Escritor electrónico

Ricardo Riverón Rojas
16/3/2020

Trabajo me costó asimilar que soy, ya, un escritor electrónico. En 2001 Cubaliteraria (portal de la literatura cubana en Internet) propició mi iniciación; luego, en 2007, gané la categoría de columnista; así nació “Al cantío de un gallo”. Poco después de mi debut, todavía en 2001, tuve acceso a otras publicaciones, entre ellas La Jiribilla, donde escribo, desde 2017, otra columna: “La macana en flor”. Juventud Rebelde, Rebelión, Cubarte, Vanguardia, Cubasí, Newsweek en español (México), y muchas otras a lo largo de los años, reafirman mi condición de dialogante con el ciberespacio.

Fotos: Internet
 

Pero pensándolo bien, mi condición tecnológica se inició antes, creo que en 1996, cuando por primera vez decidí componer mis textos en uno de aquellos aparatos de monitor culón llamados Pentium III, que ni siquiera era mío, sino de un Joven Club, donde me dieron “tiempo de máquina” pese a que ya no era joven. Con el mismo susto con que se aborda un jet, empecé a oprimir las teclas después de “despertar” a la máquina con un disco flexible de 5½ pulgadas, portador del sistema operativo. Luego coloqué al que contenía el ChiWriter y mis versos devinieron caracteres.

Claro que tuve que vencer la tecnofobia y la ciberfobia, pero sobre todo la aún no reconocida slangfobia, consistente en el miedo al slang alfabético-numérico con que se comunican los informáticos. Y todo sin disponer de libro de texto alguno, pues faltaban años para que el periodista Claudio Veloso publicara su Computación básica para adultos. Mi único entrenador, Carlos Alé Mauri, me regaló la fórmula más eficaz para adquirir destrezas en ese terreno: “horas-nalgas frente a la computadora” fue su consejo. Y lo seguí, en sillas de diverso tipo.

Marchar a tono con las nuevas tecnologías aporta sus ventajas, no cabe dudas; entre otras, la de franquear las puertas de muchísimas más casas que nunca. Las casas, y después las tabletas o los celulares, de amigos o desconocidos recibieron nuestra palabra, pues esas vías expeditas multiplicaron exponencialmente, hasta el límite de la especie, al receptor. Al papel le retiraron la última palabra.

 

El don de la ubicuidad también se lo debemos a esta nueva condición: podemos estar presentes, en cuestión de segundos y al mismo tiempo, en Australia y Panamá, o en Cuba y Filipinas, por poner solo dos ejemplos. Ser escritor electrónico lo libera a uno, además, del bolígrafo corrector, pues la computadora nos ayuda a enmendar los textos, tanto en gramática como en ortografía, y al final la pantalla queda limpia.

A propósito, recuerdo haber organizado alguna vez una exposición de borradores de algunos de mis colegas: especie de dibujos naíf o tatuajes sobre el papel donde convivían las letras machacadas en máquinas de escribir con tachaduras y añadiduras en tintas de diversos colores, números telefónicos, recados, palomitas… Daba gusto ver aquello.

Ya más veloz la época, con la generalización de Internet y los correos electrónicos, las máquinas de escribir se hicieron museables, las impresoras de cinta fallecieron, las de tóner o cartuchos marchan aceleradamente hacia la obsolescencia mientras los árboles ven una segunda oportunidad sobre la tierra. ¿Se precisa mucho más que esta epifanía verde para sentirse feliz con la condición de escritor electrónico?

Las redes sociales, los blogs, las compras de libros online (a veces modestísimas ediciones de autor) son también virtudes que le confieren a la poesía nuevas herramientas para sus despliegues. Ahí sí confieso mi desfase, pues a duras penas soy un mal usuario de Facebook, y en mi muro solo comparto algo de lo publicado, poquísimas veces lo inédito; esa red no me parece un lecho adecuado para que mi poesía pierda la virginidad.

 

No albergo dudas: se difunde más, aunque quizás no mejor. Pero la difusión puede devenir disfunción. Pese al apoyo de videos, fotos y otras imágenes, la difusión globalizada en esos ámbitos despersonaliza a los emisores, los convierte en hologramas. Las puertas no se abren solo para los poetas, sino también para farsantes que creen serlo y reciben likes que más que valorizar a esos “bardos”, devalúan a los celebrantes a la par que nos inoculan la terrible sospecha de que el mundo se “despoetizó”.

En mi época de lector compulsivo, previa a la de escritor analógico, cada libro —objeto físico— me comunicaba algo de la anatomía del autor, que de alguna manera se corporizaba. Las autoras más sexis, sobre todo las poetisas inteligentes y transgresoras, me estimulaban desde los versos y las fotos de contracubierta. Las chicas light que la Internet me trae ahora las asimilo como vaporizaciones, siempre ausentes, cargadas de lejanía aunque vivan al doblar de casa. Sé que expongo racionalizaciones de una subjetividad exacerbada, pero no me culpen a mí, sino a los milenios precedentes y a la necesidad de tocar, aunque sea por carácter transitivo, si no el cuerpo, al menos las palabras que salen de unas manos.

La relación de muchos de nosotros con los libros tiene un componente sensorial que fenecerá a medida que lo virtual —incorpóreo al 90%— se integre a la subjetividad de las nuevas generaciones como mismo antes el libro sustituyó a la oralidad. Pero eso no sucederá conmigo, pese a que soy un escritor electrónico; más de la mitad de mi alma sigue leyendo en el papel: aún no he sustituido el hacha de piedra por la de metal, aunque sé que voy con retraso. No obstante, la nueva oralidad de los youtubers y los booktubers quizás marque, como tantas veces en la historia, el eterno retorno a los orígenes.

Como casi todos los de mi generación, salté del papel y el lápiz a la máquina de escribir (primero solo para pasar en limpio y luego para verter directamente el orgasmo palabrero); luego a los Celeron o las Pentium. La primera máquina que tuve, toda para mí, contenía un disco duro con una capacidad de 250 megas, y me hizo feliz: mi productividad creció notablemente y —estoy seguro— la calidad de mis textos también. Me rescató de la pereza que me impedía corregir, a la velocidad adecuada, los sucesivos borradores. Me salvó también del fichaje en cartoncitos rectangulares y de la transcripción de las citas (el copia y pega hace menos ardua la labor). Me liberó igualmente de cargar con los borradores de mis libros, que caben todos —y sobra espacio— en un pendrive de ocho gigas. Por todo eso doy gracias a la vida, que me ha dado tanto y además me ha permitido llegar hasta este punto.

 

Estas reflexiones de hoy entroncan —y no casualmente— con una disyuntiva que la vida nos ha impuesto a los cubanos: desde hace dos años, como una de las consecuencias del bloqueo que imponen los Estados Unidos a Cuba, nuestras editoriales incumplen sus planes de producción de libros dada la imposibilidad de adquirir papel e insumos a un precio razonable en los mercados del mundo. El año 2020 nos concentraremos, sobre todo, en producir los títulos pendientes de 2018 y 2019 (se dice que algunos de 2017 también) y se promueve con fuerza la reorientación de los lectores hacia el libro electrónico. Resistir es, una vez más, la palabra de orden, y me lo propongo en serio.

Está claro: si pude convertirme en escritor electrónico, haré todo lo que esté a mi alcance para consagrarme como lector de la misma condición. Una de las cosas que seguramente disfrutaría más —si consigo “desvaporizarlas” mientras leo— sería lograr que me estimulen, desde estas pantallas como antes desde las páginas, las poetisas sexis, inteligentes y transgresoras de todos los link a los que acceda desde mi laptop o mi IPhone.