El oso hormiguero

Mylene Fernández Pintado
26/5/2017
– Soy persona mayor, Peter Pan. Crecí hace mucho tiempo.
– Tú me prometiste que no crecerías, Wendy.
– No pude evitarlo.
 
James Matthew Barrie. Peter Pan y Wendy

– Si ves que la cosa se pone muy difícil, incluye a tu hermana en el paseo, pero sólo si se pone difícil. ¿OK?

Asentí obedientemente ante el torrente de instrucciones emanadas de aquel “capo” de quince años, que tenía previstas soluciones para todas las situaciones imaginables, como un organigrama humano. Pero la parte más difícil era la mía, de ejecutora: pedir permiso a mis padres para salir sola con K me aterraba; supongo que lo hacía con tanta cara de culpable que era una invitación a la denegación.

Yo era una adolescente muy protegida. A cambio de una serie de comodidades materiales (quizás envidiadas por mis conocidos) yo no debía ni soñar con ser una James Dean femenina. Me guardé muy bien  de provocar conflictos generacionales, de no acompañar a mis padres en sus salidas o quejarme de su rectitud. Cuando me prohibían algo, adoptaba la actitud de restarle importancia al asunto. Por esto modifiqué ligeramente el pedido, con vistas a obtener resultados alentadores en esa “cruzada”.

-Mamá,  ¿crees que Lili  y yo podemos ir con K al zoológico el martes?

Mi madre era una joven y linda mujer-niña que necesitaba imponer órdenes absurdas para reforzar su autoestima, inexplicablemente baja. Alguien difícil de contentar, pero era muy importante en la familia y todos la mimábamos un poco.

– ¿Desde cuándo te interesan los animales? Tus peores notas son siempre las de Biología.

Como estudiante yo no dejaba nada que desear. En cambio mis vacaciones parecían las de una delincuente juvenil “bajo palabra”. Siempre acompañada, siempre vigilada. Mi noviazgo con K, ya de más de un año, se limitaba a oír música y grabar discos sentados en la sala de mi casa de día y en el balcón  por la noche. Este régimen de contención provocó en nosotros efectos muy distintos. Me había convertido a los ojos de K en alguien muy deseado, una especie de Venus en jeans encima de un pedestal de cinco pisos, y él era para mí como un príncipe atento, romántico, seguro, lleno de un amor de cuentos (considerando el incidente del permiso, sería el de Cenicienta). Así nuestra relación avanzaba en dos direcciones bajo la atenta e inexorable mirada de mis padres.

-Dice K que trajeron un oso hormiguero, creo que es el primer animal nuevo que llega desde hace un siglo. Queremos verlo.

-No sé, pregúntale a tu padre, yo no estoy muy convencida.

Mi padre que nunca estaba en casa. Siempre viajando, cuando llegaba era aire fresco, alegría. Lleno de chistes y regalos, dejaba a mi madre encargada de mantener la férrea disciplina y su papel era el de complaciente y comprensivo. Claro, raras veces intervenía, pero esta sí lo hizo.

-Está bien, lleven a tu hermana y vengan temprano.

Me parecía mentira, íbamos a salir solos. Pasé todo el día ayudando en mi casa. Fregué los platos, no respondí a mi madre ni discutí con mi hermana. Preparé la ropa y me acosté temprano.

No encontramos el oso hormiguero pese a las mil vueltas que dimos. Yo quería que me vieran los del pre, sola con K (mi hermana iba detrás muy animada con un algodón de azúcar) como el resto de las parejas que conocía.

-Vamos a mi casa, descansamos algo y regresamos. Así la ves. Nunca me has visitado en la casa nueva.

Era linda su casa, blanca y llena de plantas, y K resultó ser un anfitrión desenvuelto. Mira Lili: un cassette de ABBA, si quieres oírlo, allí está la grabadora. Ven, vamos a ver los gaticos recién nacidos, están en el garaje. La gata los parió ayer y yo la ayudé.

Cuando bajamos y vimos los gaticos comprendí que habíamos ido a “eso”. A eso de lo que hablan todas las adolescentes con deseo y temor. A la idea central de las conversaciones de mis amigas del aula. A la gran incógnita de nuestras vidas: ¿Dónde será? ¿Con quién? ¿Cómo? Sí, teníamos ideas preconcebidas sobre aquel hecho. Estábamos llenas de planes y sugerencias y sobre todo, seguras de que sería antes del matrimonio. Yo, por mi parte, imaginaba aquella ceremonia con ciertos requisitos. Lugar: una habitación de hotel llena de alfombras; tiempo: una noche de luna azul hada, con una música entre sexy y bendita. Algo así como el arcángel Gabriel tocando un saxofón. Y yo era más alta, más delgada, más elegante y mi amante era una mezcla de Víctor Manuel con Clint Eastwood, y todo era en cámara lenta, como si flotáramos. Y él era un hombre muy sabio y conocedor, y yo ingrávida y dúctil.

La lengua de K se movía trabajosamente en mi boca, chocando con la mía. Comencé a esquivarla y descubrí un movimiento rotativo hacia la izquierda que también podía invertir: derecha, izquierda, dos veces a cada lado, luego desacompasadamente. K entendió eso como una señal de placer. Luego me acordé de las películas, le pasé los brazos por el cuello y le acaricié el pelo, muy fino y perfectamente cortado por el barbero de su padre. Lo estaba haciendo muy bien y de pronto, ensimismada en mis movimientos sentí algo entre mis piernas y me asusté. No pensaba llegar hasta aquí, no tenía deseos; estaba aburrida y quería regresar a casa a almorzar. Pero, ¿qué hacer? ¿Gritar como una salvaje? ¿Llorar como una niña tonta? Y traté de portarme  de la forma más adulta posible. Fue algo duro, seco, con un dolor cuyo eco demoró en desaparecer. Creo que del susto dejé  de respirar y K sintió mi falta de aire como un síntoma muy erótico. Pasó su mano por mi cabeza y me besó en la frente, en los ojos. Eso fue lo que más me gustó. Me alzó y me colocó en el piso. Entonces resumí que mi primera relación sexual había sido sentada en el estante de un garaje, entre dos latas de pintura azul metálico para autos y una regadera amarilla. Y ahora podía oír la música que mi hermana ponía en la grabadora arriba: Dancing Queen. Canción de tío-vivo, pensé.

Siempre de la mano de K, que parecía no poder soltarme, fui al baño y me miré al espejo. Nada. Tenía la misma cara. No se había anchado mi nariz ni agrandado los ojos, ni tenía los labios más rojos. Así que cosas tan importantes no dejan huellas. Tomé nota mental de esto. Una pequeña mancha es toda la prueba del delito.

Salí a la sala, donde mi hermana copiaba la canción…. and when you get a chance… Me senté a su lado y sentí que estábamos a años luz.

Traté de ayudarla y poner la mente en otra cosa, casi lo logré, hasta que llegó  K con una bandeja con dos copas de helado y muchas galleticas. ¿Un gesto de desagravio? Comencé a triturar  las mías y  echarlas encima del helado, así es como me gusta tomarlo.

-Yo te lo doy.

Y me dio pena con él. Estaba feliz y yo era la causa de su felicidad. No sabía qué hacer, cómo quererme y complacerme. Se sentía protector, responsable, paternal. Yo fui lo suficientemente racional como para comprender que no habíamos llegado a este punto sólo por sus actos, sino por esa mezcla de dejadez y curiosidad que me signa de manera terrible. ¿Nos vamos?

No, dijo mi hermana. Nos vienen a buscar.  K habló con su padre y le van a mandar el carro. Nunca me has visto manejar, acotó K y en su tono percibí el mensaje: Somos cómplices. Tenemos una intimidad pasada en común.

Ya en el auto, nosotros delante y mi hermana atrás. Oye esto, es una sorpresa…. and she is buying a stairway to heaven. Led Zeppelin.

¿Cómo se sentiría K? Supongo que pensaría que nos habíamos casado en la Catedral; me daba besitos en cada semáforo, “Pare”, “Ceda el Paso” y cantaba  and you are buying a stairway to heaven. Yo miraba la calle, los otros autos, las personas. ¿Qué había hecho? Dios mío, qué claros estaban mis padres al tenerme tan atada. Yo era una aberrada pecaminosa. No, no era así. Yo quería a K. Me gustaba, lloraba si reñíamos y disfrutaba nuestras noches de terraza y discos, mezcladas con sus cuentos de jugarretas en la escuela y discusiones con su padre. Era tan dulce. Pero ahora ya nada iba a ser igual. ¿Y si nos peleábamos? ¿Y si se lo decía a sus amigos? Yo por mi parte no pensaba hablar ni en un auto de fe.

Quédate a comer, lo invitó mi madre. No, gracias. Nunca comía en casa. Le daba pena, pero se sentó a mi lado en la mesa. Deshuesó mi pollo, cortó mi plátano en unas rueditas muy modositas y me quitó el pelo de los ojos. Yo le sonreía tolerante, más no podía hacer. K bailó con mi hermana, hizo chistes, escribió en unas hojas que me amaba y las tiró por el balcón. Yo rezaba para que llegara la noche y se fuera a su casa, y así poder estar a solas con mi cabeza y mi vagina.

Al fin vinieron a buscarlo. Baja un momento conmigo. ¿A qué? Para darte una cosa. No quiero. Bueno yo te la subo, espérame. Me quedé sentada en el descansillo pensando que la escalera era blanca con salpicados en negro, todo granito. Regresó con un bello ramo de flores en un jarrón: gladiolos rosados y blancos, rosas rojas, claveles y azucenas y un lazo color azul hada. Y una tarjeta. Me encantan las flores pero estas me pusieron triste. Chao, llámame en cuanto te levantes para no despertarte. Entré con mi trofeo. ¿Y esas flores? Son de K. Pero ¿por qué?, No sé. Se las mandó el oso hormiguero, dijo mi padre. Son lindas, dame un beso y duerme bien. Gracias papá.

Mi cama de ayer y de hoy, mi almohada, mi oso de peluche, mi Mafalda en la pared. ¿Me querrían igual que antes? ¿Y K? Cuando se le pasara la euforia de amante iniciado, ¿cómo sería lo nuestro? Pensé que yo misma, por mi falta de firmeza y mi esnobismo de adolescente, había acabado con algo que era lindo y tierno y que pudo haber sido lento y dulce. Ya no. En la otra cama, con el sueño acompasado que provoca la conciencia tranquila, dormía mi hermana ajena a todo. Soñaba quizás con el zoológico y el oso hormiguero que no vimos, el helado y  ABBA y con el encantador y complaciente novio de su hermana. A lo mejor deseaba uno así para ella.

Lloré mucho. Por la distancia que nos separaba y hacía diferentes; por no ser la persona que mis padres creían; por haber sido falsa y fingida con K, quien me recordaría con mucho cariño como su “primera vez”. Lloré porque había salido de las páginas de los Hermanos Grimm para entrar, no muy a gusto, en las de Henry Miller, y porque había perdido la única e irrepetible oportunidad de disfrutar el acontecimiento más importante de mi vida, que no había sido sublime, soñador, vaporoso ni etéreo. Ni siquiera desgarrador o violento. Nada. Fue lamentablemente  gris e incómodo. Lloré mucho, no hasta quedarme dormida, pero lloré mucho y me dormí muy tarde.

 

Nota:
 
Mylene Fernández (Pinar del Río, 1963) va levantando una importante obra narrativa apenas sin hacerse notar. Su prosa se distingue, en primer lugar, por el cuidado en la composición de atmósferas y personajes, y por las elegantes e inteligentes asociaciones que propone al lector, del cual reclama una complicidad irrestricta. En sus piezas no hay nada gratuito: las palabras justas, cero efectismo, cero concesiones a los temas de moda, nada de lo que se pueda sospechar que provenga de otra dinámica que no sea la de la obra misma. Autora de novelas y libros de relatos, con varios premios (el David, el Ítalo Calvino, el de la Crítica), la suya es una estética realista, a través de la cual intenta develarse y develarnos fragmentos del cotidiano existir, esas cosas tremendas que le acontecen a las personas sencillas: “veraces noticias increíbles” y “sueños irrealizables que suceden a diario”…
Hasta el momento ha publicado dos novelas —Otras plegarias atendidas, 2003, y La esquina del mundo, 2011— y cinco libros de relatos, algunos de los cuales cuentan con  ediciones en inglés e italiano. “El oso hormiguero” es uno de sus cuentos tempranos. (A.F.)