El irrepetible López-Nussa

Virginia Alberdi Benítez
4/8/2016

El centenario del nacimiento de Leonel López-Nussa nos pone de cara a una conmemoración de doble significado: de una parte, restituye y revitaliza el legado de una personalidad que se movió en diversos ámbitos de la cultura cubana, y de otra, alerta acerca de la necesidad de revisar, cuidadosamente, la cronología interpretativa del arte insular, para evitar vacíos y paréntesis que con el tiempo y la desmemoria tienden a acentuarse.

Vayamos a lo primero. López-Nussa fue un creador múltiple y cada uno de los espacios que cultivó dejó una impronta de calidades evidentes. Como dibujante, marcó una huella muy especial en la ilustración y la viñeta.

López-Nussa fue un creador múltiple y cada uno de los espacios que cultivó dejó una impronta de calidades evidentes.

Precisamente condensó esa experiencia en una obra original, El dibujo (Ediciones Revolución, 1964), en la que no solo mostró su agudeza y habilidad en esa manifestación, sino también reflexionó sobre ella.

Poseía una asombrosa facilidad para hacer vibrar la línea, descomponerla, agruparla, y amoldarla a los más diversos temas, con un poder de síntesis que fue decantándose en el tiempo.

Él mismo definió su filosofía como dibujante, al decir: “El dibujo está por encima de todas las teorías. Es algo que se hace y se rehace constantemente, que fluye, que se contradice, que nunca es el mismo. Cuando un dibujante comienza a sombrear sus dibujos, es porque ya no puede crearlos”.


Fotos: Cortesía Krysia López-Nussa
 

Sin embargo, López-Nussa saltó del dibujo al grabado y la pintura sin dejar de ser dibujante, es decir, sin negar la línea como posibilidad constructiva aun en aquellos casos en que pareciera alejarse de aquel. Para probar esta afirmación basta con acercarse al grabado en metal de 1975, La Bella es la Bestia, en el que la mancha, de talante expresionista, se sostiene, a fin de cuentas, sobre la línea. Y no puede olvidarse el formidable retrato al óleo que hizo sobre su amigo Samuel Feijóo en 1986, en el que un estallido de colores que recuerda la exuberancia fauvista solo es posible porque detrás y delante del delirio cromático está el dibujo.


 

Poseía una asombrosa facilidad para hacer vibrar la línea, descomponerla, agruparla, y amoldarla a los más diversos temas, con un poder de síntesis que fue decantándose en el tiempo.

En este centenario ha sido importante ver la pintura de López-Nussa, curada por el crítico de arte Nelson Herrera Ysla con los aportes de Krysia, en la Galería El Reino de Este Mundo, de la Biblioteca Nacional José Martí. Allí se pudo observar la dinamitación de fronteras entre géneros y técnicas, así como el tránsito de uno a otro tema o estilo, que conduce a la totalidad de un artista desprejuiciado e ilimitado a la vez.

Lo importante en la obra de este artista está en el modo con que expresó visualmente lo que pensaba y sentía: la ironía, el desenfado, el distanciamiento crítico de las supuestas verdades absolutas, la relativización de la forma, el diálogo inteligente con el ojo avizor. Fue esta una actitud que se reveló en otro de sus oficios, el de crítico de arte. En la prensa periódica cubana, desde las páginas del periódico Hoy, donde también ejerció el juicio cinematográfico (bajo el pseudónimo de Alejo Beltrán), hasta su larga estadía en la revista Bohemia, definió una brújula orientadora mediante la cual le tomó medida al acontecer cotidiano en museos y galerías, y fue más allá, pues estableció criterios estéticos y valoraciones que deben ser revisitados si se quiere tener una visión incisiva de las artes plásticas cubanas en su devenir. Ese ejercicio le valió el Premio de Crítica de Arte Guy Pérez Cisneros por la obra de la vida.


 

López-Nussa no comulgó con capilla ni se dejó arrastrar por las corrientes de moda. Fue un hijo de la modernidad insular y, al mismo tiempo, uno de sus críticos más contumaces. De ahí que a cien años de su nacimiento siga siendo, desde el lienzo, la cartulina o la letra impresa, una voz contra la quietud y la inercia.