El código Manderrán

Manuel García Verdecia
6/9/2017
Helena. Fotografía: Luis Eduardo Domínguez

 

Al fin nos iban a explicar el Código Manderrán. Los escogidos habíamos llegado temprano, con entusiasmo de día definitivo. Los pasillos de la Universidad eran una colmena de personas atentas y deseosas. Nos saludábamos, hacíamos chistes y, sobre todo, descubríamos el arsenal de conocimientos concomitantes con el tema que poseíamos. Cada cual elaboraba las hipótesis más arriesgadas y complejas sobre el posible contenido del famoso código. Habíamos oído que era una utilísima herramienta para entender y ejecutar a nivel efectivo la acción social, en cualquier esfera de relación del hombre, bien fuera en el intercambio diario o en campos como el arte, la medicina y la educación. Sabíamos por lecturas de prensa que en él había trabajado un nutrido grupo de especialistas. Crearon un departamento especial de la Academia para ellos. Muchos de sus miembros eran bien conocidos, con publicaciones en el extranjero y presentaciones en reuniones donde, desde reyes y presidentes,  hasta cantantes de rap y campeones de fumar habanos, se retrataban con ellos por lo asombroso de su labor. Al cabo de un tiempo, en que ya la tensión se asentaba y la conversación derivaba hacia la cháchara, tocando incluso el tema de la televisión, los altoparlantes con sus fañosas voces nos invitaron a pasar al salón de actos.

Muy hermoso estaba el salón con ramos de flores y un ambientador con olor a limón maduro. El aire acondicionado y las mullidas lunetas hacían más tentadora la reunión. Al cuarto de hora entraron tres personas. Una mujer de largo vestido que balanceaba un tanto su abultado vientre, un señor muy alto y flaco, con tipo de relojero, y un hombre de melena y barba hirsuta, con una curiosa camisa nigeriana, panameña o filipina. El hombre alto hizo un gesto con la mano a la audiencia, aunque sin mirarnos, como para que no nos sintiéramos relegados. Tras varios minutos de intercambios y palmoteos se sentaron a la mesa y el hombre alto, de manos largas, elevó el ala de saurio, como si saludara a las huestes romanas, indicando silencio e hizo una introducción de los otros dos. Ella, bueno creo que la conocen, era la rectora y atendía la organización de esta reunión. Él, dijo y puso su mano con el peso irreductible de la responsabilidad sobre el hombro del barbudo, era el especialista. Inmediatamente la rectora tomó el micrófono y, con voz de alguien que ha bebido toda la noche —era solo una impresión—, saludó a los participantes, nos dijo dos o tres chistes sobre lo importantes que seríamos ahora, que era bueno que estuviésemos aspectados, así dijo, en esa dirección —indicó con la mano y todos miramos al espacio de aire tras los cristales, en un rapto de síndrome de Down colectivo, sólo para descubrir que era un gesto casual— y cómo debíamos cuidar el secreto, no dejar notas ni papelitos abandonados, pues numerosas organizaciones perseguían los datos correspondientes, así que casi sugirió que tuvieran cuidado con sus cerebros, que los recogieran, no fueran a dejarlos olvidados al marcharse. Todos rieron educadamente. ¿Sería un experimento para motivar e introducir el tema? Posteriormente habló de su amigo, se refería al especialista, también posando la mano sobre su hombro y nos lo introdujo como el hombre que nos revelaría el gran secreto, ¿quién mejor? A continuación, el gran brujo, que había estado mesándose la barba todo el tiempo, la miró sonriente, como si hablaran de otra persona y tuvo ella que insistir en que agarrara el micrófono, pues parecía absorto. Esa esmerada concentración de los científicos.

Llegaba el momento. Todos nos compusimos en los asientos. Los asistentes sacamos cuadernos, otros grabadoras y, los más aventajados, desenfundaron sus laptops. Hay gente curiosa, me dije. No sé por qué suelo ser tan despistado, así que pedí una hoja a la rubia de al lado que había desenvainado una preciosa agenda multinacional. El hombre empezó a hablar —no tenía voz de haber bebido, sí los ojos, dos huevos sangrientos—, pero la voz, debo reconocerlo, era hermosa, semejante a la de alguno de los tenores —¿Pavarotti, Carreras, Domingo?, no sabía pero sonaba a viernes— aunque con un ligero sedimento nasal. Los lapiceros corrieron a sus puestos, los botones fueron presionados, las teclas oprimidas. Pero se detuvieron de nuevo. Hacía un chiste, No creía que nos hubieran traído obligados para hacer quórum, ¿no? Era un gran comunicador, no podía ser de otra manera. La rectora nos miraba con rostro “no les dije que iba a ser tremendo”. Aligeraba las tensiones. Creaba la atmósfera propicia para la gran revelación. Hizo una o dos anécdotas sobre casos donde él había tenido que estar en reuniones que nada tenían que ver con él. Luego dijo que era necesario reír un poco, la sal de la vida —dijo y citó a Eco, se vio que leía— porque con las tensiones contemporáneas, la escalada de la violencia, las guerras, el ascenso neoliberal, uno siempre estaba preocupado. Miren el atentado al Parlamento en Londres o la explosión en la Arena de Manchester, dijo. Y todos sentimos un ligero desasosiego, un vacío en el estómago, como si cayéramos de una altura sobrehumana. Recordábamos las escenas vistas y vueltas a ver de sitios embestidos por aviones, la masa de escombros y humo, gente saltando al vacío. Todavía me erizo, dijo la rubia a mi lado mostrándome el apetitoso brazo. El expositor comenzó a hablar de los actos terroristas, de su preparación, de cómo habían ocurrido exactamente las acciones —en verdad no podemos deshacernos de la exactitud en nada los científicos, ni para un comentario. Conocía perfectamente el mundo del Islam. Nombró los países que había visitado y lo que había hecho en cada uno. Ah, las árabes, qué hermosos ojos, pero cuidado, ¿no habíamos visto cómo Martí hablaba de “ceja de mora traidora”? Lo decisivo es que esos actos habían ya marcado definitivamente —produjo un mandoble largamente horizontal con su brazo extendido, como si la historia nos degollara a todos— el naciente siglo. Miren lo que me pasó, dijo, sonriendo absorto a sus compañeros de mesa. Puso un brazo sobre cada uno de ellos como para reunir fuerzas. Ahí comenzó a hacernos la historia de su tijerita, Una tijerita muy buena, comprada en un mercado de Toledo. Siempre la traía consigo para arreglarse el bigote y los pelitos de la nariz, dijo un poco ladeando la cara para que se advirtiera la tozudez de sus vellos nasales. (El relojero y la dama aparentemente encinta se miraban, persistentemente. Ella hacía gestos con las cejas.) El asunto era que venía de México y no pudo arreglarse antes de llegar, pues en el aeropuerto azteca lo apartaron los agentes de la aduana ya que le habían encontrado en sus pertenencias un arma blanca con la que se podía cometer cualquier locura. Le pidieron abrir el maletín y rebuscaron hasta dar con la tijerita. Yo que no mato un pollo para comer, se exoneró riendo mientras se palpaba el vientre inflamado. Se la quitaron y le dijeron que se la devolverían al término del viaje. Pero, ¿saben qué? En ese momento se detuvo pues el de aspecto de relojero le había pasado un papelito con su larga mano, mientras nos miraba con cara de San Francisco. Les hizo que sí con un movimiento de la cabeza a sus colegas y, respirando hondo, nos confesó que nunca le devolvieron la tijerita. ¡Qué corrupción hay en México!

En ese momento, ya todos habían depuesto lapiceros, grabadoras y laptops. Algunos salían a los baños, mientras otros comentaban en privado. El conferencista entonces, levantando una mano gruesa, como de quien acostumbra a agarrar los alimentos a mano limpia, pronunció las palabras sagradas: sobre el Código Manderrán, que es lo central. Todos corrieron a sus puestos y volvieron a sus instrumentos de salvamento. En dos palabras, dijo, haciendo un nudo en el aire con la gorda mano, haciéndolo un nudo gordiano, para no demorar más el asunto. Explicó que en esencia el Código Manderrán no difería mucho de lo establecido por Marx, Saussure, Levi-Strauss, Jakobson, el Círculo de Praga —pasó la lista—, la Escuela de Frankfurt —los nombró como a sus vecinos— y otros. Que los conocimientos que teníamos eran más que suficientes para comprender sus fundamentos y procedimientos. Dijo un par de citas de memoria, aclarando que a lo mejor no eran así exactamente, su memoria no era tan buena como fue antes, mencionó varios autores que podíamos consultar. En medio del caos antes descrito, nosotros nos habíamos mantenido como un oasis de esperanza debido a nuestro apego a la ciencia y al empeño comunitario. Ahora con este Código… y profirió una salva de elogios y beneficios del mismo. Alegó que, tras años de indescriptibles sacrificios, tras sucesivos ensayos y rectificaciones, por fin habíamos elaborado, a partir de nuestras propias condiciones, una verdadera herramienta científica de desarrollo. Aunque, nos alertó, había que ser vigilantes contra el peligro de la simplificación, de pensar que el Código era una panacea que todo lo resolvía, que aun quedaba mucho por hacer y mucho esfuerzo por desplegar, y que lo importante era seguir trabajando en pos de un desarrollo próspero y sostenible. Lo que oían es sólo un acercamiento, nos dijo, encimándose a la audiencia como para demostrarlo mientras nos trasmitía una parrafada de entusiasmo. Dio las gracias, que si querían hacer alguna pregunta, sólo que tuvieran en cuenta el tiempo, pues tenían otros asuntos que atender antes de abandonar la provincia. Entonces pasó el micrófono a la organizadora y se arrellanó en el asiento, como si hubiera concluido el sexto día del Génesis.

La anfitriona sonriente indagó si alguien quería formular alguna pregunta. Los asistentes nos mirábamos, revisábamos las improbables notas, buscábamos un asidero para una posible interrogación. Nadie preguntó nada. Entonces, la rectora concluyó que nos agradecía la asistencia y que esperaba que la sesión hubiera sido útil. Todos nos pusimos de pie y salimos. Nadie se atrevía a comentar con el otro su indefensión. En verdad tomaba tiempo entender algo tan complejo. De una cosa estábamos seguros: nos faltaba mucho, pero mucho por recorrer.

30-09-03/jun 2017

 

 

Manuel García Verdecia nació en la oriental provincia de Holguín en 1953. Es licenciado en lengua y literatura inglesas. Poeta, narrador, ensayista, traductor y editor de reconocido prestigio. Premio UNEAC de poesía y Premio de Novela José Soler Puig, ambos de 2007. Su último libro publicado es el poemario Antífona de las Islas (Letras Cubanas, 2014), mención Casa de las Américas. (FA)