubano, el de sus peloteros excluidos por razones políticas de competir en el mejor béisbol del mundo, las Grandes Ligas de Estados Unidos, y la condición de héroes-villanos de quienes se deciden a dar el salto al profesionalismo y abandonan el país, con la ruptura emocional y afectiva que esto entraña, queda magistralmente expuesto.

Finalmente, ya en la penumbra del noveno cuarto, o lo que es lo mismo, finalizando el juego, Lázaro confiesa a su amante el dilema de qué hacer una vez llegada la hora del retiro, y su añoranza de una existencia tranquila y hogareña. “Si me voy de la pelota voy a sentir un hueco grande, no sé qué voy a hacer. Necesito a alguien que me haga cogerle el sabor a la novela de las nueve y que me alcance el cafecito caliente mientras llega el noticiero. Lo que no quiero es que mis hijos sigan viéndome a raticos”.17

Al igual que Amado del Pino, el dramaturgo matancero Ulises Rodríguez Febles tomó como argumento el juego de pelota para su obra titulada Béisbol.

Portada del libro El Niño Linares (2002 y 2003)

El carácter experimental de la obra y su juego de espejos entre los actores y el auditorio, torna a veces un tanto ardua su comprensión; no obstante, ofrece un conjunto de tópicos fácilmente reconocibles en el tratamiento que la literatura cubana ha dado al fenómeno del beisbol. Un primer elemento a destacar, que recorre toda la obra, es su marcado discurso nacionalista, explícito desde el poema “Pio Tái” de Roberto Fernández Retamar, que le sirve de exordio, hasta los nombres de los personajes que recuerdan a notables jugadores y árbitros, célebres por su calidad y pundonor (Dihigo, Maestri). Pero la cubanía no solo está en lo épico, también es evidente en la presencia de tipos populares (Casañas, El Fígaro), que se reúnen a discutir de pelota en esa “cátedra” de sabiduría popular que es la barbería, hablan con malas palabras, son fanáticos incorregibles y les gusta apostar dinero en los partidos.

La obra se desarrolla durante un hipotético juego por la medalla de oro entre Cuba y Estados Unidos en el V Clásico Mundial de Béisbol. Este es un escenario bastante socorrido para ejemplificar las rivalidades entre ambos países, que alcanzan en el plano deportivo una metáfora perfecta de la lucha del débil contra el fuerte, el astuto frente al poderoso, la pequeña nación asediada contra el Imperio que la hostiga. El axioma de que hay que ganarle a “los americanos” en la final es expresado por Edilio, un cliente de la barbería, quien justifica esta sed de victoria diciendo: “Nada más que por inventarlo hay que ganarle y por…”, y aquí la frase queda trunca para dar paso a otro nivel de discurso chovinista, esta vez hacia el interior de Cuba, y es el que glorifica por encima de los demás al equipo Industriales: “Ese si es un equipo”19 y enfatiza “Si hubieran llevado al equipo Industriales completo, entonces sí los americanos no podrán con nosotros. Industriales es la tormenta del Caribe. Es el mejor equipo del mundo”.20

Sin embargo, El Fígaro piensa diferente, para él no basta con ser de Industriales, Santiago de Cuba, Villa Clara o Pinar del Río, los cuatro grandes en la historia del béisbol después de 1962. Los jugadores cubanos necesitan medirse en otro nivel de calidad de la competencia: “El pelotero tiene que chocarla con los buenos, todos los días, a toda hora. Esto es otro estilo de juego, otro entrenamiento. (…) ¿Has visto lo rápidos que son?”21. Por supuesto, que semejante aspiración colisiona con obstáculos insalvables por el momento, desde el bloqueo estadounidense que impide contratar a nuestros jugadores si viven en la Isla, hasta la posición de principios de la parte cubana a favor de la práctica amateur del deporte.

Los personajes de Edilio y El Fígaro expresan posturas contrapuestas y excluyentes. Uno quiere que gane Cuba para “demostrar la grandeza de nuestro equipo, de nuestro país, de nuestro béisbol, de nuestro socialismo”22 y los peloteros en el terreno deben jugar al límite de sus destrezas y de su ingenio, como si se tratara de una guerra de guerrillas. El Fígaro, por su parte, no quiere que gane Cuba, y le pregunta a Casañas: “¿Cómo van a comparar la pelota dura con la que se juega aquí? (…) Tú sabes que tengo la razón. Tú repites siempre lo mismo que ahora estoy diciendo. No te entiendo porque me contradices”. A lo que Casañas responde con argumentos que identifican lo filial y la patria: “Porque ese que juega es mi equipo. Y es mi hijo. Y de mi hijo solo puedo hablar yo”. Sin embargo, dejando a un lado las antinomias, hay un parlamento en boca del personaje de Edilio que unifica la historia del béisbol cubano, blancos y negros, amateurs y profesionales, de la época pre revolucionaria y de las series nacionales, y todos ellos son nombrados como:

“Los que ahora pudieran estar en el Clásico, los que hubieran querido jugar en un evento como este y no pudieron: Adolfo Luque, Conrado Marrero, Orestes Miñoso, Manuel Alarcón, Modesto Verdura, Miguel Cuevas, Fermín Laffita, José Antonio Huelga, Changa Mederos, Wilfredo Sánchez, Urbano González, Antonio Muñoz, Agustín Marquetti, Cheíto Rodríguez, Rodolfo Puente, Luis Giraldo Casanova, Lourdes Gourriel, Víctor Mesa, Antonio Pacheco, Omar Linares, Orestes Kindelán, Germán Mesa… tremendo equipazo. Nadie podrá con nosotros. ¡Somos invencibles!”.25

La obra dedica numerosas reflexiones a las dicotomías entre ganar o perder con los Estados Unidos, en tanto metáfora política, y también a la angustia que significa para los peloteros cubanos el dilema de jugar o no en las Grandes Ligas.

Sin embargo, como en las buenas películas, el texto tiene un final abierto: Dihigo saca el papel del contrato, lo muestra ante todos y… cae el telón. Cada espectador debe decidir su propio final para la obra. Nunca sabremos si prefirió quedarse o firmó la transacción. Aun así, el texto de Rodríguez Febles queda como un apasionado homenaje a la pelota cubana, a sus héroes de todas las épocas, a sus conocedores y fanáticos, a sus encrucijadas y molinos de viento.

POST SCRIPTUM

La mejor prueba de que este ensayo dista mucho de ser definitivo, es que siguen apareciendo relatos de temática beisbolera de gran interés. Uno de esos cuentos es el de Leopoldo Luis García titulado “El último jonrón”, donde el protagonista comete un misterioso asesinato con un bate de béisbol que guardaba como una reliquia, en un metafórico ajuste de cuentas con su pasado de jugador mediocre y su presente de fanático defraudado por la pésima actuación de su equipo.

Texto de Félix Julio Alfonso López, adaptado por Aliet Arzola Lima.